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  Domingo 16 de Noviembre de 2008  
 
 
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  A 25 AÑOS DE LA MUERTE DE JORGE SABATO
  Retrato de un modelo de intelectual y patriota argentino

El físico y tecnólogo argentino, fallecido en 1983, descolló en el análisis de políticas de desarrollo científico-técnico del país. Fue de los primeros en alertar sobre la "fuga de cerebros". Situaba en el golpe 1930 el inicio de nuestra desventura como democracia.

 
 
 
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El Sábato de los amigos era un hombre a quien le gustaba charlar sobre todo lo que fuese interesante. Estaba enamorado de su patria y por eso a veces exageraba sus virtudes. En el mundo no había nada como Buenos Aires y algunos barrios de la ciudad que todavía escapaban al cemento y las autopistas. En el mundo habían sido buenos la escuela primaria plasmada por las generaciones normalistas, el fútbol de Moreno, Sastre y Cesarini; los cuentos de Roberto Arlt, los tangos de Celedonio Flores y la Camerata Bariloche. El mejor "Modelo del Mundo" era el argentino, hecho precisamente en Bariloche como respuesta y alternativa al popularizado por el Club de Roma. A todos sus amores les daba la magia de una calidez melancólica pero optimista. Tenía magnetismo como expositor. Le gustaban los temas populares. Hablar, por ejemplo, de "El tango, el fútbol y la crisis nacional", que congregaba muchedumbres de espectadores extasiados. A veces en casas de amigos daba charlas que se referían a personajes o temas como "La voz invicta de Gardel" (con ilustraciones musicales y la anécdota del gran tenor Enrico Caruso diciéndole, admirado, al zorzal criollo "Ud. tiene una lágrima en la garganta"). Las de tema serio -educación, política científica, desarrollo nuclear, "el Partido Militar" o la autonomía tecnológica- no eran menos amenas que las otras, a menudo todavía más.

Desde que renunció a la Comisión de Energía Atómica, antes de los 50 años, diagramó su vida para la independencia. La presidencia de SEGBA duró un suspiro, el ofrecimiento de un ministerio por Lanusse fue rechazado. A su casa volvía siempre de sus viajes al exterior, que a veces le llevaban meses, cargado de libros, de ideas y novedades.

Estaba asombrosamente informado sobre cosas tan dispares como la política interna de Estados Unidos, la mafia, los problemas sociales de Gran Bretaña, la vida en Israel, el modo de la ciencia en la Unión Soviética, la ecología, el espionaje internacional, la epistemología, el movimiento científico, la energía nuclear, la metalurgia, las Naciones Unidas y la vida de los argentinos talentosos en el extranjero. Su caudalosa y precisa información sobre éstos produjo, expuesta en un reportaje casual del diario "La Prensa", una casi conmoción pública.

El título, a tres columnas, decía: "Una conspiración de mediocres que no perdonan la creatividad alienta en el país la fuga de talentos". Declaraba que asistíamos desde hacía largo tiempo a un lento desangrarse del país en cuanto a su gente más valiosa, "un proceso que nunca se detiene y sólo conoce momentos de atenuación casi siempre coincidentes con los gobiernos constitucionales". Y luego venía, con información sobre la especialidad y el instituto o universidad de Europa o de Norteamérica donde trabajaba cada uno, una lista impresionante de científicos de toda clase de especialidades: biólogos, físicos, químicos, matemáticos, filósofos, arquitectos, ingenieros, lingüistas, profesores.

Estoy queriendo mostrar lo rico que era. No he conocido a nadie más nutrido de nociones y recuerdos importantes sobre el país, coherentes, integrados.

Era respetuoso para escuchar pero, naturalmente en uno a quien algunos amigos le decían "El Mudo", quien más charlaba era él. Del rescate de los documentos de la investigación parlamentaria sobre la CADE y el millón de pesos que "olvidó" el empresario español Vehils en el despacho del coronel Perón para que se "olvidaran" (como ocurrió) aquellos documentos; de FORJA, de Jauretche, de Scalabrini Ortiz, del escándalo de "El Palomar" que llevó al suicidio al diputado Víctor Guillot por una mera sospecha sobre su honorabilidad, de la cocina periodística de diarios como "Crítica" de Botana o "El Pampero" de Osés, de políticos como Fresco y Barceló y mafiosos como Ruggierito y "El Pibe Cabeza", de su largo diálogo con el depuesto presidente Frondizi en Bariloche sobre la mala influencia de Frigerio, de políticos, gremialistas, militares. Del problema de las carnes, el petróleo o la energía nuclear. De la vida de Lisandro de la Torre o Yrigoyen, de Mosconi o Savio, de él mismo, la Física y la metalurgia.

El tema Perón era central en sus preocupaciones y también en esto su erudición era maciza. Guardaba incontables referencias de dirigentes políticos y gremiales que habían tenido comercio con aquél.

Su vecino de los otoños en la villa rural de Cortaderas, Franklin Lucero, que había sido el último secretario de Guerra cuando el derrocamiento en 1955, le había comunicado datos testimoniales importantes. Su análisis sobre la influencia de Perón en la sociedad argentina y en la historia del país era enjundioso. El balance, tajantemente negativo. No se cuidó nunca de manifestarlo en privado o en público si se le requería.

La guerra del Atlántico Sur lo conmovió en lo más profundo. Pero, aunque patriota como pocos, no dudó de que el éxito podía conducir a una tragedia mayor: la consolidación de la dictadura que padecíamos. Así contestó, mordiéndose de angustia, a alguien que le pidió en los primeros días su cálculo sobre el resultado: "Si ganamos, perdemos; si perdemos, ganamos".

Le gustaba de alma la política. Conocía, como he dicho, nuestra historia política de una manera prolija y crítica. Pensaba que el golpe militar de 1930 había marcado el inicio de nuestra desventura histórica y que debíamos volver, para rectificarla, a las esencias republicanas de la gran tradición de los próceres civiles. Habíamos sido emasculados de nuestros atributos culturales. Un despotismo torpe sustituyó una tradición que nos conducía a un destino de alto bordo.

Cuando se empezó a considerar, por los epígonos de la historia colonial, traidores y antipatriotas a Sarmiento, a Rivadavia, a Moreno, a Alberdi, a Echeverría, a Monteagudo, y eso se hizo artículo de fe en anchos sectores, el país comenzó a quedarse sin raíces nutricias. Los que habían militado en la verdadera crónica de la emancipación fueron tachados de enemigos y los que habían traído una civilización y creado los gérmenes de una cultura, arreados a la trastienda de la historia.

Esos hombres de letras, de acción por el pensamiento, habían organizado el país y, como escribió Martínez Estrada, "ocupaban los más altos sitiales porque tenían derecho a ello, y los otros los servían. Después las cosas cambiaron y comenzó la transmutación de los valores".

Tenía la convicción de que la decadencia espiritual argentina había surgido de la campaña ideológica del nacionalismo en 1920 cuando se comenzó a acusar al sistema democrático, con la jerga de la "Action Française" de Maurras, de demoliberal, decadente, poco viril. Esa crítica, exacerbada por la retórica de Lugones y los publicistas de la derecha atemorizada por la cuestión social y la inmigración, fue aprovechada por los tenientes y capitanes del golpe de 1930, el teniente Perón y el capitán Franklin Lucero, entre otros. Ahí nació lo que él llamaba "el Partido Militar". Y los últimos dos años de su vida estuvieron ocupados preferentemente por su "Yo acuso" a esta conspiración. Dio docenas de conferencias y exposiciones públicas sobre el asunto en todo el país.

Murió joven todavía, de 59 años, y justo cuando llegaba la democracia, que tanto podía esperar de él. Alfonsín, ya electo, fue uno de sus últimos visitantes. En la parábola de su vida se resume el destino de mucha gente idealista y preparada que se fue sin vislumbrar siquiera el horizonte de un futuro mejor.

Solía decir que en su generación podía contar decenas de amigos, gente valiosa capaz de resolver los grandes problemas de Argentina, pero todos ellos vieron liquidados sus esfuerzos por los mediocres que los desplazaban.

Concluyó uno de los últimos reportajes que atendió durante la dictadura militar con estas frases melancólicas: "La enfermedad común de todos nosotros es la desesperanza. Ya no nos queda tiempo... se nos fue. ¿Dónde están mis amigos? Muertos o fuera del país y, si están en el país, no pueden hacer nada. ¿Cómo nos ha ocurrido esto? No tengo respuesta... para responder debería escribir un libro muy largo, y no sé si lo escribiré alguna vez. Un final medio tanguero...".

 

Héctor Ciapuscio

Especial para "Río Negro"

   
   
 
 
 
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