En los últimos días de la campaña, Barack Obama acentuó su ofensiva para convencer al electorado blanco estadounidense de que él, nacido en Hawai de padre keniano y madre de Kansas y criado en parte en Indonesia, no es demasiado "exótico" para la Casa Blanca y es "uno de nosotros".
El giro es forzado por momentos, como cuando el gobernador de Pennsylvania, Ed Rendell, afirma que los votantes obreros, aunque puedan tener tendencias racistas, deben votar por Obama por su bienestar económico. Los sondeos nacionales y estatales están encabezados por Obama en medio de la crisis financiera, pero algunos encuestadores se preocupan por la posibilidad de que los votantes no sean siempre honestos cuando dicen que elegirían a un candidato negro.
El propio Obama ha sostenido que la intolerancia no será la culpable si pierde las elecciones frente a su rival republicano, John McCain. En cambio, a su juicio, sería porque los votantes no se identifican suficientemente con su inusual origen. A diferencia de todos los demócratas desde John F. Kennedy, cuyo catolicismo era visto con suspicacia por los votantes protestantes, Obama debió dedicar tiempo tanto a sus planes políticos como a hablar de su identidad.
El segundo nombre de Obama es "Hussein". Ha sido acusado de profesar secretamente la religión musulmana. Y ahora, según McCain, es un "socialista" que quiere socavar las raíces de la democracia de libre mercado. La campaña de McCain no ha atacado a Obama en términos raciales, pero sí ha habido un intento de mostrarlo como alguien diferente, una persona inusual y extraña que no comparte los valores de "Joe el plomero", emblema del republicano del sueño americano de tener un negocio propio. La compañera de fórmula de McCain, Palin, acusó a Obama de "radical" porque "no ve a EE. UU. como ustedes y yo lo vemos".