Quienes frente a él se postran lo nombran como Benedicto, el decimosexto de su serie pontificia.
Para quienes desde adentro o afuera de la Iglesia que comanda lo ven como una especie de Savonarola redivivo es "el Rottweiler de Dios" o simplemente "Ratzinger", resaltando fonéticamente su germanidad, tan asociada en nuestra historia reciente a experiencias de "Solución Final" en nombre de alguna causa supuestamente trascendente.
Paradójicamente, Giacomo della Chiesa, el Papa que reinó durante la Primera Guerra Mundial con el nombre de Benedicto XV, se caracterizó por algo que parece faltarle a quien eligió su nombre: el buen humor y la caridad.
Desde su llegada al trono vaticano Ratzinger no se cansa de arremeter contra el relativismo, reinstauró el concepto de "infierno" como posibilidad real y no duda en reservar espacio en él para homosexuales, feministas, teólogos de la liberación y cuanto sospechoso encuentre de pretender cambios y aggiornamientos en su rebaño.
Hace pocos días, de visita en la Francia de Sarkozy y Carla Bruni, cometió lo que se podría considerar un acto fallido al referirse a "la cuestión particularmente dolorosa de los divorciados y vueltos a casar".
Esta afirmación de obvia significación dicha donde la dijo marca, además de su ideología reaccionaria, una personalidad intolerante y excluyente cuyo fundamentalismo lo inhibe de comprender lo que en todo caso es destacable de la conducta humana en el sentido de ser capaz de recuperarse del fracaso y volver a creer en el amor como motor de unión y convivencia.
Los actos fallidos, según expresa el padre del psicoanálisis en su obra "Psico-patología de la vida cotidiana", no son producto de la casualidad o el descuido sino que están movidos por un deseo inconsciente que no encontraría otra
forma de aflorar a la conciencia que burlando de esta manera la censura del yo o del súper-yo, o sea, de uno mismo; es decir, son "lapsus" de la lengua que revelan intenciones no confesadas.
A nadie le llamaría la atención que el Papa dijera que le duelen los divorcios, como nos duelen a todos los fracasos en la vida de relación.
Pero los dichos de Ratzinger muestran que en realidad lo que le duele es el amor en cualquier forma que no se amolde a los cánones de su dogma.
Imaginar su opinión acerca de las uniones entre homosexuales nos llevaría por el mismo camino de condenación, aunque a infiernos más profundos en términos del Dante, ya que tajantemente ha dicho que esta inclinación sexual es "obra del demonio, claramente destructiva para la familia y la sociedad" .
No es casual la comparación con Savonarola, que llevó a los homosexuales a la hoguera pero en el camino también incineró obras de arte, libros y meros sospechosos en la Piazza della Signoria de la Florencia del 1400.
No es un exceso asociar al actual pontífice con el viejo fraile Jorge de "El Nombre de la Rosa", aquel que perseguía y castigaba la alegría por considerarla blasfema.
El papa Ratzinger, que en 1981 se hizo cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe -el equivalente a la antigua Inquisición-, está acostumbrado a sentenciar sobre el bien y el mal y bien podría decir como aquél en su disputa con Guillermo de Baskerville que la alegría es mala porque "la risa mata al miedo y sin miedo no hay fe".
Por suerte la vida sigue su curso y la sociedad nos muestra que, parafraseando al filósofo Lou Marinoff -que brega por "Más Platón y menos Prozac" en una invitación a curarnos en salud con la reflexión filosófica antes que con las píldoras de la felicidad-, puede ser posible optar por "más filosofía y menos religión".
En definitiva, tenemos la oportunidad de optar por el filos (amor) al saber antes que "religar" jurando fidelidad a los deberes contraídos con alguna divinidad y reglamentados, por supuesto, por sus intermediarios terrenales.
Es verdad que el relativismo, con las dudas y la aceptación de la diversidad que implica, campea en la sociedad posmoderna. Gracias al relativismo y la liberalidad reinantes, los fundamentalistas pueden seguir habitando sus espacios de poder. Pero también es cierto que si este poder, como en otras épocas o como pasa en algunas sociedades actuales, estuviera absolutamente en sus manos, quienes disentimos no sólo no podríamos publicar nuestras opiniones sino que, tachados de herejes, infieles o paganos, tendríamos destino de hoguera.
LUIS DI GIACOMO
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