Algunos alemanes eran judíos y otros no. Éramos alemanes: de Berlín, de Frankfurt, de Köln, de Königsberg, de München.
En 1914 estalló la guerra y todos peleamos por Alemania. Mi padre fue herido a los 17 años peleando por Alemania. Toda Alemania, que perdió, sufrió esa locura, como la sufrieron Francia y Gran Bretaña, que ganaron.
El Pacto de Versalles fue una estupidez criminal por parte de los vencedores, porque las condiciones eran tan duras que ya en 1918 se empezó a incubar la revancha, el huevo de la serpiente. Si bien Alemania era responsable de la guerra, los alemanes trataban de construir una democracia. Los vencedores no lo permitieron: las reparaciones de guerra descalabraron la economía y el desempleo alcanzó niveles intolerables. Había libertad y democracia pero no había comida.
Había partidos políticos de todos los colores, pero en 1923 nació la serpiente parda, seductora y ponzoñosa: los nazis hicieron su primer intento fallido de golpe de Estado. Hitler, su jefe, fue a parar a la cárcel por el tiempo necesario para escribir "Mein Kampf". Tenía carisma, pero sus posiciones eran tan extremas que no fue tomado en serio porque sus ideas eran disparates paranoicos.
La derecha moderada despreciaba a los nazis; opinaba que podía usarlos y que Hitler era una buena defensa contra la izquierda. Luego se lo tiraría como la basura que era, una vez que hubiese salvado a Alemania del peligro de una revolución comunista.
Los extremistas comenzaron a juntarse y nació el NSDAP, el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores. Un partido militante, agresivo, terrorista y patotero cuyas camisas pardas empezaron a hacer que la calle fuese insegura, especialmente para los judíos.
Para Hitler "el judío" era el resumen de todo lo malvado, asqueroso, infrahumano, codicioso, antigermano y enemigo de la civilización occidental, no la cristiana sino aquella basada en los antiguos dioses germánicos. "El judío" no tenía otro propósito que apoderarse del mundo entero y exprimirlo en su exclusivo beneficio.
Ellos eran los "arios", un concepto mítico de pureza racial que se dirigía sobre todo contra "el judío".
Los arios habían sido una antigua cultura indoirania, de piel bien oscura. El ideal del "ario" nazi eran los rubios germanos, pero lo importante era la "pureza de la raza".
Hay alemanes de todos los colores, por supuesto, y el mismo Hitler era de pureza racial muy dudosa: pero el ideal era la "bestia rubia". No es muy conocido que se organizaron verdaderos criaderos (Lebensborn) eugenésicos para aparear a los jóvenes "arios" como si fuesen vacas y difundir la pureza de la raza.
El nazismo llegó al poder por los medios democráticos creados por la débil República de Weimar e inmediatamente procedió a abolir toda democracia, prohibiendo los partidos de oposición y limitando totalmente la libertad de expresión; sólo la propaganda antisemita y el nacionalismo extremo estaban en boga. Como pretexto incendiaron el Parlamento (Reichstag). Con eso fue suficiente. Los alemanes, aun la poderosa izquierda socialista y comunista, lo aceptaron sin chistar muy fuerte. Hasta la parte "socialista" del partido, las SA, se purgó ya en 1934, en mezcla con turbios temas homosexuales.
Los entusiastas patoteros de las SA fueron sustituidos por los tecnólogos del crimen, las SS, la aristocracia del régimen. La Gestapo (a la que perteneció nuestro "buen vecino" Erich Priebke) era una de sus ramas, ocupada en apresar y deportar a los opositores a los "campos de concentración" (KZ). En esta etapa no importaba tanto que fueran judíos o no.
Pronto se consolidaron en el poder. Cuando se sintieron fuertes desataron la "Noche de cristal" (9 de noviembre de 1938), en la cual se incendiaron más de 1.500 sinagogas y cementerios judíos y miles de comercios cuyos dueños eran judíos; unos 30 fueron asesinados y 30.000, deportados a campos de trabajo forzado en Polonia: una verdadera orgía terrorista de odio y destrucción.
La derecha tradicional tuvo que darse cuenta de que se había equivocado: Hitler la usaba: se dejaba financiar por ella pero no le pedía consejos.
Había logrado reconstruir la economía y eliminar la desocupación, en buena medida por la industria militar -y la promesa de revancha-, para alegría de los trabajadores y también de los capitalistas. Éstos seguían considerando a Hitler un loco pero, mientras hiciera funcionar la economía, les permitiera ganar plata y reprimiera a los sindicatos se le toleraban sus excentricidades.
Muchos judíos emigraron. Esto no era fácil, porque la mayoría de los países tampoco quería una invasión judía. Por ejemplo, la filonazi Cancillería argentina ordenó que sus consulados negaran visas a los judíos, orden que muchos desobedecieron por misericordia o por codicia. Nosotros descubríamos que ya no éramos alemanes: sólo éramos judíos.
En Austria los nazis fueron recibidos con entusiasmo delirante y se integraron al Gran Imperio Alemán. Siguieron las partes de Checoslovaquia donde había muchos alemanes. Los aliados gruñían pero cedían. No querían ir a la guerra contra Hitler. Creían que habían satisfecho sus apetitos y suponían asegurada la "paz en nuestro tiempo". Un año después, en setiembre de 1939, Hitler invadió Polonia y los aliados no tuvieron más remedio que ir a la guerra.
Europa oriental se solidarizó con entusiasmo con la "limpieza étnica" que había comenzado en Alemania con la deportación de los judíos.
¿Qué hacer con los judíos? No sólo ellos, pues el régimen no quería a ninguna clase de seres "infrahumanos": gitanos, eslavos, homosexuales, débiles mentales, enfermos incurables, testigos de Jehová; todos eran un lastre, pero muchos servían para trabajar. Desde 1939 reemplazaron como esclavos a los obreros alemanes que estaban en el ejército. Aún no habían inventado la "Solución Final". Esto ocurrió el 20 de enero de 1942 en Wannsee, en los suburbios de Berlín: se decidió la eliminación física de todos los subhumanos. Una nota burocrática de quince líneas firmada por Göring y dirigida a Heydrich resolvió el destino de millones de seres humanos. Entre ellos, la mayor parte de mi familia. La tarea fue encargada a competentes tecnólogos y organizadores como Adolf Eichmann: no era fácil matar a varios millones y disponer de sus cuerpos. La locura llegó al extremo de que los trenes con judíos destinados a las cámaras de gas tomaran precedencia sobre los transportes militares.
¿Qué sentí cuando pisé Alemania por primera vez después de haberme criado en la Argentina y haber reunido a poco de llegar a mi familia alrededor de la mesa del comedor para cantar el Himno Nacional Argentino? No tuve dificultad para mirar a la cara a los más jóvenes, pero evité mirar a los viejos. ¿Fuiste uno de los verdugos de mis tíos y de mi abuela?
Se discutió mucho el problema de la culpa colectiva, incluso entre su nueva generación.
Es un problema que no está resuelto, aunque Alemania es uno de los mejores amigos de Israel y hace pocas semanas Angela Merkel se recogió en Iad Vashem, el monumento al Holocausto judío en Jerusalén. Muchos alemanes no sabían qué estaba pasando, otros tenían miedo de seguir el mismo camino. Otros estaban de acuerdo y muchos colaboraron. Otros pensaron, y aún piensan, que no era para tanto.
De todos modos, no se les dio la oportunidad de opinar. En la medida en que los actores mueren y la Shoa pasa a ser historia, esta cuestión no debe perder su actualidad. No debemos olvidar para que una vez más podamos decir: "Nunca más".
Hasta 1933 los judíos eran una parte clave de la cultura alemana e incluso peleaban en sus guerras. El nazismo los hizo depositarios de todos los males y se lanzó a exterminarlos. Hoy quienes lograron huir del horror y sus descendientes se preguntan cómo reavivar la memoria colectiva para mantener el "Nunca más".
TOMÁS BUCH
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