El respaldo que los mandatarios sudamericanos agrupados en la Unasur brindaron en Chile al presidente Evo Morales trascendió las fronteras bolivianas: enviaron una clara señal a Estados Unidos de su menor influencia regional y consolidaron a Brasil como actor hegemónico en el subcontinente.
Finalmente, la crisis entre el gobierno socialista boliviano y los prefectos de cinco departamentos autonomistas no sólo dejó la advertencia de que la partición de Bolivia puede ser "irreversible", como dijo el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza. El conflicto también movilizó fuerzas globales, regionales y locales.
Pendiente de sus intereses gasíferos, Brasil sostuvo desde un inicio que "no reconocerá a ningún gobierno o intento de gobierno que quiera sustituir al constitucional de Bolivia". Aún más, un asesor del presidente Luiz Inácio da Silva demandó "una solución rápida" que resguarde los "intereses nacionales" del Brasil. Osea, la seguridad energética, que fue cuestionada cuando grupos opositores cortaron el suministro de gas la semana pasada.
La propia presidenta Michelle Bachelet, al leer la declaración oficial, expresó el "rechazo" de Unasur a las interrupciones en el abastecimiento energético. Por ello, y pese a las reticencias iniciales, Lula arribó a Chile a firmar la declaración de Unasur, en la que Brasilia impuso todos sus términos, es decir, la creación de una mesa de diálogo, el reconocimiento de la legitimidad del gobierno de Evo Morales y el rechazo a la fragmentación territorial del país andino, además de una no intervención directa como propulsaba Caracas.
Los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez, y de Ecuador, Rafael Correa, enfrentados a transformaciones institucionales y económicas similares a las de Bolivia, resaltaron que la acción de Unasur marcará el futuro de la izquierda latinoamericana. "Aquí vamos a ver si la integración es verdaderamente efectiva o puro bla bla", sostuvo Correa en Santiago. Chávez agregó que "las cosas han cambiado" y que los países sudamericanos ya no son los "mudos" que dejaron caer al gobierno socialista chileno de Salvador Allende en 1973 a manos de una conspiración de Estados Unidos, que comparó con lo que hoy sucede en Bolivia.
Finalmente, el acuerdo desbordó las expectativas iniciales anticipadas por la Cancillería chilena e incluyó la creación de tres comisiones ad hoc. Una acompañará el proceso de diálogo, otra entregará al gobierno boliviano toda la asistencia técnica y logística que demanda y una tercera investigará la masacre en el departamento autonomista de Pando.
Sin embargo, en el acuerdo final, Chávez no pudo imponer la idea de una intervención directa en Bolivia, como pregona desde la Cumbre Iberoamericana de Chile en noviembre del 2007. De hecho, el canciller chileno Alejandro Foxley insistió en que el acuerdo es que los problemas de Bolivia "los resuelven los bolivianos", "sin intervenciones".
La opción, respaldada por Brasil, puso paños fríos al conflicto que escaló a niveles inéditos luego de que Bolivia y Venezuela expulsaran a los embajadores de Estados Unidos de sus capitales.
Todo ello en medio de operaciones militares de Caracas con Rusia, en un área tradicionalmente reservada para la IV Flota estadounidense.
Pero la declaración de Unasur también marcó un nuevo debilitamiento de Washington en la región. Lo primero y más notorio es que EE. UU. no estuvo en la mesa de negociaciones y que el foro preferido por Washington para ver estos temas, la Organización de Estados Americanos (OEA), quedó relegado a un segundo plano, casi operativo.
"Donde está el imperio no hay desarrollo", dijo Morales al argumentar la exclusión de la potencia norteamericana y la OEA de la mesa de negociaciones, como inicialmente propusieron Chile y Perú.
Quizás por ello, y privilegiando su estrategia de desarrollo y vínculo con la potencia norteamericana, el presidente peruano Alan García desistió de concurrir a la cumbre de la Unasur, favoreció el papel de la OEA y remarcó que su país no irá tras los pasos de Venezuela y Bolivia.
Los grandes perdedores finalmente fueron los opositores a Morales, que no lograron un solo gesto de apoyo. Ni la visita relámpago a Chile del presidente del Senado boliviano, Oscar Ortiz, cambió un ápice la resolución de Unasur.
De tal suerte, el apoyo a Morales fue también un respaldo a los intereses de la izquierda latinoamericana, un nuevo golpe a Estados Unidos, aunque matizado por la intervención de Brasil y, por último, la evidencia de cómo los intereses nacionales cruzan la política vecinal.
El gobierno de Lula, con fuertes intereses en el país andino, se ha convertido en el gran interlocutor internacional para lograr una mediación en el conflicto. El de Bush, enfrentado con Morales y varios países de la región, tuvo poco que decir.
MAURICIO WEIBEL
DPA