Un proyecto genocida no se define únicamente por el asesinato de las personas, sino también, por la destrucción en los sobrevivientes de la posibilidad misma de transmitir. Y es aquí donde entra a jugar un elemento fundamental: la memoria.
Tanto los individuos como los grupos necesitan conocer su pasado, puesto que la conformación de su propia identidad depende de ello. No existe pueblo o comunidad de individuos sin memoria común, recuerdos compartidos e hitos referenciales. Para reconocerse como tal, el grupo debe elegir un conjunto de logros y hasta de persecuciones pasadas que permitan su identificación y cohesión.
Uno de los caminos para lograrlo consiste en territorializar la memoria, lo cual seproduce a través de la construcción de memoriales, museos y monumentos. O simplemente delimitando un espacio físico en el que ocurrió algo clave de la historia de un colectivo.
Los monumentos permiten a los pueblos vincular lo simbólico con la tierra y así encarnarse, con la ayuda de otros, en un cuerpo que no sea el suyo. Por eso que destruir las huellas y las inscripciones culturales de un grupo humano es parte integrante de lo que anima todo proyecto genocida, que consiste en destruir no sólo a los vivos sino, con ellos, también su pasado.
La persecución de los otrora criminales de guerra también posee una doble dimensión. La primera pragmática, en torno a su responsabilidad penal. La segunda, en un plano axiológico, nos remite a otro de los fines de la persecución, cual resulta ser el mantenimiento de la memoria y el recuerdo.
Ante las complejidades planteadas por la necesidad del recuerdo y la transmisión, el historiador Saul Fiedlander sostiene que no hay modo de imponer la memoria en las sociedades abiertas. Toma como ejemplo al holocausto, cuya memoria, afirma, parece seguir viva hagamos lo que hagamos a favor o en contra de ella. Aún cuando podría creerse que el paso del tiempo puede silenciar su recuerdo.
Destaca que tal vez ello se deba a que aquél, como otros crímenes contemporáneos, remiten a problemas no resueltos para la conciencia o el intelecto de muchos occidentales y de la civilización cristiana. La cuestión de por qué fueron exterminados los armenios en turquía o los judíos bajo el imperio del Tercer Reich, o la relativa a cómo gente ordinaria puede convivir con la peor criminalidad, no tiene una respuesta clara.
Y tal vez justamente por eso, ante una perturbación de tal magnitud, la memoria permanece activa por sí misma y no se puede controlar como un flujo facilmente manipulable.
Seguir buscando a los responsables
La búsqueda de ex nazis en territorio argentino remite siempre al secuestro de Adolf Eichmann cuatro décadas atrás en Buenos Aires. El suceso estuvo marcado por el desprecio por las instituciones de cooperación policial y penal, y de modo más general, por la legalidad y sus formas jurídicas.
En efecto, el secuestro de Eichmann constituyó una violación de la soberanía territorial del Estado argentino perpetrada el 11 de mayo de 1960, cuando miembros de los servicios de inteligencia israelí lo detuvieron y lo obligaron a abordar una camioneta.
Días después, burlando los controles migratorios y aduaneros, Eichmann fue sacado del país y trasladado en avión a Israel, en donde se lo acusó de la comisión de quince delitos: crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, perpetrados durante el período nazi, y en especial, durante la Segunda Guerra Mundial.
La justificación del secuestro, desde la perspectiva israelí, radicó en el argumento de que la Argentina tenía un importante historial en cuanto a no conceder la extradición de criminales nazis. Y que si en verdad se quería juzgar a Eichmann en Israel, pues entonces no debía apelarse a la voluntad de un Estado que se había mostrado indiferente ante casos iguales, respecto de Karl Klingenfuss y Josef Mengele.
Como se comprenderá, existe una sustancial diferencia entre los procesos penales que se inician respetando los mecanismos de cooperación internacional y los pactos y tratados internacionales, y aquellos que, como el correspondiente a Adolf Eichmann, renuncian de antemano a ellos.
La ilegalidad manifiesta con la cual se inició ese procedimiento socava la legitimidad de quien dice perseguir la realización del valor justicia, otorgando a los tribunales y a sus operadores la calidad de títeres y esclavos de la realpolitik.
Pero también razones de orden práctico invitan a rechazar estos recursos a la fuerza y la ilicitud. Los procesos judiciales que tienen su origen en el secuestro y en la detención ilegal poco o nada pueden prosperar ante el lógico escándalo de los defensores y juzgadores. A menos, claro está, que la sociedad, sus instituciones y dirigentes, hayan previamente subestimado el carácter imprescindible de la legalidad democrática tradicional.
Diferente ha sido, y es, el caso de la persecución penal respecto de ciertos acusados de nuestra región latinoamericana. En primer término, la procesalmente impecable detención de Augusto Pinochet durante dos años en Londres, tras el pedido formulado por el juez Garzón, efectivizado luego por la justicia inglesa. Luego, los casos de Adolfo Scilingo, detenido y condenado en Madrid, y de Ricardo Cavallo capturado en México y luego extraditado a España y más tarde a nuestro país.
Ante la llegada de un nuevo “cazador” de aquéllos viejos nazis, bien vale tener presente que para responder al crimen y a la impunidad no es necesario abandonar los postulados del Estado de derecho.