Burgués y revolucionario, hombre de un matrimonio e inenarrables amantes, el presidente chileno Salvador Allende (1908-1973) encarnó en vida y muerte las coherencias y contradicciones de los grandes líderes de América Latina, tierra donde todo es lo que no es.
Cautivado en su adolescencia por el anarquismo que le enseñó desde 1921 en Valparaíso el viejo zapatero Juan Demarchi, derivó finalmente en el socialismo y la lucha electoral, que lo llevó al poder en 1970, tras prometer a la Democracia Cristiana que respetaría la ley.
Su vida política comenzó con las contiendas estudiantiles en los prolegómenos de la Gran Depresión y sus deberes a los 31 años como ministro de Salud de Pedro Aguirre, líder del Frente Popular que instaló por primera vez en el poder a socialdemócratas y comunistas en 1938.
La muerte, en un hombre hijo del modernismo de América Latina, lo persiguió como heraldo negro, como la ira de Dios contra un masón confeso, como la mayoría de los líderes y pensadores de la clase adinerada a la que perteneció. La misma a la que acusó hasta su muerte de querer el golpe militar de 1973 para defender "sus granjerías y sus privilegios" en un país donde hasta hoy el 4% más rico acapara un quinto del ingreso nacional.
Allende, nacido el 26 de junio de 1908 y médico de profesión, creció además a la sombra del fracaso de la llamada Revolución de 1891, que derivó en el suicidio del presidente José Manuel Balmaceda en la embajada de Argentina. En prisión por sus labores como dirigente universitario, además recibió la noticia de la agonía por diabetes de su padre homónimo, a quien apenas pudo despedir.
La muerte lo abrazó siempre certera. Quizá por ello no dudó el 11 de setiembre de 1973. Tomó el fusil AK-47 que le había regalado el entonces presidente cubano Fidel Castro y se quitó la vida cuando los tanques y aviones golpistas avanzaban victoriosos sobre La Moneda, el palacio de gobierno que presidía. "¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo", clamó ese martes en su último discurso radial, consciente quizá desde siempre de su destino y fraguado en cuatro postulaciones presidenciales, además de senadurías y diputaciones.
Allende, tal vez más que todos los que lo rodeaban, intuía su final. "Yo no soy hombre de exilios, de aquí al cementerio", "¡Ésta es carne de estatua!", reiteraba a sus ministros antes de la asonada militar que instaló por 17 años en el poder al general Augusto Pinochet, fallecido en el 2006. Quizá por eso desoyó el detalle de las advertencias de golpe que le informaron sus partidarios y no se dejó inmovilizar por el miedo y la seguridad, viajando en un Fiat 125 por las calles de Santiago cuando los uniformados tomaban el país, una nación que la oposición de centro y derecha denunciaba destruida por la lucha de clases, la crisis económica y el desabastecimiento. Pero Allende, que mantuvo hasta reuniones secretas con el cardenal Raúl Silva Henríquez y el senador y líder opositor Patricio Aylwin para evitar el quiebre institucional, ya había asumido su tragedia. "Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano", fueron de hecho sus últimas palabras.