Por alguna razón, incluso quienes vivimos en las nuevas provincias, las que hasta mediados del siglo XX fueron territorios nacionales, hemos crecido pensándonos parte indudable de una república federal.
Pocas veces reflexionamos sobre el lapso de más de un siglo que medió entre la conformación del Estado nacional estructurado en una Constitución, en 1853, y el momento en que se les permitió a los habitantes de estas tierras -así como de los restantes territorios- el ejercicio de sus derechos políticos, que es lo mismo que decir el ejercicio pleno de la ciudadanía.
"El gobierno nacional funda y organiza los territorios en obediencia a la ley, para enseñar a sus habitantes nacionales, poco a poco, a ser buenos ciudadanos argentinos, a formar parte de una provincia futura, con la costumbre de la obediencia al poder judicial, al poder legislativo y al poder ejecutivo, habituándolos a ejercer sus derechos y a cumplir sus deberes, como tales". Así se expresaba un integrante del Congreso de la Nación en 1884, al debatirse la ley
de creación de los territorios nacionales, sobre el modelo centralista de un "republicanismo tutelado". Desde entonces, y por más que la solución fuera planteada como una provisoriedad hasta la conformación definitiva y plena de nuevas provincias -lo que implicaba reconocer a sus habitantes el rol completo de ciudadanos-, transcurrieron setenta años hasta que el país se ocupó de incorporar a la vida institucional a quienes habitaban casi la mitad de su territorio.
La historiadora viedmense Martha Ruffini despierta aquellos debates y los hilvana con lucidez y rigor metodológico en su libro "La pervivencia de la República posible en los territorios nacionales. Poder y ciudadanía en Río Negro".
Ruffini inscribe esta cuestión en el debate que determinó el proceso de institucionalización del país desde sus orígenes: la disputa entre las provincias y el gobierno central por la distribución del poder, que involucró la cuestión de las nuevas tierras incorporadas al poblamiento como un aspecto más económico que geopolítico.
Precisamente, Ruffini entiende que una de las dificultades para explicar el formato político disminuido que se dio a los territorios nacionales consistió en que las corrientes que revisaron este aspecto de la historia argentina lo hicieron desde 1970, y fuertemente influidas por la visión de la economía como motor de la historia. "La recuperación de la universidad pública a partir de la transición democrática iniciada en 1983 y la renovación en temas y enfoques de la historia política originó los primeros trabajos sobre ciudadanía en los territorios, bajo el impulso pionero de Orietta Favaro, de la Universidad Nacional del Comahue. El interés se centró en analizar las motivaciones estatales para la restricción de derechos políticos y su articulación con las demandas sociales", señala.
Así, para explicar por qué durante décadas se privó a los territorianos de derechos políticos que Alberdi y los constituyentes habían consagrado como universales e inseparables de la calidad de ciudadanos, Ruffini remonta la historia del país hasta las etapas de las guerras civiles. Desde allí enhebra el argumento de la puja entre unitarios y federales, una disputa que pocas veces hemos estimado determinante para los estados que se sumaron a la Nación cuando ya parecía superada.
Es por eso que plantea la dicotomía entre la "República posible" y la "República verdadera", indicando situaciones de la historia en que -ante la imposibilidad de crear consensos- se adoptaron soluciones provisorias. Y esa transitoriedad en ocasiones se hizo perpetua o al menos prolongadísima. La disputa por la capitalidad del país es sólo un ejemplo de esa transitoriedad dispuesta en 1853 que recién se desanudó en 1880.
"En el caso de los territorios nacionales, al recrearse la fórmula alberdiana de extensión de los derechos civiles y restricción de los derechos políticos, indudablemente el Estado asumió un rol protagónico como dador de esos derechos, decisor fundamental a la hora de seleccionar quiénes, cómo y por qué gozan de derechos políticos, o sea definir las fronteras de la exclusión y la inclusión, siempre móviles y dinámicas".
Así, el ciudadano de los territorios se sumó, en su calidad de marginado por "incapacidad democrática", a los excluidos del sistema político por cuestiones étnicas -los indígenas y los inmigrantes- o de género -las mujeres-.
Ruffini coincide con Favaro en la necesidad de sumar un período al estudio de la institucionalización del país y postergar hasta mediados del siglo XX la definitiva constitución de la nacionalidad, por ser no sólo cuando se sumó el voto femenino sino también cuando se provincializaron los territorios nacionales. Hasta ese momento hubo una Argentina dual: la de los ciudadanos plenos en la capital federal y las provincias y la de ciudadanos meramente nominales en los territorios nacionales.
Describe dos etapas en la constitución del Estado: una primera en que el Estado nacional es generado por la interacción de las provincias y Buenos Aires y otra en la cual el Estado se autoerige en garante del orden y otorgante –o no– de derechos políticos.
Al producirse el pacto constitucional de 1853, según la concepción imperante el dominio indígena no implicaba el reconocimiento de soberanía. El gobierno podía despojarlos alegando “carencia de civilización” para desarrollar económicamente las tierras o “reconocida belicosidad” contra el orden público. Los territorios fueron simples expresiones geográficas al conformarse la Nación.
Sobre la disputa Nación-provincias, Ruffini menciona que tanto Buenos Aires como Mendoza y San Luis reivindicaban los territorios del sur. Buenos Aires había integrado a su Legislatura un representante de Viedma. Por eso, la autora considera como una señal de triunfo unitario la ley que finalmente entregó estas tierras al Estado nacional y lo habilitó a regir no sólo la ocupación y el poblamiento que garantizaran soberanía sino también su organización política y administrativa.
Los territorios eran, para la Nación, espacios de poder no compartidos en los que el Estado actuaba sin intermediación. Esto explica por qué al crear las gobernaciones se las plantea como estructuras con jefes militares: no sólo por el carácter de “frontera” que se asignaba a los territorios sino también porque éstas suponían una organización centralizada, jerárquica, basada en la obediencia de órdenes y con una escasísima autonomía.
Así encuentra los territorios nacionales el proceso de desarrollo que Julio A. Roca lideró desde la presidencia bajo el lema “Paz y administración”. Ese concepto de progreso fue liberal en lo económico pero limitado en lo político.
Es así que la definición de los territorios “fue adoptada en función de su negatividad, aludiendo a lo que deberían llegar a ser pero que no eran”, afirma Ruffini. Cita de los debates legislativos de época las referencias a los territorios como “estados incoados”, “provincias en ciernes” o “en embrión”. Por estar incapacitados para gobernarse a sí mismos, el Estado nacional adoptaba el rol pedagógico de “enseñarles” la ciudadanía, para que en un futuro pudieran a ejercerla. Llegó a justificarse tal tutela en el objetivo de preservarlos de las guerras intestinas que habían dificultado la evolución de las provincias fundantes del país.
“El concepto de autoridad subyacente en los debates era el de los funcionarios territoriales como meros ejecutores de normas. La autoridad aparecía como una simple delegación de cuestiones ya organizadas, que requería la selección de figuras con capacidad de subordinación y mando. Para evitar abusos y conflictos, se le otorgaron al gobernador facultades mínimas, sin margen para la iniciativa: nada podía hacer sin la autorización y los fondos enviados por el gobierno central”.
El gobernador concentraba el cargo de comandante en jefe de la guarnición y funciones de administración, de fomento, percepción de la renta y control. Su nombramiento y su exoneración quedaban a cargo del Poder Ejecutivo Nacional. Se prefirió durante décadas a militares.
Esto también explica que la preocupación central fuera el control social y no el desarrollo de las instituciones políticas territoriales: en los setenta años de vigencia de la ley de territorios, nunca se conformaron las legislaturas provinciales que la norma preveía cuando la población alcanzara los 30.000 habitantes.
Sólo se organizaron concejos municipales electivos en localidades con más de mil habitantes, con funciones de administración y fomento. Los parlamentarios los plantearon como escuelas de aprendizaje cívico. Pero normas posteriores limitaron sus funciones y sus recursos distanciándolas de las organizaciones locales democráticas existentes en el resto del país.
Ruffini interpreta como desinterés la escasísima voluntad de modificar este estrecho marco legal entre 1884 y 1954.
A partir de 1937 comenzaron a alzarse voces que señalaban la ineficacia de la ley y su incongruencia con las necesidades de los territorios, que les impedía crecer en lo político, económico y social.
En cuanto a las razones de tal exclusión política, Ruffini alude a la teoría alberdiana que buscó –para salir de la crisis política originada por el gobierno de Rosas– encorsetar las libertades políticas como modo de “evitar un gobierno de la mayoría para sortear la tiranía del número y reemplazarla por la soberanía de la razón”, evitando que el control político quedara en poder de los sectores populares. De allí la idea de una “República posible”, provisoria, que, una vez cumplidos los objetivos de educar al pueblo, diera paso a una “República verdadera” signada por la libertad y la igualdad.
Así, la Constitución de 1853 planteó una igualdad civil pero una desigualdad política, ya que esos derechos quedaron limitados a los varones nativos o naturalizados y la voluntad del voto se mediatizó en los colegios electorales. Recién en 1912 sería real lo de “un hombre, un voto”, pero esto dejaba afuera a la mujer.
En cuanto a los territorios, la ley de creación vio a sus pobladores como habitantes, pero no como ciudadanos. Planteó tales regiones como poseedoras de “incapacidad” o “minoridad” política, sin representación en el Congreso y en situación aún más desventajosa que los extranjeros que residían en provincias.
En 1898, el convencional tucumano Silvano Bores planteaba: “Considero justo que el hombre del territorio federal deje de ser un desterrado dentro de su propia patria por olvido de la Constitución. No responde a ningún principio de equidad darle las cargas sin los beneficios de la ciudadanía”.
Reseña Ruffini la doctrina de los juristas de la época sobre la cuestión y destaca la de Segundo Linares Quintana, quien en su trabajo “Derecho Público de los territorios” consideraba injusta la restricción constitucional que impedía a los habitantes de estas regiones participar en las elecciones de la fórmula presidencial.
Fue durante el gobierno de la Unión Cívica Radical entre 1916 y 1922 cuando se presentaron más iniciativas para subsanar la exclusión política de los habitantes territoriales. Yrigoyen confiaba en que incorporarlos a la vida política ampliaría la base electoral del radicalismo. Se buscó incluso que Río Negro y Chubut conformaran sus legislaturas.
Si en ese tiempo no se hizo, durante el posterior gobierno conservador se intentó menos, y desde el golpe de Estado de 1930 la tendencia fue, contrariamente, reducir la participación política hacia un sistema elitista en busca de un pretendido “gobierno de los mejores”. No obstante, el presidente Agustín Justo, quien llegó al poder por el “fraude patriótico”, impulsó una ley orgánica de los territorios que preveía una consulta popular para que la población resolviera constituirse o no en provincia, aunque aumentaba las cifras de población necesarias para adquirir derechos políticos.
A partir de 1945, el peronismo intentó un nuevo contrato social hacia una efectiva igualdad de ciudadanos, con fuerte centralidad en el Estado –como contraposición al Estado mínimo anterior– y la instauración de una democracia social.
Respecto de los territorios, estimaba necesario adoptar medidas previas a la provincialización y reforzó la presencia del Estado nacional con la creación de oficinas y obras públicas. Desde 1952, una segunda etapa precipitó los cambios, amplió las facultades de gobernadores y concejos municipales junto con una fuerte campaña social, con la participación personal de Perón y un notable componente ideológico-partidario. “En 1945 el ministro del Interior manifestaba elípticamente la necesidad de adscribir políticamente al justicialismo como condición previa a la provincialización”, relata Ruffini.
El proceso estuvo acompañado por la participación de sindicatos peronistas, el dictado de cursos de adoctrinamiento, la creación de unidades básicas y delegadas censistas para multiplicar el peronismo.
En 1949 se inició el proceso de incorporación política, al permitirse el voto en la primera elección directa de presidente y vicepresidente, aunque para el Congreso sólo se logró introducir representantes territoriales, con voz pero sin voto.
Para entonces, los territorios sumaban más de 1.300.000 habitantes y, pese a que había ganado el peronismo, Perón evaluaba el riesgo de que la representación de estas regiones desbalanceara el Congreso. En 1951 se decidió convertir en provincias a La Pampa y Chaco –desde entonces provincia Eva Perón y provincia Presidente Perón–. Los siguió Misiones.
Para las elecciones parlamentarias y municipales de 1954 todavía Perón no estaba convencido de la suficiente “peronización” de los territorios restantes, por lo cual envió un comisionado a cada uno de ellos para “capacitarlos políticamente”. Como paso previo aún, reformó la ley de administración de los territorios, en cuyo debate el diputado Albrieu enrostró al radicalismo que nadie había hecho tanto como el peronismo por esas regiones.
Finalmente, la ley 14.408 del 15 de junio de 1955 creó las provincias de Formosa, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz. En cada territorio se nombró a comisionados federales que debían dar los pasos necesarios para convocar a una Convención Constituyente. El golpe militar de 1955 implicó la intervención de las nuevas provincias y la demora de su institucionalización hasta 1957.
Los primeros gobernadores
La sucesión de gobernadores militares tuvo en Río Negro una excepción bastante temprana: en 1898 fue designado José Eugenio Tello, un etnólogo y profesor de latín jujeño que había actuado como fiscal y legislador en su provincia y cercano al roquismo. En cambio, su sucesor fue otra vez un militar, Félix Cordero, allegado al presidente Manuel Quintana. Aunque brevemente, ya que luego de pocos meses fue reemplazado por otro civil, el ingeniero agrónomo Carlos Gallardo.
Pero la característica de la época estuvo dada por las reiteradas ausencias de los gobernadores debido a constantes viajes a Buenos Aires para hacer gestiones o realizar tareas a pedido del gobierno nacional, lo que implicaba largas suplencias a cargo de los secretarios. Durante varios períodos la gobernación estuvo a cargo del secretario Rómulo Sarmiento e incluso el presidente del concejo municipal de Viedma, Pablo Rial, fue designado gobernador interino para cubrir las ausencias. La llegada del ferrocarril en 1899 hizo más frecuente la presencia de funcionarios nacionales.
Una innovación que incorporó Tello fue la conformación de un Consejo de Gobierno integrado por vecinos –militares y civiles–, aun cuando no estaba contemplado en la ley. Los documentos hablan de que la problemática más sentida era la de seguridad y la cuestión central, la escasez de fondos que remitían las autoridades nacionales, en gran parte derivada del desconocimiento de las necesidades reales.
En medio de esa carencia de recursos se produjo la inundación de 1899, cuando varias ciudades recibieron hasta cinco metros de agua. Esto movilizó a la población, pero desnudó también falta de solidaridad y hasta corrupción.
La institucionalidad, en tanto, marchó bastante lenta. En 1910 había un solo concejo municipal –el de Viedma– y siete comisiones de fomento: en Roca, Pringles, San Antonio Oeste, Bariloche, Buena Parada, Conesa y Choele Choel.
ALICIA MILLER
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