Natalio Botana decía que el justicialismo es un "partido presidencialista" y que "por eso cambia de piel con tanta facilidad". Y, si se compara su piel reciente con la de hace doce años, se advierte que ambas fueron lesionadas en el inicio de su segundo mandato. En aquella ocasión, quienes empuñaron el bisturí procedieron de un interior partidario con poder de veto. En 1996 fue Eduardo Duhalde quien, desde su baluarte bonaerense, provocó serias laceraciones en la piel del partido presidencialista de Carlos Menem. El entonces gobernador le advertía sobre que no estaba dispuesto a postergar sus aspiraciones presidenciales. Y, por si fuera poco, sugería la revisión del "modelo" de la convertibilidad para favorecer un proyecto más "productivista".
Con ello el partido presidencialista de Menem inició su cuenta regresiva hacia 1999, en un juego de amenazas recíprocas en el que el gobernador bonaerense logró reunir a nuevos desafectados entre otros caciques provinciales y, sobre todo, sumar a los poderosos jefes del conurbano. A pesar del faccionalismo creciente, Menem arribó al fin del mandato según los términos constitucionales. El partido presidencialista peronista consiguió sostenerse en el poder porque estaba en su estado "puro", pero también porque había inventado una alquimia "impura" para funcionar.
Hoy, en el partido presidencialista que motoriza el peronismo y está en manos de los dos Kirchner no existe ningún actor equivalente a aquél o en todo caso, si los hay, lo único que pueden ofrecer son voces discordes con respecto al rumbo de ese impreciso "hegemonismo" con el que se carga a un gobierno que concentra la autoridad presidencial y exhibe un marcado decisionismo, no muy distinto del vigente en otros mundos políticos. Y las críticas obedecen, sobre todo, a la manera en que la jefatura del partido presidencialista enfrenta el desbocado escenario rural con su reciente y desproporcionado paro patronal. Además, a su esquema de decisiones y -en no menor medida- a la discrecionalidad fiscal y presupuestaria.
Lo cierto es que esas voces comienzan a hacerse oír. Hacen algo de ruido pero nada indica que estén en condiciones de montar en lo inmediato un nuevo frente de tormenta para el gobierno. Algunas de esas ondas provienen del partido presidencialista "puro" que encarna esta suerte de "repejotismo" en marcha, con su repertorio clásico de movilización, canalización y contención de los más gritones.
Un gobernador como Das Neves puede levantar su tono discordante pero nada indica que sea él quien vaya a ocupar un espacio parecido a aquel desde el que Duhalde intentó ponerle freno a Menem apenas iniciaba su segundo mandato. Tampoco aquellos gobernantes provinciales del mismo partido presi
dencialista sentados sobre el polvorín rural. O es demasiado temprano para ellos o se han jugado a favor del dilema mayoritario que siempre encarna el peronismo y que los lleva a cuidar la bolsa más importante de votos que reside en esas barriadas populares muy lejos del mundo rural en rebelión, además de proteger su otra bolsa de recursos provenientes del gobierno central.
Sin embargo, la idea del presidencialismo partidario tiene un componente "impuro", que incluye a los actores de la llamada "Concertación" con posiciones mayormente ejecutivas en las provincias y los municipios. Esta conformación es parte de una herencia no muy lejana. Su creación "desde arriba" y de lógica mixta atraviesa los últimos veinte años y tres tiempos peronistas.
Kirchner no inventó el sistema aunque sí logró perfeccionarlo. Menem le dio sus primeras puntadas cuando consiguió la adhesión de los gobiernos provinciales radicales para su proyecto reeleccionista y en el sostenimiento de la convertibilidad.
El juego no siempre fue limpio, pero lo cierto es que desarmó a muchos de sus aliados gobernadores que, si bien pudieron sostenerse territorialmente, no lo hicieron desde los principios que decían defender sus entidades madres. Río Negro resultó un caso. Otros directamente perdieron todas las prendas. Ahora Córdoba es el ejemplo. Duhalde continuó aquella "impureza" partidaria y lo relanzó en su gobierno cuasiparlamentario y de gobernadores. El alma de ese partido presidencialista "impuro" estaba ya dada en los ejecutivos. Gobernadores e intendentes eran las piezas centrales de una suerte de "feudalización" de la política. La jefatura de ese presidencialismo "impuro" recaía en manos de un príncipe doblemente legitimado, por el voto popular y por los apoyos logrados desde los principados de menor rango. Por supuesto que ese "sistema" reclamaba lealtades e intercambios fluidos. También conllevaba serios riesgos de sometimientos indeseables.
Lo cierto es que en ambos partidos presidencialistas -el puro y el impuro- hay voces que hacen ruido y que podrían transformarse en algo más para el ciclo electoral del 2009. Y éstas podrían provenir más del segundo de los sistemas, donde no parece haber mucho agrado por un modelo radial de poder y fiscal que los tiene asidos del cuello pero del cual, por ahora, no quieren salir porque del otro lado no hay ningún mundo que les ofrezca nada mejor.
GABRIEL RAFART
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