Los dos se profesan la delicadeza de no hablar del asunto. Y, si se les pregunta, eluden con estilo pero con firmeza toda posibilidad de respuesta. Quizá sea una forma de respetar un pasado vital en coincidencias y ponerlo por fuera de diferencias, también muy elocuentes.
Fueron muy amigos. Muy compinches. Un vínculo que nació en el '67, cuando se conocieron en Caracas. Días en que uno de ellos -el colombiano- esperaba con ansiedad que en Buenos Aires se publicara la que sería la novela que lo inmortalizaría: "Cien años de soledad".
A partir de aquel Caracas volvieron a verse seguido y a escribirse más.
Pero a finales de los '60 el contacto se tornó cotidiano. Fue cuando, cada uno a su tiempo, desembarcaron en una Barcelona de épico pasado con mucho de anarquismo y libertad y presente de dictadura franquista ya con visos de otoño. Días en que el otro -el peruano- se deshacía emocionalmente con el éxito logrado por eso que algún crítico definió como "acto de fe en el poderío de la novela": "Conversación en la catedral".
Vivían tan cerca que para encontrarse sólo tenían que doblar una esquina, cruzar una calle. Días largos de lecturas compartidas, de someterse a lo que escribían.
Y fue por ese tiempo que ambos despuntaron la idea de llevar a estado de ficción las dictaduras que ya jalonaban nuestro continente. Un tema que para ese entonces había desgranado Miguel Ángel Asturias con su "Señor presidente". Un proyecto que, desde lo teórico, colombiano y peruano socializaban en largas noches de palique con otros latinoamericanos que deambulaban por Europa en aquel tiempo: Carlos Fuentes, Jorge Edwards...
Con los años, cada uno por su lado encontraría a su dictador. "El otoño del patriarca", el colombiano; "La fiesta del chivo", el peruano.
Y la amistad seguía. Bohemio el colombiano, disciplinado el peruano. Hablar de William Faulkner, de aquella sentencia del estadounidense "Siempre hay que tratar de escribir mejor que uno mismo". Y divagar sobre si era o no posible la "novela total".
Tanto reflexionará el peruano sobre la literatura del colombiano que le dedicará un ensayo: "Historia de un deicidio".
Y desde Barcelona se extendió la fama de ambos. Eran "los cónsules" de la nueva literatura latinoamericana. La punta de lanza del boom de la literatura de un continente que Europa desmalezaba a través de las letras que le llegaban.
Era la desmesura del realismo mágico del colombiano. Y el peruano, con su plasticidad para percibir la vida en términos de un apasionante relato. Pero uno y otro sellados por la literatura. Lacrados por la ficción que es inherente a la pasión por escribir.
"García Márquez -escribe Raymond Williams- asimila y articula todo como anécdota, la pequeña anécdota, la pequeña anécdota que constantemente se cuenta -verbalmente- en los cuentos o las pequeñas anécdotas que aparecen en sus novelas. La visión de García Márquez está condicionada por la cultura oral de la costa colombiana en la que nació y bajo la influencia del anecdotario de su otro mundo, el del periodismo. Vargas Llosa, en cambio, visualiza la realidad empírica más como una gran narrativa; percibe el mundo no como una serie de pequeñas anécdotas sino como grandes narrativas. Mientras García Márquez parte de una pequeña imagen visual, Vargas Llosa lo hace del gran plan, un proyecto amplio, en algunos casos hasta con miles de páginas en la versión original".
Y en aquel tiempo de transferencia entre los '60/'70, ambos respaldaron firmemente la Revolución Cubana. Niños mimados de La Casa de las Américas.
Luego, el desencanto del peruano con Fidel. "Viví la Revolución con mucho entusiasmo, un modelo a seguir. Pero poco a poco fui viendo que eso era una ilusión, ya que el proceso fue adoptando formas soviéticas de socialismo, un sistema autoritario, vertical, sin libertad, de control policial del pensamiento".
Pero el colombiano jamás se alejó de Fidel. De cara al dictador, mantuvo silencio y fue su cómplice.
El distanciamiento ideológico entre el colombiano y el peruano se tornó inevitable. El caso Padilla, en el '71, aquel poeta cubano que desde las entrañas de la Revolución se atrevió a criticarla, hizo el resto. Fidel lo mandó preso y sólo mediante un humillante mea culpa lo puso en libertad.
El peruano no calló, el colombiano sí.
Volvieron a verse a mediados de los '70. Fue en México y medió un problema de carácter "personal" entre ambos.
Se habla incluso del cruce de alguna piña. Los dos evitan hablar del tema.
Y fue la última vez que se vieron Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.
(Agencia Buenos Aires)