En la sociología del peronismo hay un movimiento social de masas, mayoritariamente urbano, de vocación industrialista y nacionalista. Su comportamiento y legado son ambiguos: organiza a las masas -fundamentalmente a los trabajadores- dándoles un sentido de pertenencia y fuerte identificación y, a su vez, procura su instrumentalización desde "arriba".
Su idea de la democracia es mayoritaria y plebeya, sin perder el componente laboralista. Ese sentido sociológico se refuerza con un enemigo simbólico y una declaración de guerra a la "oligarquía" que, en su imaginario sociológico, es el propietario del campo.
El término "oligarquía" era mejor políticamente, aunque también según el peronismo a esos sectores rurales les cabía la caracterización que Carlos Marx hiciera del campo francés como mero "saco de patatas". Las clases acomodadas de las capitales, el "medio pelo", completaba el mundo de los enemigos.
Alejado del poder, en plena era de las corporaciones, el peronismo recurre a la movilización popular de naturaleza sindical para jaquear a los gobiernos considerados ilegítimos.
Si había política en las calles, tenía su punto de partida en las fábricas y en las barriadas obreras. Su política en las calles era una procesión hostil por toda la arquitectura citadina del poder "oligarca" con blanco en las sedes de la Sociedad Rural, el Jockey Club, etcétera.
Ocupar esos espacios resultó inicialmente un hecho revolucionario, pero más adelante tuvo un sabor conservador cuando se los institucionalizó desde el poder.
Gran parte de la ambigüedad sociológica del peronismo fue ese flujo y reflujo constante de lucha sindical en las fábricas al conformismo político de las plazas mediado por la desafiante presencia de los trabajadores en las calles.
Sin duda, la base social del peronismo cambió durante la transformación neoliberal de los últimos treinta años. El peronismo pasó de ser movimiento de base sindical a una experiencia social más informe.
En plena mutación nunca perdió a las masas, aunque éstas retrocedieran en su composición laboral. En los noventa mutó decididamente hacia una lógica clientelar, sin perder del todo sus elementos identitarios y siempre bajo el atento control de carreras políticas legitimadas electoralmente.
Ese peronismo dejó de lado la movilización, la ocupación de las calles y su ambigua manera de expresar la lucha de clases. Algo de ello explica su derrota nacional de 1999.
En el verano del 2001-2002 las calles fueron ocupadas por las clases medias no peronistas en sus "revueltas del bolsillo", como fueron caracterizadas por un sociólogo norteamericano.
Un mundo de piqueteros con razones diferentes y fuertemente politizado hizo lo propio, para luego retroceder al ritmo de los planes sociales y la recuperación del mercado de trabajo. En cambio, aquellos sectores medios nunca dejaron las calles, sobre todo en un sentido simbólico. O, en todo caso, se mantuvieron en una alerta permanente bajo el discurso del libre tránsito -"no más piqueteros"- o en un decidido aunque efímero activismo al hallar a "uno" como "ellos" -Juan Carlos Blumberg- frente al tema de la inseguridad urbana.
Mientras tanto, el peronismo del primer Kirchner recuperó el viejo mundo sindical, obligándolo a que su carácter disruptivo se canalizara en la disputa salarial, la recuperación de derechos laborales y el restablecimiento del poder sindical. Su cauce político se encaminó hacia las urnas, y la llegada a la Presidencia de Cristina Fernández fue su máximo logro.
En cambio, las volátiles, irascibles e individualistas clases acomodadas de las capitales, perdedoras de la batalla electoral, no abandonaron la política de las calles, considerada ahora un arma desafiante para la relegitimación del poder del gobernante. Y hoy encontraron un aliado en el conflictivo mundo rural, dándole a la sociología peronista la oportunidad de regresar al lenguaje de la lucha de clases, que no es otra cosa que lucha política.
GABRIEL RAFART
cgrafart@gmail.com