En este arranque interesa algo que usted dijo en la presentación del libro: el uso que Perón hizo de la metáfora, algo que, siguiendo el libro, pareciera no haber sido entendido por distintos planos del peronismo, incluso Montoneros...
–Creo que se hicieron lecturas, interpretaciones muy literales de las cosas que decía Perón, un hombre que estructuró mucho de su protagonismo a través de la metáfora, le dio mucho valor a la metáfora. Fue una forma de relación con la política. Firmenich dijo “Perón usaba la metáfora, nosotros no”. Bueno, pero el que usa el lenguaje en política y no usa metáforas y sólo ve el lenguaje como acción, decisión, posicionamiento, puede ir a contramano de las necesidades que son propias de la política, que requiere metáforas.
–Tanto quienes lo odiaron y despreciaron hasta más allá del odio y el desprecio, Victoria Ocampo, Borges, etcétera, como quienes, siempre en ese rango de formación cultural, lo amaron, coinciden en que la astucia fue uno de los perfiles más acentuados de la personalidad de Perón. En su lenguaje, en su forma de relacionarse, ¿la metáfora es un rasgo de esa astucia?
–Sin duda. Pero todo esto hay que reflexionarlo en el marco discursivo que desplegaba según las circunstancias. Yo digo en el libro que, para él, todo enunciado era reversible... digo que “las formas de lo dicho tenían más maleabilidad que las sospechadas formas de El Greco”. Esa inmensa capacidad de tornar todo reversible, de situar lo que se dice ante la posibilidad de invertirlo, fue una de las improntas más definidas, más acentuadas del estilo con que Perón hizo política, estilo que marcó a fondo al peronismo, claro. Peronismo que lo siguió a Perón con fidelidad muy firme, aun en momentos muy adversos. Desde esta perspectiva, en el libro digo que el peronismo puede ser muchas cosas, pero “peronismo” es el nombre de un operador lingüístico llamado Perón, operador que en su alforja tenía –se lo leo textual– “a su disposición la misma cantidad fija de sentencias, a ser empleadas con signos diversos sin cambiarse su forma o contenido”. No parece aventurado señalar que, en alguna medida, en esa inmensa capacidad de hacer reversible un enunciado radica mucho del poder del peronismo.
–¿También de su tragedia? Porque el enunciado y su reversibilidad también alentó violencia.
–¡Por supuesto, también de sus situaciones extremas, sí, sí!
–Hay un tramo del libro en que usted reflexiona refiriéndose al último Perón: “Pudo no decirlo, pero lo dijo... ‘sin que haya tronado el escarmiento’”, en relación con el momento en que echó a la juventud y a los montos de Plaza de Mayo.
–Bueno, usted verá que yo ahí reflexiono el tema desde el valor de las palabras y la responsabilidad.
–A eso iba. Si mal no recuerdo, usted infiere que en ese momento Perón habló desde “pasiones no sofocadas”.
–Como mínimo, habló bajo enojo y...
–...pero un enojo, cuando se es poder, no es un enojo cualquiera, ¿o no? Porque si algo siempre inquietó a Perón en lo que a política y ejercicio del poder se refiere fueron los vacíos de poder. Nunca se los permitió.
–Tuvo arrebatos, y arrebatos graves. Arrebatos incluso cuando lo que yo llamo las superficies oratorias y prácticas se presentaban tranquilas. Yo en el libro trabajo ese tema desde varios espacios que la cuestión fue abordada en relación con esto que usted llama el “último Perón”, o sea, el que vuelve en el ’73, un tiempo en que no parecía fácil determinar quién era Perón; si, como señalaba una revista de aquel tiempo, era el que ponía en marcha aciones preconcebidas o recibía lo que sucedía.
–¿Determinar para quién? ¿Para el peronismo?
–Para el peronismo, por supuesto, pero un tema de todos. El discurso del 1º de mayo del ’74 tiene una característica muy puntual, al menos en un momento dado; es un lamento, yo califico de profundo, de Perón, ante el cuestionamiento que le llegaba desde una gran parte de la Plaza de Mayo. Habló de la paciencia de las estructuras gremiales que habían visto caer asesinados a sus dirigentes sin que aún hubiesen hecho “tronar el escarmiento”. Amenaza concreta. Y ahí comienza a corporizarse el dónde colocar a Perón: por un lado, la incertidumbre de los jóvenes que habían peleado por el regreso del peronismo al poder; por el otro, las fuerzas que querían detener el avance de aquellos jóvenes.
–¿Desde dónde habló Perón ese día? Usted insinúa, no muy convencido según me parece, que habló desde el honor herido. ¿Era un tema de poder?
–Algo hubo lastimado y quienes colisionaban con él, yo por caso, no lo alcanzamos a ver: era el honor tal cual él lo asumía.
–Siguiendo su razonamiento, ¿qué alcance tendría esa lastimadura?
–Cuando se trata del honor, siempre estamos hablando de algo, de una percepción que suele ser muy íntima. Usted habrá visto también que en el libro me pregunto si era necesario hablar del “cinco por uno”, decirlo ante una multitud en una plaza y decirlo en un marco en el que todo parecía preparado para otro tipo de reflexión...
–Oscar Albrieu padre, que era ministro del Interior al momento del “cinco por uno”, me dijo una vez que no bien Perón terminó aquel discurso, en el ’55, giró, lo tomó por los hombros y le dijo “¿Por qué me dejaron decir eso? ¿Por qué me dejaron decir eso?”. Albrieu, que por entonces se esforzaba por distender el cuadro político –estamos hablando de dos meses después de la masacre de Plaza de Mayo por parte de la Marina– le respondió: “¡Usted estaba a cargo de su discurso, no yo!”. ¿Ese “cinco por uno” fue un arrebato de Perón?
–Yo sostengo que ante la incerteza –aquel tiempo lo era– Perón no era un modelo de reflexión. La historia argentina está plagada de palabras que no parecían riesgosas pero todas las palabras lo son. Si pueden tener una gravedad de alcances incluso inusitados y ser simples nexos de comunicación, bueno, Perón tiene mucha responsabilidad en las situaciones que se retroalimentaron con los discursos en cuestión; no toda la responsabilidad, pero sí una cuota importante.
–Para finalizar, me llamó mucho la atención una afirmación suya: a Perón le interesaba más el mando que el poder, términos que sin embargo en general aparecían como sinónimos. ¿Cómo los percibía él?
–Bueno, yo le doy mi interpretación. Sostengo que el poder se da entre estructuras y reglamentos, mientras que el mando se despliega en un abanico más amplio: se da entre hombres y lenguajes. Ése era el ámbito que le gustaba para incidir, el ámbito propicio para la astucia, los silencios. En el exilio, se lució en ese estilo.
EL ELEGIDO
Porteño, 63 años. Sociólogo. Ojos muy aguados que insinúan melancolía, resignaciones. Hablar bajo, insufriblemente bajo. Gestos suaves, con preferencia por el cruce de brazos. Amable. Y culto, muy culto. Uno de los intelectuales argentinos de mayor formación humanística. Y complejo a la hora de leerlo. No se trata de lo literal, que en todo caso signa mucho de sus reflexiones pero no condiciona el entenderlas. Se trata de los espacios inesperados a que conducen esas reflexiones.
En términos de Bertrand Russell, esos lugares, esos perfiles, esas “cosas jamas dichas y quizá jamás pensadas, hasta que alguien las dice”.
El sistema de razonamiento que los define, el contenido de las deducciones a las que arriba, las relaciones que establece entre hombres y tiempos, el bagaje de fundamentos que articula a la hora de los fundamentos hacen de los libros de Horacio González una permanente inducción a detener la lectura. Y luego, asumir la trama que abre cada página. Trama como textura analítica, argumental.
Son senderos desafiantes. Pueden incluso desalentar bajo la consigna: “¿Qué quiere decir?”.
Pero siempre está esa trama que, por densa, seduce. Enseña. Al menos a quien supera la tensión generada por “lo rebuscado”.
Peronista de los que siguen preguntándose qué es el peronismo, nació en cuna donde el general no gustaba.
–Tanto, que no bien estalló la Libertadora un tío mío embanderó todo el frente de su casa –recuerda.
Y claro, con Jorge Rafael Videla sufrió cárcel y exilio.
–Y... esto de pensar tiene sus bemoles –sostiene.
Aquel día del ’30
“En 1930 hubo un golpe de Estado en Argentina. El golpe es la quintaesencia abominada de lo político. La política quiere pensar la acción, no su condensación incivil: el golpe. Resume en su nombre aparentemente vulgar el modo amenazado en que se presenta el ser político. Podríamos decir que todo andamiaje del pensamiento político se ejerce para evitar un golpe.
”En el reverso de todo lo que los condena, el golpe parecería una manifestación de autonomía de fuerzas que repentinamente se sueltan. Que actúan, que asemejan un corte abrupto de la norma, pero bajo la mirada implacable del hombre político que anhela gran cesura. Mejor dicho el político se hace implacable conjurando el golpe que anida en su conciencia. Para el político cabal, el golpe está todo el tiempo adentro, irradiando una intranquilidad controlada. No desde el afuera incontrolado. De eso trata la obra de Maquiavelo.
”Bajo esta luz, toda política es golpismo. El golpismo militar argentino, al lado de ella, es un juego infantil. Pero por eso mismo no hay que dejar de reprobarlo, como al desmadre de los infantes.
”Perón intuye el dilema. No se dice golpista, su pensamiento se presenta como una panoplia de organicidad. Pero algo lo corroe por dentro. No se animará a decirle golpe, porque esa idea es simplista y su evocación se liga al militarote despreparado. Pero a su alma real, al alma irrupcional de lo político, la sorpresa y la decisión, no se animó a darle un concepto más severo y atractivo. Esa fisura perseverante de la realidad, en tanto, es lo que trató de pensar. En sus crónicas de los acontecimientos revolucionarios de 1930, es lo único que hizo. El pobre Yrigoyen sería la presa sacrificada sobre la que se levantaría el primer balbuceo teórico de Perón, que sería el más interesante de todo lo que escribiese (‘Lo que yo vi de la preparación y realización de la revolución del 6 de setiembre de 1930’). De ese tiempo hay una foto. El capitán Perón entrando a la Casa Rosada en el estribo del coche de Uriburu”.
(“Perón, reflejos de una vida”, Horacio González; Editorial Colihue, colección Puñaladas;
Buenos Aires, 2007, página 113)