La jubilación de Fidel Castro va a dejar, simultáneamente, un vacío y una huella indeleble en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.
Aunque Estados Unidos ya había ejercido una moderada presencia en las últimas décadas de la colonia, los apetitos anexionistas, ayudados por los sectores cubanos más proclives a la conversión del territorio de la isla en un apéndice de la Unión y la errónea política española hasta 1898, ayudaron a transformar el país en una dependencia de Washington.
El resentimiento cubano hacia Estados Unidos, muy presente en las capas populares y la intelectualidad, deviene de haber sido privados de terminar por sí solos la tarea independentista, aprovechando la excusa del hundimiento accidental del “Maine”. A renglón seguido se excluyó a los mambises –los insurrectos contra el dominio español– de las negociaciones impuestas por Washington a Madrid plasmadas en el Tratado de París.
La guinda con que luego se abofeteó el orgullo cubano fue la imposición de la Enmienda Platt a la nueva Constitución cubana de 1901, que condicionaba la independencia bajo la amenaza de intervención, si la situación así se los aconsejaba a los norteamericanos.
Aunque Washington trató luego de suavizar este resquemor por la aplicación de la política de Buen Vecino ejecutada por Franklin D. Roosevelt y la temporal luna de miel de colaboración durante la Segunda Guerra Mundial, la posterior ambivalencia ante la dictadura de Fulgencio Batista hasta que se agotó la paciencia cuando ya Castro descendía de Sierra Maestra reforzó los sentimientos contrarios hacia Estados Unidos en la conciencia criolla.
Al asentarse la Revolución, y sobre todo cuando se endureció y se adhirió el caparazón marxista-leninista, la precaria relación asimétrica entre los dos países, tan cercanos, se transformó en la más tempestuosa confrontación nunca vista en la historia de las relaciones interamericanas.
La clave de que retazos importantes de esta tensa relación sean candidatos a mantenerse hoy en la escena reside, en primer lugar, en la lamentable política de Washington de tratar inicialmente con el “problema” cubano, luego dejarse dominar por la inercia de la Guerra Fría y terminar atrapado en una impresionante explotación de los errores norteamericanos hecha por Castro.
Para decirlo crudamente, la política de Washington ante Cuba facilitó tremendamente la construcción de un enemigo sobre el que cimentar un neo-nacionalismo cubano, necesitado de una fuerza cohesionante.
Se consolidó así el trampolín del tradicional sentimiento de amor y odio profesado por la mayoría de los latinoamericanos hacia Estados Unidos a lo largo de dos siglos, pero sobre todo en la primera parte del XX, un síntoma que era más acusado en la periferia cercana donde la intervención norteamericana ha sido más directa. Castro supo manipular maquiavélicamente la amenaza presentada desde Washington. Así justificó las limitaciones económicas y también políticas con la excusa del embargo.
Pero lo más importante es que sobre la débil y combinatoria conciencia nacional basada en diversos ingredientes (español, africano, criollo, inmigración), Castro trocó lo que había sido curiosamente la argamasa de la construcción de la sociedad cubana en la primera parte del siglo XX. Cuba se había convertido, al rebasarse el primer tercio del siglo, en un ente “nacional” al incorporar numerosos aspectos del vivir norteamericano.
Después de la Revolución, Castro explotó el acoso de Washington para presentar a Estados Unidos, sobre todo su política exterior, como un ingrediente ajeno que había que extirpar por todos los medios.
La clave actual reside en si el nuevo sistema que deberá asentarse tarde o temprano será capaz de desprenderse de esa animadversión estratégica y basarse positivamente en la buena disposición del pueblo cubano hacia la cultura norteamericana y su modo de vida, en un ejercicio supremo de distinguir entre el país “oficial” (que fue el enemigo) y el “real”, según la terminología orteguiana. Esta tarea entonces mucho dependerá de cómo el gobierno y la sociedad de Estados Unidos, junto a la comunidad exiliada, se comporten con respecto a una nueva Cuba. El país con el que deberán tratar estará cansado de tensión continua y hambriento de libertad política efectiva, pero también se hallará necesitado de una protección social irremplazable.
(*) Catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad
de Miami
jroy@miami.edu