Usted ha dicho que venimos de un siglo que fue el lapso más extraordinario de la historia de la humanidad por todo lo que se dio junto, bueno o malo pero junto. Un tiempo en que hemos demostrado –según sus propias palabras– “un incremento sin precedentes de nuestra capacidad de transformar y, a la vez, destruir”. Teniendo en cuenta ese marco, nos interesa un tema que usted toca en varios de sus libros y en sus conferencias: el rol del historiador. Dado que usted mismo reconoce que la historia se ha acelerado en términos desconocidos, ¿implica este aceleramiento una mudanza de ese rol?
–Efectivamente, venimos de un siglo que fue muy intenso, tanto como para que yo hace ya tiempo lo definiera como “el siglo corto”, a lo que agrego que ha sido el siglo más sangriento de los conocidos hasta ahora y, por lo que pinta del que está en curso, habrá muchas dificultades. Pero hay que ser cauteloso, no hay que ponerse a pontificar sobre cómo será el devenir de este tiempo. Hubo y hay mucha gente dando vueltas diciendo cosas de esa naturaleza, como si tuviera los botones para manejar la dialéctica de la historia. Sí creo que no resulta infundado señalar que ha comenzado a jugarse mucho del destino de los humanos, especialmente al ver lo que está sucediendo con el desgaste. A pesar de todo eso, creo que el rol del historiador sigue siendo siempre el mismo, aunque quizá deba tener los reflejos más entrenados que décadas atrás: transferir la propia experiencia que emana de la reflexión sobre el estudio del pasado... hablarles de lo que yo suelo denominar como “lo real”, o sea, no sobre si les gusta o no cómo sucedieron los hechos, los sucesos, sino de por qué se dieron como se dieron. Hablar de que pudieron, si es que pudieron, haber sido de otra forma, pero lo concreto es que fueron como fueron. No hay que hacer academicismo con este tema cuando se ayuda a entender lo que sucedió... la discusión académica tiene otro espacio. Los historiadores tenemos una obligación: ayudar a que la gente se forme opinión, no formársela.
–A comienzos de este siglo usted publicó sus memorias. Allí dice que las nuevas generaciones necesitan fundamentalmente de los historiadores escépticos. ¿Qué alcance le da usted a ese término en este campo?
–Fue al concluir mis reflexiones sobre el tiempo que me tocó y toca vivir. Lo de escéptico no tiene, en este caso, que vincularse con la inacción, con el quedarse sentado mientras la historia transcurre. Sí tiene que ver con lo anterior: ver claramente lo que nos ha sucedido y de ahí en adelante mirar el futuro desde lo sombrío de cómo viene presentándose este siglo. Lo de escéptico tiene que ver también con no dejarse llevar por el voluntarismo y poner distancia de las emociones a la hora de reflexionar sobre estos temas. Entender que estamos ante desafíos muy terminantes.
–De su ciclo de conferencias reunidas en “Guerra y paz en el siglo XXI” se extrae claramente que para usted el Imperio Americano está en vías de perder y perder poder. Hay, incluso, interesantes comparaciones entre lo que fue el Imperio Británico y lo que es el Imperio Americano. Usted fustiga duramente a Francis Fukuyama por haber desplegado sin ningún sustento, a no ser sus propios deseos, una cosmovisión del desarrollo del mundo que, como mínimo, jamás resistió contacto con la realidad. A menos de un año de publicar “El fin de la historia”, Fukuyama ya era historia de nada. ¿Qué es lo que lleva a un intelectual a reflexionar de modo que su consistencia se anula en la misma formulación?
–Estimo que se podrían dar muchas respuestas o desde muchos lados. Incluso quizá no serían respuestas contradictorias entre sí. En el caso concreto de Fukuyama –cada pensador y sus formulaciones son un caso particular–, él se entusiasmó con el desplome de la Guerra Fría y reflexionó nada más que desde ese entusiasmo, mirando, como lo he escrito, incautamente el desarrollo de la historia que se abría como consecuencia de ese desplome. Tuvo una mirada muy automática, muy mecanicista en tanto se embarcó en el convencimiento de una adhesión firme del conjunto de ideas que sostienen al capitalismo y al liberalismo. Creyó, por ejemplo, en una distribución pareja y estimulante de las bondades de la globalización, cosa que se ha comprobado que no sucedió ni sucederá. No se trata tanto de que la historia no cambió a partir de todo lo que aconteció con la caída del poder soviético, con su desaparición; se trata más bien de que la historia no parece tener ninguna intención de ir hacia donde Fukuyama estimó que iría. Por supuesto que la historia no cambió a partir de un punto –la caída del Muro de Berlín, por caso– sino que viene mutando desde hace tiempo, y por supuesto que no sabemos muy bien adónde vamos o simplemente no sabemos nada al respecto, pero ésta es otra cuestión en relación con lo que dijo Fukuyama. En cuanto a qué motiva a un intelectual a avanzar hacia certidumbres que jamás serán tales, bueno, las motivaciones pueden ser muchas; desde intereses a temores, por ejemplo. Y, por supuesto, hay mucha ideología de por medio, y la ideología jamás es inactiva a la hora de reflexionar sobre la historia. Se reflexiona desde parámetros ideológicos. Lo que no puede hacer la ideología es hacernos perder la cautela, la prudencia, la sensatez.
–Para terminar, usted viene insistiendo en que, a la larga, el terrorismo a la escala que lo estamos asumiendo llegará el momento que dejará de provocar histeria y sí alentará la reflexión sobre ese fenómeno. ¿Por dónde marchará esa reflexión?
–Durante estos años he señalado que una cuestión es el terrorismo en sí mismo, su accionar, y otra, el discurso del miedo con que desde el poder se reacciona ante el terrorismo... ese discurso que nos habla del “mal” y del “bien” sin computar la historia de por qué se llega a donde estamos llegando en esta materia. Hay que hacerse cargo de qué signo se le aplicó a lo largo de décadas y por parte de los imperios, a influir y dominar grandes extensiones del planeta. No se trata de justificar la reacción de la barbarie terrorista; se trata de explicarnos este fenómeno a partir de la historia. Y en ese marco yo creo que en tanto el terrorismo no domine armas de carácter nuclear, bueno, seguirá siendo dramático en sus acciones, pero no desestabilizará más de lo que ya lo hizo, muy puntualmente, el funcionamiento del conjunto del mundo. Mientras tanto seguirá generando dolor, muerte, espanto, histeria, pero también una larga y profunda reflexión que nos lleve a manejar más humanamente el conjunto del problema, con mayor dosis de reflexión a la hora de las respuestas. Pero reconozco que es un tema en el que las certidumbres no calan hondo.
EL ELEGIDO
Alto. Desgarbado. Huesudo. Cara de despistado. Tranco largo. Talentoso. Tanto como para estar en el exclusivo podio de los historiadores más trascendentes del siglo XX, ese “siglo corto”, como le gusta definirlo.
Un siglo que Eric Hobsbawn conoció en términos muy directos, porque los más de 91 años que él tiene los vivió desde adentro de ese siglo. Nació en 1917.
Inglés y marxista, casi una paquetería. Pero nunca miembro pleno del Partido Comunista Británico, que para la Internacional Comunista o Comintern, y según lo recuerda él en sus sabrosas memorias, “al ser poco más numeroso que una familia, era en muchos sentidos una reunión de amiguetes”. Hablador empedernido. Capaz de sentarse en el césped de un campus universitario, tomarse las piernas con las manos juntas y hablar horas y horas con los estudiantes.
Autor de libros que calaron, calan y seguirán calando muy profundo en la formación de quienes hacen del estudio de la historia una profesión o un simple interés –“La era de la revolución”, “La era del capital”, “La era del imperio”, “La historia del siglo XX”, “Entrevista con el siglo XXI”, “Guerra y paz en el siglo XXI”, “Años interesantes” (sus memorias)–, miembro de la Academia Británica y de la Academia Americana de Arte y Ciencia y, por las dudas, algo más: apasionado del jazz, tanto que escribió columnas bajo el seudónimo de Francis Newton “como homenaje al trompetista del mismo nombre, que fue uno de los pocos músicos de jazz comunistas”, sostiene la periodista Nuria Azancot, a la que le confesó:
–Siempre he aceptado los límites de la condición humana, pero también he reconocido sus enormes esperanzas para un mundo en el que los humanos puedan ser humanos.
Reflexiones sobre nuestro siglo
• “La difusión de valores e instituciones casi nunca puede materializarse por medio de la imposición súbita de unas fuerzas externas, a menos que en su punto de aplicación se den ya las condiciones capaces de adoptarlas al entorno y de hacer que se acepte su introducción. La democracia, los valores occidentales y los derechos humanos no son como algunas importaciones tecnológicas, cuyos beneficios se perciben con inmediata claridad y son susceptibles de ser adoptadas sin modificaciones por todos cuantos pueden utilizarlos y permitírselos, como la pacífica bicicleta y los leales AK47, o como los servicios técnicos, por ejemplo los aeropuertos. Si lo fueran existiría una mayor semejanza política entre los numerosos estados de Europa, Asia y África, ya que todos se regirían (en teoría) por constituciones democráticas similares. En resumen, existen muy pocos atajos en la historia: una lección que el autor ha aprendido, entre otras razones, por haber vivido y reflexionado sobre buena parte del pasado”.
• “En nuestra época todavía prevalecen los Estado-nación, y ése es el único aspecto en el que la globalización no parece tener efecto; pero se trata de un tipo particular de Estado en el que casi todos los ciudadanos corrientes desempeñan un papel importante. En el pasado los que tomaban las decisiones dirigían los estados sin atender apenas lo que pensaba el grueso de la población, y hasta finales del siglo XIX y principios del XX, los gobiernos podían recurrir a una movilización de su pueblo que hoy consideramos, retrospectivamente, impensable. Sin embargo, lo que piensa la población, o lo que está dispuesta a aceptar, depende más de ellos que antes”.
• “La diferencia básica es que el Imperio Británico (N de la R: en relación con EE. UU.), aunque global (en algunos aspectos aun más global que los Estados Unidos hoy, ya que controlaba océanos en una medida en que ningún país controla ahora los cielos), no pretendía el poder global y ni siquiera un poder terrestre político y militar en regiones como Europa o América. El imperio servía a los intereses básicos de Gran Bretaña, que eran sus intereses económicos, con la menor interferencia posible. Siempre fue consciente de las limitaciones del tamaño y los recursos británicos y a partir de 1918 era también muy consciente de su declive imperial”.
(Eric Hobsbawn en “Guerra y paz en el siglo XXI”, Edt. Crítica, Barcelona, 2007; prólogo y páginas 72, 74 y 75)