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Domingo 06 de Enero de 2008
 
 
 
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  ALFREDO PALACIOS
  Un tipo muy singular
Fue uno de los políticos con más sello propio en la Argentina del siglo XX. Jamás pasó inadvertido. Luchó con nobleza y en términos muy directos a favor de la justicia social. Además, "nadie ejerció como él ese papel de 'fiscal de la República' que él mismo se asignó", escribió José Luis Romero.
 
 

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Le gustaba el puchero. Y rematar con "vigilante" de batata y queso.

Siempre de traje oscuro. Camisa blanca. Y moño, negro el moño. Muy negro.

Y sombrero, claro. De copa tirando a alta y alas trabajadas muchas horas frente al espejo. La derecha más elevada que la izquierda. Porque le encantaba plantarse ante el espejo. Una seducción que jamás confesó, pero la traslucía por ejemplo en reuniones sociales, donde siempre se miraba de reojo ante cada espejo presente.

El hombre hacía perfil.

Reuniones sociales en las que en más de una oportunidad dejó corazones femeninos bajo fuego de lances amorosos que lo tornaron un problema para no pocos maridos, especialmente diplomáticos. Porque por alguna razón que tampoco confesó tuvo predilección por las esposas de diplomáticos. Especialmente de embajadores.

Piel blanca, muy blanca. Y con los años, suaves estocadas de "Carmela" para reprimir canas. Y goma. Siempre algo de goma para sostener la rigidez de ese dato estético que tanto lo distinguió: los bigotes. "En Cuba el barbudo; aquí el bigotudo", gritaban los jóvenes que lo siguieron en su último intento por llegar a la Casa Rosada.

Porteño. Nació en agosto de 1878. Murió en abril de 1965. A la hora de despedirlo, apelando a Cervantes, de él diría Carlos Sánchez Viamonte: "Yace aquí el hidalgo fuerte/de valiente que se advierte/que a tanto extremo llegó/que la muerte no triunfó de su vida con su muerte".

Por el barrio del carbón y corralones de La Boca en 1904 fue elegido diputado nacional. Primer diputado socialista de América Latina. Fue tres veces senador nacional. Dos veces candidato a presidente de la Nación. Rector de la Universidad Nacional de La Plata. Académico. Y, cuando fue necesario, también se batió a espada para defender su honor.

Y un luchador. Incansable en la lucha a favor de las mayorías, en defensa de su dignidad, en procura de justicia. Desde la banca alentó leyes que el sistema otorgó cansinamente. Casi con desdén. Y denunció sistemáticamente la prepotencia del poder... de Yrigoyen, de Justo y del peronismo.

-"Payaso" -lo estigmatizó Juan Perón.

Y él calló. Esperó la oportunidad de devolver gentilezas. Dejó que pasaran "los soles y las lunas", como le gustaba decir cuando intuía y se convencía de que, en política, el buen manejo del tiempo es sinónimo de potenciar posibilidades.

Y cuando alguien intentó acercar posiciones con el líder justicialista llegó la hora de devolver mandobles:

-Dígale a Perón que este payaso no trabaja en ese circo.

Sufrió cárcel sin perder prestancia. Cuando en tiempos del segundo peronismo lo llevaron a la Penitenciaría de la calle Las Heras se llevó tres trajes -uno blanco- y varias camisas. También una cajita de caoba con ballenitas de nácar. Un "nécessaire" con perfumes, colonias, gomas, jabones y etc., etc. Y cuando todas las mañanas le abrían la puerta de la celda para la hora de recreo, era tanta la dignidad que inspiraba, que el agente de policía se cuadraba y le hacía la venia.

De él escribió un adversario en el campo de las ideologías, Manuel Gálvez: "Es uno de los grandes argentinos. Lo es por su idealismo, su desinterés, su nobleza, su caballerosidad, su patriotismo, si hispanismo, su antiimperialismo, su talento superior".

En una casona de -si la memoria no falla- la calle Charcas, envejece su biblioteca. Lograda entre compras, regalos y préstamos de libros "que nunca devuelvo, claro", aclaraba con picardía.

Y ahí, en cajas cubiertas de polvo, adormecen sus documentos. Sus reflexiones sobre aquel "piquete que armamos" en ésta o aquella fábrica. O el testimonio de "aquella visita a la cárcel" de éste o aquel pueblo para defender trabajadores presos.

Y quizá, en algún rincón de La Boca, todavía esté un herraje de aquel carro que, burro mediante, le sirvió de tribuna esquina porteña por esquina, en aquellas ya centenarias urnas de 1904.

Y un día, en la uruguaya playa de Pocitos, lució como lo muestra la foto.

 

   
   
 
 
 
Diario Río Negro.
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