Néstor Kirchner, con cincuenta y cinco meses al frente del Ejecutivo, y eventualmente su reemplazante Cristina Fernández, sumando otros cuatro años presidenciales, ¿serán los encargados de poner fin a la idea de "transición" y con ello inaugurar la fase de consolidación democrática? ¿Habrá que agregar a ellos el tiempo corto del gobierno de origen parlamentario encabezado por Eduardo Duhalde? ¿O acaso son las presidencias de Duhalde y del primer Kirchner las que cuentan a modo de "fase superior" del fin de la incertidumbre del régimen democrático argentino inaugurado en 1983?Aunque, también, sólo la primera administración K puede ser pensada como un momento bisagra de un tiempo que, aun sin conocer su derrotero, suponemos que dará sentido a una época nueva. ¿Entonces, serán aquellos tiempos los que den una puntada definitiva a una Argentina del pasado desde donde se confeccione la imaginada por los K en eso que ellos llaman un "país normal"?
Los cientistas del cambio político ¿tendrán entonces un ciclo corto de cuatro años o de seis u otro más extenso, de una década, para trazar una larga frontera entre una época que se va y la otra que asoma, entre los tiempos "transicionales" y los nuevos, que hablan de algo sólido, previsible, reglado?
Es que aun en esta última fórmula hay algo del tiempo de las transiciones o, en todo caso, refleja -a pesar de las pretensiones de sus protagonistas- la última fase de un ciclo. O acaso nada de ello ocurra y esos mismos cientistas se decidan por agregar un total de diez años -2001/2011- para dar cuenta de una democracia todavía en ciernes y signada aún por la idea de transición.
Hablemos de "transición", un término central en los ochenta para la ciencia política -especialmente entre los teóricos de la democracia, del cambio y la modernización política- hasta que, a mediados de los noventa, fue reemplazado por la idea de "consolidación" y, seguidamente, por la de "estabilidad y calidad", todos en referencia a la democracia en su carácter de régimen político. Lo cierto es que aquellos cientistas hablaban de transición como un intervalo que se extiende entre un régimen político y otro, como un tiempo abierto que nos informa de un momento de indeterminación, difícil de medir en meses y años y que inclusive puede dar cuenta de transiciones parciales -diríamos temáticas- dentro de una "época global" de transición. Por ejemplo, nuestro país tuvo una de
esas transiciones después de la derrota de Malvinas hasta las elecciones fundacionales de octubre de 1983.
Con ello formalmente llegaba a su fin el régimen dictatorial y nacía un mundo nuevo dentro del molde de un régimen democrático que aún no se había sacudido de las herencias del pasado. Tan novedoso era ese régimen que, a la luz de los acontecimientos que siguieron, se sucedieron nuevos tiempos de "indeterminación", todos ellos en condiciones de marcar otras tantas fases de una compleja y global transición. Éstas sucedieron durante la mayor parte del gobierno de Alfonsín, incluidos los años de Menem, afectando el corto tiempo de la Alianza. Contaba inicialmente un legado autoritario -confirmado por los sucesivos levantamientos militares- que afectó el ritmo y la calidad institucional del régimen recién instaurado.
Aquél no fue el único problema dentro del largo ciclo de transición. También hubo cierta incompatibilidad entre las escalas de tiempo de las necesarias reformas políticas (pensados para meses o, en todo caso, de un turno electoral a otro) y las económicas (que en general al ser "estructurales" reclamaban tiempos largos para conocer su capacidad transformadora). Entre las primeras reformas cuentan las proyectadas por el Consejo para la consolidación de la democracia y las que siguieron en el contenido de la Constitución reformada en 1994.
Diez años mediaron entre una y otra voluntad reformadora, como también una década demoró la puesta en funcionamiento de los institutos surgidos con los cambios institucionales de 1994. Aunque se esperaba otro desarrollo, esas reformas mostraron que los tiempos de la transición política resultaron igual de largos que los de la transición económica.
Lo cierto es que esa "transición política" no incluyó otros procesos que deberían haberse puesto en marcha simultáneamente. Por ejemplo, otro de los ejes de la transición política debía darse con la definitiva subordinación del poder militar al civil. A su modo, Alfonsín y Menem fueron bomberos e incendiarios a la vez para apagar la hoguera del pasado. De la Rúa y Duhalde contaron poco. Néstor Kirchner eligió otro camino y los resultados no le fueron tan adversos.
En cuanto a la transición económica, debía asegurarse la estabilidad monetaria, establecer el equilibrio de las variables macroeconómicas, con crecimiento y algún atisbo de distribución.
En esta segunda transición hubo un intento con el olvidado Plan Austral. Duró poco y una crisis hiperinflacionaria desbarató lo poco que se había obtenido. El plan que siguió fue más duradero y se dio con Menem, aunque nuevamente, y medido en costos humanos, el precio fue demasiado alto.
Un rápido balance nos dice que, a pesar de los intentos, hubo escasa interdependencia entre las transiciones políticas y económicas. Sus pocos rendimientos pusieron en juego la gobernabilidad económica y, posiblemente más por esto que por la herencia del pasado militar o los resultados pactados de la Constitución de 1994, la gobernabilidad política, con su dramática crisis de representación política y -parcialmente- de la propia legitimidad democrática. El fracaso de la Alianza y el derrumbe del 2001/2002 son parte de la frustración de ambas transiciones.
Si la herencia autoritaria y el fracaso económico hicieron que aquellas transiciones -en el sentido de fase final- resultaran imposibles, en paralelo hubo una que tuvo logros visibles. Hablamos de la invención y conservación del juego electoral que a pesar de su ritmo feroz y tumultuoso obtuvo un éxito irrefutable.
Los gobiernos que se sucedieron surgieron de ese juego de competencia electoral, aunque no siempre supieron controlar el capítulo ético para hallar mecanismos que restablecieran el lazo representativo entre ciudadanos y dirigencia política. Otra vez la crisis de hace un lustro es ejemplificadora de esta desilusión. Con ello podríamos calificar ese capítulo del cambio democrático de parte de una "transición" imperfecta.
En síntesis: resulta aún útil el concepto "transición" y, en complementariedad con otros -consolidación, estabilización, calidad democrática-, realizar una distinción fina que nos permita pensar en términos de "medición", también de los logros de cada tiempo desde donde se ha constituido la Argentina de la posdictadura. Sin respuesta para calificar la era aún incompleta del matrimonio K y sin caer en aquel Maquiavelo que sostenía que "la reforma de los estados corrompidos o la creación de otros nuevos debe ser obra de un solo hombre", el primero de los dos seguramente tendrá un capítulo propio dentro de la aún inacabada transición global hacia una democracia de "país normal".
GABRIEL RAFART
Especial para "Río Negro"