Al desmenuzar el admirable "anti-Edipo", en "Las redes del poder", Michael Foucault brinda interesantes sugerencias al ejercicio del poder. Las presenta como "cierto número de principios esenciales" para el manejo de la vida cotidiana.Aun admitiendo que el individuo es hijo del poder, aconseja -por caso- "no enamorarse" del mismo. Insta, además, a no utilizar "el pensamiento para dar a la práctica política un valor de verdad, ni la acción política para desacreditar un pensamiento, como si éste fuera mera especulación".
En ese marco reflexivo, Foucault formula otras dos propuestas al poder:
una: que despoje la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante y dos: que desarrolle la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción antes que por su división y jerarquización piramidal.
Si Foucault viviera y reflexionara sobre la reacción del gobierno argentino en relación con el dime y direte estallado con Estados Unidos, sin duda recordaría aquellas reflexiones y concluiría:
-Están haciendo todo lo que no es aconsejable hacer.
En el tratamiento del diferendo, la administración Kirchner/Kirchner operó desde un viejo error de la política exterior argentina en cuanto a cómo debe manejarse el vínculo con el país del Norte: creer que esa relación puede ser simétrica. De igual a igual.
Pero no lo es, porque la magnitud de los poderes que se vinculan es tan elocuentemente distinta que vincula realidades y posibilidades muy diferentes.
Desde esta perspectiva, la política exterior del gobierno es tan tradicional como lo ha sido la de infinidad de gobiernos de la Argentina. Incluso, claro, los de la transición.
Tomemos lo más cercano. Lo de "ese ayer que todavía está tibio para los presentes", escribió Hobsbawn.
En el vicio de la "simetría" cayó, por ejemplo, la administración Alfonsín.
Asumió la presidencia convencido de que el retorno de la Argentina a la democracia era -por contrapartida simultánea- sinónimo de poder para el país.
-No te equivoques, Raúl, de creer que ya tienes el poder; lo que tienes es la expectativa de la gente y de quienes queremos a la Argentina -le aconsejó Felipe González a Alfonsín horas antes de que éste asumiera.
Pero cuando Alfonsín y su canciller Dante Caputo miraron el mundo fueron por el todo. Lo hicieron persuadidos de que los recursos de poder del país eran de tal naturaleza que permitían todo.
Y así se embarcó Alfonsín en una suma de colisiones con Washington que no le sumaron nada a la Argentina, a no ser reproducción de distanciamiento sin ningún beneficio a modo de contrapartida.
En ese creer ser y hablar de "igual a igual", Alfonsín llevó la colisión al campo de la deuda externa mediante su activa participación en el Consenso de Cartagena. Y se convenció de tallar fuerte en procura de la paz en la agitada América Central de aquellos finales de la Guerra Fría (Grupo Contadora).
Sumó a esto la insólita militancia en el Grupo de los Seis, un estereotipado conjunto de países subdesarrollados que con altisonantes proclamas y denuncias querían torcer el brazo a la entonces URSS y Estados Unidos para poner fin a la expansión armamentista.
Voluntarismo y nada más.
Y lo más grave de la política exterior de la administración Alfonsín: no levantar el estado de hostilidades con Gran Bretaña. Esto implicó, de hecho, seis años de demora en el restablecimiento de los vínculos con Londres, lo cual afectó fuertemente el vínculo de la Argentina con los centros financieros internacionales de los cuales necesitaba ayuda.
No levantar las hostilidades no implicó, en la arena internacional, una percepción belicosa de Alfonsín. No se temió que intentase recuperar Malvinas. Nada de eso.
Pero sí conllevó mantener desconfianza sobre la conducta del país en el campo de las relaciones exteriores.
Una singular pérdida de tiempo. Y, por lo demás, vale una reflexión de ese canciller español que colocó a "Felipillo" y su España en el mundo: Fernando Morán.
-Si hay un gobierno que tiene casi la obligación de desandar el camino con los ingleses, ése es del demócrata don Raúl -sentenció Morán en Buenos Aires una noche de aquellos '80.
Y así, desde aquel voluntarismo divorciado de poder de significación, Alfonsín creyó y operó a partir de la percepción de que los vínculos con Washington son simétricos.
No logró nada.
Gritó y gritó contra el Imperio. Y el Imperio lo esperó. Y en la hora negra de la administración Alfonsín dejó que éste se fuera por la canaleta de la historia.
También la política exterior de Carlos Menem experimentó, esporádicamente en todo caso, que las muy buenas relaciones que entabló con Washington no implicaban un vínculo simétrico.
El Departamento de Estado se lo hizo sentir a lo largo de una historia que todavía no ha visto luz plena. Como cuando aquel presidente argentino se propuso como mediador para la paz en Medio Oriente. O como cuando vía su vínculo personal con George Bush padre intentó superar sospechas y desconfianzas de la DEA sobre cómo se manejaba aquí la política de drogas.
Bush no atendió el teléfono.
Lo dejó solo a Menem ante el tema.
Solo e inquieto.
Tan solo e inquieto como está ahora el gobierno Kirchner-Kirchner ante el FBI, que desmaleza los destinos que tenían los dólares del valijero Antonini.
Irritado. Con el verbo descontrolado, el matrimonio se enoja con la administración Bush.
Entonces, la conspiración: el infierno es Bush.
Propio del sesentismo: todo lo distinto es la CIA.
Cero de autocrítica.
Todo rústico, muy rústico por el lado del matrimonio.
CARLOS TORRENGO
carlostorrengo@hotmail.com