Jorge Sobisch está llegando a su juego final. Sólo siete días lo separan de conocer cuánto de su estrategia personalista, vanidosa, por demás ambiciosa y dispendiosa en su lanzamiento mediático logró atraer a esa evasiva ciudadanía nacional que al mismo tiempo resulta exigente y plebiscita lo conocido.
El candidato por el Movimiento Provincias Unidas ocupa el último lugar en intención de voto. Y nadie debe sorprenderse por este dato. Sobisch siempre fue informado de que se movía entre los últimos en preferencias electorales.
Ese hecho se remonta a algo más de tres años, desde que lanzó por segunda vez su candidatura presidencial.
Más allá de las críticas a los encuestadores, la historia electoral argentina no conoce un caso en que el último de un pelotón donde se amontonan varios candidatos con porcentajes bajísimos en preferencias entre 1 y el 3% haya revertido esa incómoda posición, iniciado un repentino escalamiento, rebasado a los que le seguían en intención de voto y tomado la delantera o, en todo caso, accedido a un segundo lugar que lo colocara ante un eventual ballottage.
Sobisch ha conocido mejores y más prometedores momentos. Cuando Néstor Kirchner recién comenzaba a acomodarse en la Rosada, el gobernador neuquino anunció su candidatura apostando al vacío que se había producido frente a la deserción de Carlos Menem y el inicial desconcierto de los que creían que había un nuevo tiempo para la variante criolla del neopopulismo de derecha.
El cambio en la escena peronista corrido en su eje por las políticas reparatorias en los derechos humanos y el embate sobre Eduardo Duhalde hizo creer a Sobisch que tendría libre acceso al mundo del justicialismo y, consecuentemente, a su fortalecida maquinaria de poder territorial. Mientras tanto, las únicas estrellas eran Ricardo López Murphy y Mauricio Macri. De hecho, Sobisch era considerado un triunviro con iguales quilates que estos protagonistas de una relanzada derecha política que buscaba su centro.
Contaba, además, con ser el único con construcción territorial frente a los otros, quienes lejos del poder gubernamental carecían de las ventajas que brindan los ejecutivos. Con las legislativas de octubre del 2005, ese triunvirato se convirtió en binomio. Se consolidó el dúo Macri-Sobisch debido al fracaso electoral del líder de Recrear en la provincia de Buenos Aires. O, por lo menos, eso era lo que creía el neuquino.
Pero también asomaban novedades, fundamentalmente con la llegada de un competidor peronista: Roberto Lavagna.
Grupos peronistas que antes habían abrazado la causa nacional de Macri comenzaron a dirigirse al ex ministro de Kirchner. Más adelante, llegaría un Rodríguez Saá convertido en el más decidido competidor dentro de ese espacio. Igualmente, el gobernador neuquino ató toda su fortuna política al presidente de Boca, de tal manera que fue el único que ligó las elecciones de su provincia al primer turno de las porteñas con las evidentes intenciones de subirse al mismo podio de su socio. Sin embargo, ese binomio se fracturó después del 4 de abril de este año, tras el asesinado del maestro Carlos Fuentealba. A partir de allí, ese crimen gobernó el juego de alianzas del candidato. Sobisch inició un juego incierto. Para recuperar la iniciativa perdida desde el desplante del jefe del PRO, se sumó al peronismo disidente. Lo que siguió fue parte de los enredos y desacuerdos en la hoguera de vanidades del espacio anti-K.
Para cada uno de esos momentos Sobisch fue inventando un discurso con materiales obtenidos de su razón extraña, transmitido desde un vocabulario de letrista de arrabales. Su biografía política, la descripción de los acontecimientos y las perspectivas de su empresa electoral fueron adquiriendo nuevos y más llamativos relatos. Uno de ellos fue el del joven junto a su padre, ambos fundadores del MPN. Le siguió el Sobisch peronista de toda la vida. Sumó luego el de promotor exclusivo de la democratización, estableciendo un puente entre dos reformas constitucionales provinciales.
También los dos más recientes: el que se preparó desde la cuna para ser presidente de los argentinos, cuando sus mentores saben que su preocupación por la actividad política despertó sólo al cumplir sus cuarenta años. Y, sobre todo, el último de los relatos: los acontecimientos de abril destacados por la exclusiva responsabilidad de "los sectores extremistas" que se proponían desalojarlo del poder. Fórmula ensayada una y varias veces en la Argentina contemporánea para justificar y valorar la eficacia de ciertas medidas represivas. Además del discurso de la "pacificación" en clave de dejar de alborotar el pasado castrense y asumir como propias las demandas restantes de las corporaciones empresarias. Sin duda, su conjunto discursivo procura un compromiso con ese electorado ideológico y menos pragmático de la extrema derecha argentina que no se fija en si ser lo que se es implica tener un estado provincial con más o menos salud y educación. Importan el ejercicio de la autoridad y el orden.
Si los resultados electorales del domingo confirman la última posición para el candidato del Movimiento Provincias Unidas, ¿Sobisch sostendrá esa firme voluntad y recursos suficientes para nuevas pretensiones? Parece que en él hay un verdadero animal político que difícilmente abandona el juego que aprendió a jugar. Y hasta su aventura presidencial no todo le fue tan mal. Si nos guiamos por la última arenga aguerrida a sus huestes neuquinas, no parece prever otro destino que retornar al terruño que lo vio crecer, una vez terminado el juego nacional. Depende de los números que obtenga en la escena local y de los que sume en el ámbito nacional. En Neuquén seguro tendrá competidores y motivos para pelear.
Y, en el caso de que quintuplicara las expectativas en votos relevadas hasta la fecha sobre todo por aportes de la provincia de Buenos Aires ¿un millón de sufragios?, es probable que traslade su vocación a ese distrito y desde allí, con recursos que muchos estiman aún cuantiosos, mantener viva sus aspiraciones para el lejano 2011.
GABRIEL RAFART
Especial para "Río Negro"