La importancia de la cultura cívica en nuestras sociedades ha sido motivo de tratamiento por numerosos autores. Dos profesores norteamericanos –Gabriel Almond, de Harvard, y Sydney Verba, de Princeton– escribieron en 1963 una obra titulada “La cultura cívica”, en la que señalaban a los factores culturales como decisivos en el progreso de los pueblos.
Pero el primero en advertir esa relación fue Alexis de Tocqueville, quien en su obra clásica “La democracia en América” –escrita en 1835– describió con lujo de detalles los factores culturales que hacían de la democracia norteamericana que él conoció un caso ejemplar. Denominó “hábitos del corazón” el cuidado que los norteamericanos ponían en preservar el espacio público.
En 1980 se concedió el Premio Nobel de Economía al profesor Douglass North por sus investigaciones acerca del rol de las instituciones en el desarrollo económico. Por “instituciones” se entiende el conjunto de reglas de juego que regulan el comportamiento de los individuos en una sociedad. Las instituciones no son el producto de ninguna mente consciente sino que devienen de un largo proceso de interacción histórica entre los integrantes de una sociedad. Pueden ser modificadas por los hombres, pero dentro de ciertos límites.
Son normativas en el sentido de que establecen pautas del “deber ser”, como las leyes. Aunque la abarcan, no se reducen a la legislación, puesto que las normas informales son tan importantes como las formales. Lo que cuenta no son las leyes incorporadas en los códigos o los preceptos meramente religiosos sino las pautas de conducta real, interiorizadas por los individuos en su adaptación al orden social.
El neo-institucionalismo de North, aplicado a la economía, permite establecer por qué determinados sistemas institucionales favorecen más que otros la eficiencia económica y la equidad social. Las instituciones importan económicamente porque determinan los costos de las transacciones en el mercado. Existen costos de información, costos de negociación, costes de vigilancia y costes de ejecución para obtener el cumplimiento de los contratos. Un orden social donde las instituciones funcionan en aceptables condiciones de calidad permite reducir costes y mejorar la eficiencia productiva.
El profesor de la Universidad de Princeton Robert Putnam utilizó estos instrumentos de análisis para su famosa investigación comparativa sobre el desempeño de las instituciones entre el Norte de Italia y su región meridional (il mezzogiorno) publicada en 1993.
Difundió la idea del “capital social” como el conjunto de normas y valores que permiten la cooperación de los miembros de una sociedad. Mientras que el capital físico se refiere a los medios técnicos de producción y el capital humano a las habilidades y conocimientos de las personas, el social se refiere a los valores, actitudes y normas que permiten la cooperación entre los miembros de una sociedad.
El establecimiento de vínculos de cooperación basados en la confianza recíproca constituye, en opinión de Putnam, un factor que impulsa el desarrollo económico. Al mismo tiempo, las formas de interacción entre la sociedad civil y el gobierno determinan la calidad de una democracia. La participación o el compromiso cívico de los ciudadanos es fundamental, puesto que “no hay peor daño a una democracia que la indiferencia de sus ciudadanos”.
Según el economista argentino Bernardo Kliksberg, en la conformación del capital social entran a jugar cuatro elementos. El primero es la confianza, estudiada por Francis Fukuyama en su obra “Confianza” (Editorial Atlántida), que es el conjunto de normas informales compartidas por un grupo social que les permiten cooperar entre sí. El segundo elemento es el ánimo de asociación, en virtud del cual se concibe a la sociedad como una obra colectiva en la que el progreso individual debe ser paralelo al del conjunto. El tercer elemento es la cultura cívica, entendida como la responsabilidad y el cuidado por las cosas comunes (los “hábitos del corazón” de Tocqueville) y, finalmente, el cuarto elemento está dado por la presencia de valores éticos, vitales para cualquier sistema político.
Las reflexiones de todos estos autores han permitido reconocer la relación de estrecha conexidad que media entre la cultura cívica de un pueblo y la calidad de su sistema político democrático y, al mismo tiempo, entre la calidad de sus instituciones y la eficiencia económica. En la Argentina, donde la calidad institucional es deplorable y la participación de la ciudadanía es muy baja, estas relaciones se han convertido en el problema crucial de la nueva etapa política que se abrirá el próximo 28 de octubre.
La contribución más importante del funcionamiento correcto de las instituciones permite al Estado la realización eficaz de sus finalidades dirigidas a promover el bienestar general. De lo contrario, la actividad estatal se resiente y su ineficacia se ve reflejada en un mayor padecimiento de los ciudadanos y una ralentización del progreso económico.
Una manifestación clara de las consecuencias de la falta de calidad institucional se verifica en el extendido fenómeno del clientelismo. En todas las democracias modernas, el acceso a la función pública es consecuencia de superar unos cuidados sistemas de selección, caracterizados por su objetividad e imparcialidad. De esta manera la administración se dota de funcionarios eficaces y estables, alejados de la discrecionalidad.
Cuando la incorporación a la función pública es el premio por lealtades partidarias o un sistema de colocar bajo la nómina estatal a los operadores políticos, familiares o amigos, es evidente que no existe la menor posibilidad de una gestión eficaz. Por otra parte, la presencia de funcionarios “leales” facilita la implementación de políticas dirigidas a premiar con créditos blandos o licitaciones amañadas a los amigos del poder. Finalmente, esa cultura de la improvisación y el mal hacer impregna y se traslada al conjunto social.
La alteración de las reglas según la conveniencia de quien ejerce el poder tiene un efecto amplificador que afianza el fenómeno de la anomia colectiva, es decir, el incumplimiento generalizado de las normas por parte de los ciudadanos. Ya se trate de las leyes de tránsito, de las normas de urbanismo o del incumplimiento de las obligaciones fiscales, se fortalece la cultura del individualismo porque, en definitiva, el incumplimiento de las normas es la manifestación más cruda del individualismo extremo, que fomenta la desconfianza en los demás e impide cooperar en pos de objetivos comunes.
En los ’70 , un grupo de economistas latinoamericanos esbozó la teoría de la dependencia. Atribuyeron el atraso de nuestras sociedades a la inserción en los mercados internacionales como simples proveedores de materias primas. Establecieron que el intercambio desigual del comercio internacional y los fuertes condicionamientos financieros de los organismos multilaterales de crédito generaban un fenómeno de dependencia muy difícil de vencer. Esa visión, que ponía el acento en las causas externas, tenía el grave defecto de minimizar las causas culturales internas del subdesarrollo.
Hoy existe un extendido consenso acerca del rol fundamental que juegan la cultura cívica y las instituciones en el desarrollo sustentable de las sociedades. Sin un cambio radical que implante la cultura del buen hacer y el cumplimiento de las normas generales y de los contratos será difícil que la Argentina adopte una senda de progreso continuo.
Los cambios culturales, que implican la incorporación interior de pautas de comportamiento socialmente valiosas, no se obtienen fácilmente: requieren un esfuerzo continuo y persistente a través de décadas. Pero todo ese proceso recién comienza cuando, aprovechando toda la fuerza de las instituciones del Estado, hay un gobierno que manifiesta su voluntad política de iniciar el cambio.