En la provincia de Río Negro, la actual configuración electoral para la composición de su Legislatura fue definida en la Constitución reformada en 1988. El radicalismo de ese entonces articuló su discurso del pluralismo y a favor de reglas de juego estables que suponían una profunda transformación del sistema político y el régimen electoral vigente. Pero este discurso chocó contra la necesidad de sostenerse en el gobierno. En este marco, la UCR intentó imponer en la Constituyente un sistema parlamentario bicameral de neto corte contra mayoritario, con renovación a mitad de mandato. En los hechos, esta composición bicameral imponía la adopción de un sistema electoral configurado en su gran mayoría por circunscripciones uninominales. El resultado: un partido fuertemente territorializado que, con los recursos del Estado, podía mantener la hegemonía en la política provincial y arrimaba el sistema político a una configuración de neto corte bipartidista.
La propuesta de bicameralidad hubiera implicado grandes desproporciones en términos de representación. Se hubiera montado un escenario de bipolaridad absoluta en que las terceras fuerzas no hubieran accedido nunca a una de estas cámaras, la de senadores –que siempre hubiera estado hegemonizada con mayorías especiales por el radicalismo–, y en una medida muy menor hasta llegar a lo irrisorio en la de diputados.
Para expresarlo en números, en las elecciones siguientes a la sanción de la Constitución (1991), la UCR, con el 41,2% de los votos hubiera conseguido amplia mayoría en ambas cámaras, con el 100% de la representación en el senado y el 68% en diputados. En una elección muy polarizada entre los dos partidos mayoritarios como la de 1995 –la diferencia no llegó al 0,7% de los votos–, la UCR hubiera accedido al 62,5% de la representación senatorial y a un 56% de la cámara baja. Quizá el dato más ilustrativo de semejante distorsión se hubiera dado en el 2003. En ese caso, el radicalismo, con un magro 28,19% de los votos, por haber triunfado en la mayoría de los circuitos se hubiera quedado con el 87,5% de las bancas en el senado y con el 64,29% de la representación en la cámara baja.
Las dificultades para obtener los votos de los convencionales e imponer ese proyecto los llevó a negociar un fórmula mixta con el peronismo, que es la que se aprobó.
Este sistema electoral estipula una forma de representación dual pero en base unicameral, que privilegia en número la representación territorial –legisladores por circuitos– sobre una representación de carácter netamente político. Sin duda, este sistema está en la base de un arreglo de tipo bipartidista que comenzó a consumarse con el régimen electoral y se terminó de darle forma con la ley 2.431 de 1990, que impuso un mínimo del 22% para la representación regional.
En las elecciones celebradas desde que está vigente la nueva Constitución provincial, el radicalismo ha logrado mayoría en la cámara legislativa, con la sola excepción del último comicio. Pero éste no sería un dato llamativo si no fuera porque, a pesar de ser siempre la primera minoría (excepto este año), en esas mismas elecciones el radicalismo no superó el 40% de los votos más que en dos casos (1991-1999) –y por escaso margen– y ni por asomo se acercó al 50% de las preferencias.
Es decir que las distorsiones introducidas en el sistema por las elecciones circuitales operan siempre en beneficio de la primera minoría, cerrando el círculo del reparto de cargos con un segundo partido, salvo escasas excepciones no muy relevantes.
La única excepción a este hecho fue la elección de este año, cuando el FpV fue primera minoría pero la UCR se aseguró el mismo número de bancas por circuito que éste, lo que denotaría una práctica territorializada y clientelista de mantenimiento del poder a través, fundamentalmente, de una presencia más fuerte en los circuitos chicos. Es de destacar que, en el hipotético escenario de circuito único, el radicalismo nunca hubiera obtenido mayoría en la cámara y hubiera tenido que negociar con un tercer partido para conseguirla, dato que podría haber cambiado de raíz el escenario político de la provincia.
Cuando la elección se presenta muy polarizada (elecciones de 1995 y 1999), la distorsión provocada por el sistema es menor, pero tiende a reforzar esa polarización entre dos fuerzas. Pasémoslo a números: en 1995, la UCR obtuvo el 39,9% de los votos y el FpV, el 39,2%, y se quedaron con el 51,2 y el 46,6% de los representantes respectivamente, mientras que el Frepaso, con casi un 9% de los votos, sólo accedió a una banca (2,3% de representantes). Si en esa misma elección los legisladores sólo se hubieran repartido por circuito único, el radicalismo hubiera perdido dos escaños y con ellos su mayoría; el FpV hubiera accedido a uno menos y el Frepaso hubiera acrecentado a tres el número de bancas, con lo que hubiera tenido un papel relevante en la Legislatura ya que sus votos hubieran sido decisivos. Un mismo escenario, pero un poco más marcado, se dio en 1999. Un dato a rescatar de estas dos elecciones es que el piso del 22% no ejerció ninguna influencia sobre el reparto final de los cargos debido a la polarización de los votos en las primeras dos fuerzas que ayudara a que ambas superaran ese piso en todos los circuitos.
Analicemos ahora la elección del 2003, con la dispersión de los votos en varios partidos, con lo que resultó la mayor distorsión del sistema. La UCR obtuvo un 28,19% y con ese magro caudal alcanzó el 55,8% de la representación, ocupando 24 bancas y la mayoría absoluta en la cámara. Si esta elección se hubiera resuelto por circuito único, el radicalismo se hubiera quedado con 16 legisladores.
Los más desfavorecidos fueron los dos partidos que alcanzaron menos representación, el MARA y el PPR, que con el 8,68 y el 7,01% respectivamente accedieron sólo al 4,65 y al 2,32% de los escaños. Mientras, el PJ y Encuentro prácticamente obtuvieron similar porcentaje de escaños que de votos.
Comparemos nuevamente con la elección por circuito único. Como vemos, la pluralidad de la cámara hubiera sido mucho mayor, abriendo un escenario de diálogo necesario entre partidos para conformar mayorías. Las minorías hubieran tenido una representación sustancialmente mayor, duplicando la suya el MARA y cuadruplicándola el PPR; Encuentro se hubiera quedado con dos escaños más y el PJ hubiera sumado uno.
En este caso sí operó el piso del 22% en los circuitos para que la configuración final de la elección haya sido de esa manera. Por ejemplo, Encuentro mantuvo su porcentaje porque concentró los votos en un circuito, donde se quedó con los tres legisladores tras obtener el 33,86%, ya que el segundo, la UCR, logró el 17,9%.
Pero el partido que más beneficios obtuvo fue la UCR, con el 100% de los representantes de tres circuitos. Esto no fue debido a una gran cosecha de votos en los distritos nombrados –en los tres entre el 29 y el 32%– sino a la dispersión del voto entre varios partidos, lo que hizo que el PJ se quedara a las puertas de este piso con porcentajes cercanos al 20%. Conclusión: el sistema electoral es un corsé que contiene la posibilidad de ampliación pluralista del sistema de partidos y mantiene una permanente bipolaridad en su base, coartando la representación institucional de alternativas políticas a éste.
(*) Profesor de Teoría Política II de la carrera de Ciencia Política del Centro Universitario Zona Atlántica
de la UNC.
HERNAN POSE (*)
Especial para “Río Negro”
Un país para ingenieros electorales
En Santa Fe, el fin de la ley de lemas resultó un incentivo positivo para quebrar el largo ciclo de gobiernos peronistas. En Córdoba –al igual que en la mayor parte de las provincias– la realidad de un empate técnico o eventualmente la manipulación del escrutinio exige un nuevo dispositivo que deje a la vista un claro ganador. Y por último, en ambos distritos fracasaron –por intereses manifiestos o impericia técnica– los mayores popes de los sondeos de opinión. Ambos comicios ponen en debate la necesidad de una reforma política que revise, entre tantas cosas, nuestra ingeniería electoral y la necesidad de reglar la actual “encuestodemocracia”.
Nuestro país es un verdadero compendio de sistemas electorales y ninguno de ellos resulta “inocente”, al favorecer a los oficialismos de turno. En el orden federal tres fórmulas rigen la elección del presidente y de su vice, de los diputados y los senadores. Para el ocupante de la Rosada se aceptan porcentajes variables que no requieren del ganador un voto más a los sumados por los restantes competidores, de allí que habilita un ballottage “atípico”. Para la elección de diputados impera una fórmula basada en la proporcionalidad y en el caso de senadores, sólo las dos listas más votadas acceden a una banca, dejando afuera del reparto a la tercera en sufragios, aunque ésta se coloque a dos y tres puntos de aquéllas.
El primero y el tercer sistema son herencia del Pacto de Olivos y la inmediata reforma constitucional de 1994. Con ello, un cambio nada ingenuo para el sistema de partidos y una proyectada gobernabilidad basada en la alternancia de peronistas y radicales. Los terceros partidos deberían orbitar alrededor de los dueños del sistema si querían acceder o compartir cuotas de poder.
La situación ha resultado por demás anárquica en las provincias. Aquí el menú de opciones es amplísimo; hay de todo, aunque poco ha podido con el avance de “fatiga cívica”, notoria a partir del crecimiento del abstencionismo electoral.
Para los cargos ejecutivos, sólo tres distritos han aceptado la segunda ronda electoral. Son los que lograron su autonomía política recientemente: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Tierra del Fuego, junto a Chaco. El resto sigue con la fórmula más sencilla: quien gana la elección –no importa a qué distancia se ubique con respecto al segundo más votado– se queda con el premio mayor. En materia de elección de diputados –con reglas variables en las provincias en las que todavía existe la rémora de un senado local– la realidad es tan distinta, que resulta muy dificultoso pasar revista a todas ellas. Es cierto que las fórmulas proporcionales fueron ganando lugar en el firmamento de sus sistemas electorales. Hay 16 distritos en los que está vigente la proporcionalidad, aceptando el método del divisor (sistema D’Hont).
Sin embargo, son muchos los distritos donde esta fórmula por sí sola no garantiza una representación proporcional efectiva, ya que se la combina con variaciones en el diseño de las circunscripciones electorales para provocar una tendencia mayoritaria. Sucede, entre otros casos, en tres provincias de Cuyo y en Salta.
Y también existen los más novedosos sistemas mixtos o segmentados, que consisten en elegir en un mismo acto cierta cantidad de legisladores tomando a la provincia como un distrito único –criterio proporcional– y un número igual o levemente inferior de diputados como representantes regionales –criterio territorial–. Río Negro es un caso, con sus ocho “regiones”. En cambio, Santa Cruz tiene la mitad de su cámara legislativa conformada por lo que se conoce como “diputados de ciudades”. Aquí también se distorsiona el criterio proporcional y se asume un sesgo mayoritario.
Si faltaba algo a nuestra ingeniería electoral, se le dio lugar al voto preferencial, ya sea bajo sistema conocido como “de tachas” o una variante de voto preferencial intrapartidario por “listas”, más popular en su versión de ley de lemas. En el primero Tierra del Fuego ha sido pionera y en Córdoba existe una ley que no ha sido aún reglamentada. Al segundo, la mitad de las provincias lo ha aplicado en alguna ocasión.
Frente a este panorama, varias propuestas deberían ser consideradas. En principio, sin limitar el federalismo existente, debería atenderse a principios generales que redujeran los márgenes de manipulación de esos sistemas, sabiendo que siempre resultará dificultoso hacer de una particular ingeniería electoral una alternativa neutral. Por otro lado, deberían erigirse exclusivas instancias judiciales de competencia electoral, como sucede en otros países y, además, promoverse el voto preferencial, considerando que la mal llamada “lista sábana” no siempre es el peor de los males. No menor es la necesidad de terminar con la dispersión y la manipulación de los calendarios electorales. Y, finalmente, establecer umbrales mínimos de calidad para la divulgación de sondeos de opinión, así como la difusión de la fuente de origen.
GABRIEL RAFART
Especial para “Río Negro”