Todos tenemos un lado oculto; a veces, como necesaria defensa de lo propio y otras, como reprimida expresión de lo que tememos ser. Cuando lo oscuro domina la vida se constituye la psicopatía, en otros casos estas emociones determinan un constante sufrimiento y conflicto interior que puede desembocar paradójicamente en acciones altruistas como modo de expiar la vergüenza de no ser perfectos.
A veces, para nuestra sorpresa, nos enteramos de que personas que nos merecían el mejor de los conceptos muestran aspectos de sí mismos insospechados por negativos y contradictorios con la imagen que hasta ese momento habían instalado en el imaginario social.
Hace pocas semanas se conoció que el intelectual y dramaturgo norteamericano Arthur Miller ocultó durante toda su vida la existencia de un hijo con síndrome de Down.
Daniel Miller cuarto hijo del escritor y segundo con su segunda esposa, Inge Morath fue internado por su padre en una institución a los pocos días de nacer y no fue visto por Miller hasta los 19 años, cuando concurrió a una consulta familiar, para no volver a verlo ni mencionarlo nunca más, ni siquiera en el obituario de su mujer ni en el testamento del propio escritor, que murió en el 2005 tras decir siempre que tenía sólo tres hijos.
Arthur Miller, autor de clásicos como "La muerte de un viajante", "Panorama desde el Puente", "Las Brujas de Salem" y "Todos eran mis hijos", por mencionar sólo algunas de sus obras, fue un crítico del sueño americano, de los que se aprovechaban de la guerra y de los que perseguían a otros por su origen étnico o sus creencias religiosas. Se constituyó en un verdadero defensor de la paz y la libertad y actuó valientemente contra el macartismo, el racismo y los halcones de la guerra en momentos en que estas ideas eran aceptadas por la sociedad norteamericana y desde el poder se fogoneaba la persecución racial e ideológica o se desarrollaban las guerras de Corea y Vietnam.
Arthur Miller, erigido en verdadera conciencia moral de su país, sucumbía por otro lado en un accionar oculto discriminador e "in-moral" que lo involucraba en sus más íntimas vivencias.
Esto merece ensayar alguna explicación que permita comprender lo aparentemente incomprensible.
Todas las personas ocultamos aspectos de nuestra interioridad por distintas razones. La más atendible quizá sea la de garantizar una necesaria protección y delimitación entre nosotros como individuos y los otros, entre el "self" el yo mismo y el mundo externo. No nos damos a conocer totalmente para preservarnos, para impedir la intromisión, el ataque y la invasión; en definitiva, trazamos especies de círculos defensivos de nuestra intimidad, personal primero y luego en el sentido familiar, grupal, comunitario, a modo de las líneas de trinchera de la guerra o los fosos que defendían una ciudad medieval.
Ahora bien, como todo ocultamiento tiene por lo menos un doble sentido y, siguiendo la metáfora, se podría decir que detrás de los muros de la ciudadela protegida se guardan tropas y armas para, llegado el caso, atacar con éxito y, si es posible, por sorpresa a quien consideremos un adversario a vencer.
Pero no podemos dejar de lado, en función de la propia complejidad humana, un tercer sentido del ocultamiento, que es el de no mostrar lo que objetiva o subjetivamente consideramos son nuestras fallas, "lo vergonzoso", "el lado oscuro" de nuestra persona. La primera razón de ocultamiento nos remite al concepto de autodefensa de la individualidad y por tanto de la identidad; la segunda, a la capacidad de agresión y la tercera, a emociones y pensamientos reprimidos o directamente negados racionalmente pero instalados en nuestra estructura psíquica.
El título de la nota, parafraseando el de una obra de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum ( "El ocultamiento de lo humano, repugnancia, vergüenza y ley". Edt. Katz, Buenos Aires, 2006), me pareció oportuno para esta disquisición sobre el tercer sentido de lo que se esconde ante los demás y muchas veces ante nosotros mismos.
En este libro Nussbaum trabaja sobre el papel de las emociones en la vida pública, afirmando que éstas, si bien son personales, no son irracionales sino que están signadas por factores sociales, creencias, intereses y experiencias, llegando a ser determinantes de políticas públicas.
Rescata algunas emociones particularmente negativas, refiriéndose en especial a "la vergüenza, el asco y la repugnancia", como las que deben ser extirpadas ya que las asocia a "una voluntad no realista y a veces patológica de ser invulnerables (...), ideas mágicas de contaminación y aspiraciones imposibles de pureza", ya que, como lo afirma también textualmente, "el esconder una pretensión de invulnerabilidad atada a cierta obsesión por la contaminación y la imperfección humanas nos lleva al abismo".
Es interesante que cuando hace referencia directa a la vergüenza por la discapacidad y su consecuencia, el ocultamiento, la basa en el hecho de que la sociedad de su país está necesitada de sentirse invulnerable, negando por tanto características propias de la vida humana como su finitud e imperfección, evitándose aceptar que "todos tenemos cuerpos mortales que se descomponen y que todos tenemos necesidades y somos discapacitados de diversa forma y en grados diferentes".
Permitámonos, si no justificar, por lo menos comprender a este gran Arthur Miller que por sus propias contradicciones vivió por un lado emociones miserables pero emergió por otro como un creador que nos mostró la imperfección y las falencias de su propia sociedad y, por qué no, de sí mismo, que por carácter transitivo inherente a nuestra condición de humanos también debemos aceptar como propias para poder superarlas.