El milagro de la pelota lo hizo posible una vez más. El hechizo mágico del balón que rueda, sin importar piso ni suelo, color ni religión, se burló nuevamente de los egoísmos y de las miserias del poder.
Lo que no pudieron conseguir los políticos con sus negociaciones de miradas desconfiadas y cargadas de recelo, la intolerancia y mucho menos la guerra, lo logró un puñado de hombres (jugadores de fútbol ellos) a los que les sobró hidalguía, valor y unidad para alcanzar un objetivo: hacer feliz a un pueblo. Y sin disparar un solo tiro.
Como un milagro de la providencia, contra todos los pronósticos y con un sinfín de limitaciones a cuestas, Irak se quedó por primera vez en su historia con la Copa de Asia.
El logro trasciende sin esfuerzo el hecho meramente deportivo y se sumerge, obligado y fatal, en un trasfondo doloroso y desgarrador.
Todos los componentes del plantel, entrenados por el brasileño Jorvan Vieira, sufrieron la pérdida de familiares en la devastada Mesopotamia de Medio Oriente, flagelada por un conflicto bélico que ya lleva casi cuatro años. Para entender de qué manera estos jugadores se sobrepusieron a la adversidad en plena competencia, basta citar que cuatro de ellos perdieron a algún ser querido durante el torneo, como el arquero Noor Sabri, cuyo cuñado cayó abatido bajo las balas de la insurgencia.
Escenario impensado
Bajo la mirada occidental, este panorama resulta al menos difícil de comprender. Nadie imagina, por caso, que tales situaciones pudieran a sucederle a algún seleccionado de la elite del fútbol europeo o sudamericano, cuyo escenario político está hoy bien alejado de un conflicto bélico.
La convivencia diaria con la muerte de las personas que habitan Irak conduce inconscientemente a un acostumbramiento triste y desgraciado.
La final jugada en Yakarta, como toda la Copa, se vivió con intensidad a lo largo y ancho del país. Es que las discrepancias étnicas quedaron de lado en el equipo nacional. La armonía entre sus integrantes fue quizá el secreto que los condujo al éxito. Sunnitas, chiítas, kurdos y turcomanos lograron convivir sin desacuerdos en busca de un solo fin: la gloria y la alegría de un pueblo. “Todo lo que sucede en Irak nos anima a intentar hacer feliz a la gente de nuestro país”, dijo Hawar Mohamed, una de las estrellas del equipo, antes de la semifinal con el favorito Corea del Sur.
La mixtura de etnias que se ha transformado en un asunto tan complejo y de difícil solución en el arrasado país asiático encontró un resquicio en el equipo nacional.
El gol de la victoria en la final ante Arabia Saudita fue marcado por el capitán Yunis Mahmud, turcomano, tras capitalizar un centro de Hawar, de origen sunnita. Ambos jugadores habían tenido un entredicho a la vista de todos en el partido inaugural ante Tailandia.
En el seno de la delegación iraquí se presagió lo peor. Sin embargo nada pasó. El DT Vieira aseguró que se trató de una pelea “entre hermanos”.
“Cuando me hice cargo de la selección, me encontré con situaciones en que un chiíta le negaba el balón a un sunnita. Después todo pasó”, dijo el entrenador, uno de los hacedores del milagroso equipo que simboliza la diversidad.
“Ojalá los futbolistas pudiesen transmitir al gobierno su espíritu de consistencia y unidad nacional”, afirmó tras la victoria el vicepresidente Tarek al Hashimi.
EL LADO OSCURO
El lado oscuro de la fiesta fue que los extremistas no se tomaron descanso.
En pleno festejo popular tras la victoria en semifinales ante Corea del Sur, dos coches-bomba estallaron en medio de una multitud en Bagdad, causando la muerte de cincuenta personas. Por tal motivo, luego de la final el tránsito vehicular quedó restringido en toda la capital.
El otro punto sombrío de la historia es que varios de los campeones, que juegan fuera de Irak, se han negado en regresar a su país para la celebración.
A muchos les gustaría festejar con su propio pueblo, pero la posibilidad de reunir una multitud sería una situación ideal “para un ataque de la insurgencia”, dijo el capitán Mahmud en conferencia de prensa.
La lección de “Los leones de los dos ríos”, como se conoce al equipo, fue un soplo de aire fresco en el enrarecido clima cotidiano de Irak.
Quizá la sensatez de este grupo de hombres sirva de ejemplo al sectarismo y a la intolerancia.