la verdad tiene siempre estructura de ficción”. J. Lacan.
Sentada frente a la pantalla pienso en escribir sobre Ingmar Bergman. Es ineludible: si pienso en escribir sobre él es porque ha muerto. Releo en varias publicaciones nacionales e internacionales pequeñas crónicas en su homenaje y reseñas sobre su vasta obra. Abundan elogios, reconocimientos “a un director que ha sabido como pocos captar la esencia de la condición humana”... la fórmula se repite incesantemente en diversas plumas, en diversas lenguas.
Sin embargo, inevitablemente, me dejo arrastrar por un pequeño y curioso fragmento de información que se repite en algunas de las noticias sobre su deceso: extrañamente, no parece saberse exactamente cuál ha sido el momento de su muerte, la causa precisa. Esto me produce una tenue sonrisa: parece como si el hombre que imaginó una partida de ajedrez con la misma muerte personificada intentase escabullírsele... al menos en parte, al menos en la exactitud del rigor cronológico. ¿Imposible?
En sus memorias, Bergman recuerda, en una escena digna de una de sus películas, la muerte de su madre. Va hasta la que fue su casa, encuentra el cuerpo exánime y pasa un largo rato a su lado. Impresiona lo despojado de la descripción: “Yacía en su cama, vestida con un camisón de franela blanco y una mañanita azul. Tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia un lado y los labios entreabiertos. Estaba pálida, con ojeras, y el pelo, todavía oscuro, bien peinado –no, ya no tenía el pelo oscuro sino entrecano, y los últimos años lo llevaba corto, pero la imagen del recuerdo me dice que su pelo era oscuro, tal vez con algunas canas–. Las manos descansaban en su pecho. En el dedo índice de la mano izquierda llevaba una tirita”. Podría ser la descripción de una fotografía si no fuese por la pequeña vacilación entre el pelo oscuro y el cano; su inquietud sólo ahí se vuelve ostensible. El relato está hecho de palabras, de recuerdos, y eso lo torna quizá inexacto, seguramente verosímil.
¿Qué es eso que se escapa? La pregunta me retumba pero sigo pensando en Bergman.
Entre todo lo leído en estos días, recuerdo una entrevista en la que el cineasta afirmó: “No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He trabajado durante cincuenta años y nunca me he fiado de las palabras (...). Toda mi vida he pensado que los grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. (...) Cuando tenemos que interpretar palabras, es muy, muy difícil. Ese es el primer obstáculo: las palabras. Incluso cuando hablo mi propio idioma, siento que no puedo expresarme. Siempre es una tortura cuando escribo porque nunca encuentro las palabras adecuadas. Me gustaría haber sido músico. Violinista o pianista. Porque ellos ven una nota y la pueden recrear. También hubiese querido ser director de orquesta. Miran la partitura y la pueden aprender de memoria y la pueden llevar consigo a todas partes. Puedes alcanzar cierta precisión”.
Bergman lo supo muy joven, siendo aún un niño: las palabras engañan. Y sin embargo nos cuenta de sus esfuerzos por encontrar las exactas. Sobre esto podríamos hipotetizar, probablemente en vano, que la búsqueda incansable de rigor y precisión son fruto del severo padre luterano, del padre que le infundió temeroso respeto y rebelión a Dios. ¿Será la imago del padre severo la que se recreó en los oficiales del fisco que lo persiguieron por evasión? No lo sé, para qué engañarme.
Prefiero dejarme engañar por la obra, por sus películas. Prefiero que el niño Ingmar me engañe: “Creo que yo fui (entre los hermanos) el que mejor parado salió gracias a que me convertí en un mentiroso. Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo. Como no supe mantener la separación entre mi persona real y mi creación, los daños resultantes tuvieron consecuencias en mi vida hasta bien entrada mi edad adulta y en mi creatividad. En ocasiones he tenido que consolarme diciéndome que el que ha vivido en el engaño ama la verdad”. Vivir el engaño, amar la verdad.
He ahí la eficacia del cine: ser un perfecto simulador. Cuando tenía diez años, Bergman recibió como regalo su primer proyector. “Una maquinita destartalada” lo llamaba, pero con ella se volvía, por primera vez, un prestidigitador, un mago. Alguien que por amor a la verdad vive el engaño. Bergman, arriesgaría decir, se convertía en el poseedor de una “Linterna mágica”, título que dio a sus memorias.
Imágenes y palabras; memorias y engaños... el artista nos invita con su obra a merodear la inexactitud de aquello que se escapa. El siglo XX ha visto nacer simultáneamente al cine y al psicoanálisis. Ambos dan cuenta de eso, enigmático, inabarcable tanto por las imágenes como por las palabras.
Y así voy de Bergman a Freud, ese otro gran soñador. O, más bien, pienso en una anécdota de su vida, quizá inexacta, seguramente verosímil.
Cuentan que en 1924 Samuel Goldwyn, fundador de lo que más tarde serían los estudios MGM, le ofreció a Freud una importante suma de dinero para que fuera asesor en una de sus películas, basada en las grandes pasiones de la humanidad. Nada mejor que contar para sus fines con el “mayor especialista del mundo en el amor”. La respuesta de Freud cuando le solicitaban la entrevista era: “No tengo interés en ver a Mr. Goldwyn”.
La anécdota, creo, encierra un grano de verdad: el artista es quien engendra, con su oficio y su talento, la creación psicológica. En materia de misterios del alma, es él quien lleva la delantera. Y de parte del psicoanálisis, sería necio negarlo. Nos queda, sin embrago, la posibilidad de dejarnos engañar, de dejarnos encantar.
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