La democracia trajo la posibilidad de participar, de elegir, de decidir. Si bien ello se encuentra matizado por distintos factores determinada influencia de los medios de comunicación en la opinión de la sociedad, manipulaciones propagandistas-partidarias, fenómenos políticos globales, degradación del papel de la educación, etcétera, podríamos insinuar que la democracia es, hasta hoy, el mejor sistema de gobierno para el hombre.
Lo que no nos ha traído la democracia, sin embargo, es plena conciencia de querer vivir en un Estado constitucional y social de derecho, tal como declama nuestra Constitución.
"Constitucional" implica el reconocimiento por los ciudadanos de una norma suprema reguladora del comportamiento individual, social y del propio Estado y el sometimiento a la misma para garantizar la convivencia, a la par que también nos habla de un conjunto de derechos enumerados en un texto Constitución cuya traslación a nuestra vida cotidiana no necesita de intermediarios, siendo la figura del juez la gran articuladora de su eficacia en el caso concreto ante la desatención de los otros poderes del Estado.
"Social" nos indica una forma de gobierno inclusiva donde todo hombre no algún hombre o determinado hombre disfruta de su dignidad sobre la base de derechos individuales y sociales, a la par que ejercita la responsabilidad de promover el desarrollo de su connatural absteniéndose de conductas individualistas.
Finalmente, la alusión a Estado "de derecho" exterioriza la aceptación de una comunidad que se somete a la fuerza de las normas como forma imperfecta, claro está de resolver los conflictos. Ese Estado se muestra a través de un sistema republicano de gobierno cuyos rasgos salientes son la división de poderes, la publicidad de los actos de gobierno de aquellos tres poderes, la periodicidad de los mandatos y la responsabilidad del funcionario y del Estado. En él se inserta el Poder Judicial como "lugar" en el que los ciudadanos depositamos, generalmente, la idea de justicia.
Ese poder, atravesado por el descrédito que ha recorrido nuestras instituciones, transita hoy una nueva etapa a nivel nacional. En los últimos tiempos, la corte federal argentina se ha dedicado a dos grandes objetivos: a) reposicionarse como uno de los tres poderes del Estado jerarquizando su tarea y "delegando" en otros tribunales nacionales y provinciales temas que obstaculizan su rol de cabeza de poder y b) afianzar y concretar el valor justicia protegiendo los derechos y garantías del hombre. Este último objetivo encierra la función primordial dentro del espacio que les cabe a los jueces en la dinámica del Estado constitucional y social de derecho. La Corte argentina ha asumido en los últimos años el rol de emitir mensajes mediante sus fallos a quienes ocupan los espacios de poder, al tiempo que concreta derechos y garantías de ese hombre social. Decide incidir en la calidad de vida y se involucra de lleno en el tema ambiental (el saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo es sólo un ejemplo), obliga a las provincias de Mendoza o Buenos Aires a sostener sistemas carcelarios que respeten la dignidad de los presos, fuerza a los otros poderes a hacer efectiva la movilidad como condición de un sistema jubilatorio digno u ordena determinadas prestaciones que inciden en las políticas de salud.
La Corte Suprema aparece, en síntesis, participando en las políticas públicas, moldeando en su porción de poder un Estado realmente constitucional, social y de derecho. Es un ejercicio prudente pero, a la vez, protectorio de la dignidad del ciudadano. Algunos se preguntan si ello comporta una intromisión en las funciones de otros poderes. La respuesta ha de ser negativa, pues la corte federal no determina cuál es la política pública a seguir por el gobierno o el legislador en materia de salud o cárceles; tan sólo los obliga a adoptar, entre distintas políticas públicas, aquella que respete un contenido mínimo de garantía de la dignidad humana. Con ello los jueces insinúan los caminos por los que sí puede transitar la discrecionalidad política y aquellos otros en que claramente dicho tránsito está prohibido. Ese mensaje prudente pero aferrado a los derechos del hombre debe ser "leído" a tiempo por los otros poderes porque de esta forma se construyen las políticas de Estado.
Las tensiones que pueden producirse desde la intervención judicial son parte de ese diálogo entre poderes tan necesario para la construcción del modelo de Estado al que hacemos referencia. Y aquí se torna necesario formular dos aclaraciones. En primer lugar, debemos presuponer que el "juez" es efectivamente "juez"; en otras palabras, que quien llega a tal cargo es independiente, imparcial e idóneo. En caso contrario, habrá un cargo de "juez" ocupado por un "no juez".
La segunda aclaración es enfatizar que la justicia como valor no es propiedad sólo del Poder Judicial sino que se encarna en los tres poderes del Estado, los cuales deben activar remedios preventivos que tiendan a realizarlo. El Poder Ejecutivo debe instar las soluciones inherentes a su papel de administrador y promotor del bienestar general y no esperar a las demandas de los tiempos electorales, porque entonces ya es tarde. El Legislador sabe que su producto, la ley, debe ser el de mayor inclusión de los ciudadanos en una situación objetiva que se transforma en regla de conducta para todos. Entre los dos ayudan a la mayor o menor conflictividad de una sociedad. Concretan o no la idea de justicia. Luego, ante el fracaso, llegará el turno de los jueces para dirimir el conflicto y "hacer justicia" en el caso concreto, sabiendo que se ha fracasado parcialmente en esa idea de justicia al no prevenir el conflicto. La función de disuasión de los poderes en nuestras democracias latinoamericanas quizá debiera ser una política de Estado, para que los conflictos que llegan al Poder Judicial sean los que realmente no han podido ser resueltos por otros caminos. Saturar de casos a los jueces es, quizá, una maniobra de quienes aprovechan el colapso judicial para que nada, en realidad, se resuelva o cambie. Un claro ejemplo de ello fue sin dudas el "corralito" y la transferencia al Poder Judicial de una responsabilidad institucional y social creada por la inoperancia política de los otros dos poderes del Estado. Todo ello sólo supo generar mayor precariedad institucional y, dolorosamente, mayor pobreza en nuestra gente.
Cuando exigimos al Poder Judicial la resolución de todos y cada uno de los conflictos, estamos exhibiendo una sensación de injusticia generalizada que debería conducir a preguntarnos qué ha fallado en nuestra sociedad y a reflexionar no sólo respecto de la responsabilidad del Estado y sus funcionarios sino también respecto de nuestra propia conducta hacia nuestros semejantes. Es cierto que quien tiene mayor responsabilidad es quien ocupa espacios de poder, ya que tiene la posibilidad cierta y efectiva de generar el cambio, la responsabilidad de "guiarnos" hacia una sociedad justa. Ello, sin embargo, no disculpa nuestra falta de solidaridad ni la apatía cívica traducida tantas veces en la falta de colaboración activa en la concreción de la dignidad de todos y cada uno de nuestros vecinos. Quizá, parte de salirnos de esa apatía sea no abarrotar un sistema judicial con planteos que podrían ser dirimidos por otros medios o bien prevenidos a tiempo.
La conciencia cívica implicada en esta idea de prevención de los conflictos nos conducirá a proteger efectivamente a los más débiles. Ellos no tienen la posibilidad de elegir, de superar sus conflictos de "otra forma", y se les debe garantizar en todo momento el acceso al juez de modo de convertir tal debilidad en fortaleza. La justicia se transforma así en un valor de realización ciudadana y no sólo estatal, con deberes y derechos para todos en una democracia propia de un Estado que pretende ser constitucional y social de derecho.
PABLO GUTIERREZ A. COLANTUONO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado