dice el inglés Carr que, para el caso de la investigación de la historia, cada vez es más imprescindible la colaboración de la psiquiatría en función de desmenuzar conductas. Que, si no se apela a ella, la exploración siempre estará “muy incompleta”. Con más de 40 años de mirar y desviscerar a la Argentina, tanto desde la literatura como desde el ensayo, ¿cómo lo ayudó su condición de psiquiatra?
–Me dio un instrumental importante a la hora de la reflexión sobre las conductas del conjunto social. Creo que el aporte esencial fue determinar esta cosa tan patética de los argentinos de buscar siempre afuera las razones de lo que nos sucede – en términos negativos– como país.
–Razones… ¿la culpa, concretamente?
–Sí, sí: la culpa. O sea, reflexionado desde lo cínico, los “beneficios” que tiene colocar la culpa afuera, siempre afuera. Una actitud destinada a sentirse aliviado porque no se tienen responsabilidades, lavarse las manos... “No somos el problema, el problema nos lo traen”.
–Ese sacarse la culpa, ¿hace a la teoría conspirativa con que se trató y trata de explicar lo que nos sucedió y sucede? Incluso la literatura de fines del siglo XIX, o parte de ésta, afincó en ella.
–Sí, sí. La teoría conspirativa se funda en ese buscar afuera la culpa. El país como blanco de siniestras maquinaciones: la sinarquía internacional, por ejemplo, a la que tanto apeló Juan Perón. La teoría de la conspiración permanente sobre la Argentina se estructura desde un elemento definidamente paranoide que alienta la desvirtuación de la realidad, con la que inexorablemente nos vamos a encontrar en un momento dado. Si referenciamos esa teoría en su aplicación a la política, concretamente, creo incluso que podemos determinar cuándo comienza a apelarse a ella para “explicar” lo que nos pasa, aunque no quiero pecar de mecanicista en esto.
–¿Cuándo?
–Cuando el país avanza hacia mediados del siglo XX y el fascismo se hace aquí carne en determinados sectores. No por generación espontánea, por supuesto, pero sí como resultante de un proceso acumulativo. En ese tiempo se consolida la cultura corporativa que marca tanto a nuestro país y que se venía insinuando. Es un tiempo en el que se acelera un trastocamiento muy singular de valores por parte de la sociedad: se pasó del valor del trabajo a la mendicidad; de la cultura del esfuerzo a la de la facilidad. Es un fenómeno que se puede apreciar en órdenes muy decisivos en la construcción cotidiana del país, de las relaciones entre los distintos sectores, de los vínculos de la sociedad con el poder político: los empresarios que buscan subsidio tras subsidio y, si es necesario, corromper en función de lograr ésta o aquella decisión del Estado; los sindicatos buscando canonjías y etc., etc., cada vez que uno pone la mira en éste o aquel estamento de la vida argentina. Conclusión: todo aquello que incluso desde la racionalidad más elemental, desde el más preciso sentido común, conspire contra esos intereses, inmediatamente es denunciado en términos de conspiración. Incluso de conspiración contra el país. Sin ir más lejos, mire lo que está pasando en la universidad pública. Pero la teoría conspirativa no es un patrimonio de la Argentina. Yo he estudiado en profundidad el caso de Irlanda, un país al que le costó horrores organizarse como comunidad, siempre sospechando de Inglaterra, de una conspiración pergeñada por Londres para someterlos, para impedirles que se desarrollaran como comunidad. Hasta que un buen día los irlandeses comenzaron a pensar que ellos mismos formaban parte del problema, que la conspiración eran ellos.
–Habló de la universidad. Cuando toca hablar de la decadencia de la universidad pública argentina no se sabe por dónde empezar. En este caso, ¿lo dice por la gratuidad?
–Por todo. La gratuidad tal como es defendida con demagogia pura. Miles y miles de estudiantes podrían –como lo demuestro en el nuevo tomo de “El atroz encanto de ser argentino”– pagar un arancel. Pequeño, si se quiere, pero de un valor potencial muy significativo por la capacidad de reproducir beneficios que tendría. En los hechos, ese arancel serviría para conformar fondos para becas destinadas a los que menos tienen aunque sí tienen legítima aspiración de estudiar. Además estimularía obligaciones y compromiso. Hay mil argumentos para cuestionar la intocable gratuidad de la enseñanza pública universitaria, pero cuando usted quiere dar el debate generoso, amplio, argumentado sobre esta cuestión, los estudiantes y muchas cátedras toman las facultades, a uno lo estigmatizan y le acreditan el estar “operando” a favor de las más siniestras “conspiraciones”. No escuchan: van por la vía violenta y se acabó. ¡Y que no me vengan con que alentar ese debate es estar en contra de la Reforma Universitaria!
–¿Qué fue en su vida universitaria-académica y qué es la Reforma Universitaria del ’18?
–Soy reformista y defiendo aquella reacción de miles de estudiantes contra el dogmatismo y el pensamiento único y cavernario de aquella universidad oligárquica contra la que arremete la reforma, ¡pero esta universidad no es la del ’18! Esta es una universidad abierta, con pluralidad de pensamiento, libertad de cátedra. Lo que necesitamos es ayudarla desde actitudes y conductas no demagógicas. La demagogia siempre tiene la mirada corta, el interés pequeño. Mudaron los tiempos... en la universidad del ’18 no se hablaba de la importancia de la investigación; hoy no se concibe una universidad ajena a hacer de la investigación uno de sus pilares.
–Raymond Aron, luego del vendaval francés del ’68, escribió que un dato de madurez de una sociedad se traduce cuando se interesa por la textura de su sistema universitario. ¿Por qué razón los argentinos no tienen historia de interesarse no sólo en la universidad sino en la calidad de sus instituciones en general?
–Creo que la génesis de ese desinterés está en que el argentino tiene mala memoria. Hace años que me acompaña un convencimiento: los argentinos nos manejamos con mucha ceguera en relación con lo que cada época, cada tiempo, requiere que pensemos, que hagamos, tanto desde lo particular como desde lo general.
–“En la Argentina, la ceguera es festiva”, dice el filósofo Wiñazki. Usted habla de mala memoria. ¿Se podría decir también que hay resistencia a acumular memoria? La memoria puede ser flagelante.
–Una situación de comodidad. Cuando me toca abordar este tema, yo trabajo mucho con una sentencia de Borges, quien sostenía que los argentinos tenemos serias dificultades para la abstracción, razón por la cual no entendemos el valor de las instituciones o el Estado mismo. Aquí, el valor de la Constitución nacional en tanto punto de reunión no existe. Antes la violaban los procesos de facto; hoy se la viola desde la política casi cotidianamente.
–Pero la política o, mejor, los políticos no son algo ajeno a la sociedad. Son, antropológicamente, una expresión de esa sociedad. Mirado el déficit de calidad que tiene el funcionamiento del sistema político, ¿dónde cargar las mayores responsabilidades sobre la situación?
–No me parece que se trate de cargar aquí o allá: es un todo. En ese marco, la ciudadanía es cómplice de la degradación del sistema político; esto está muy claro. Gritó y chilló cuando le tocaron el bolsillo... cuando se lo arreglaron no gritó más.
–Esa conducta la relaciono con un concepto que usted suele usar cuando reflexiona sobre los argentinos: desprecio, al que luego vincula con cierta conducta depredadora que –siempre según usted– define también a los argentinos. ¿Es un resultado tan directo de la colonia como suele marcarlo?
–Estoy absolutamente convencido de que ése es un legado muy grave que tenemos de nuestro tiempo de colonia y que se ha transferido, con más o menos fuerza, a través del tiempo a partir del desprecio del colonizador para con el indio, el mestizo, el negro y luego la oligarquía con el inmigrante que, una vez consolidado e incierto en la movilidad social que tanto distinguió a nuestro país, despreció al cabecita negra. Desde ese desprecio se fue abonando la depredación, por ejemplo, sobre lo público. Tenemos mucha historia de desprecio a lo distinto a escala racial, humana, etc., y mucha también de depredación alentada por el desprecio a la ley, a la norma que hace a la convivencia, a la regulación, a todo aquello que mejora la calidad de vida.
–¿Hay razones para el optimismo sobre nuestro futuro?
–¡Por supuesto! Tenemos un tejido cultural formidable, ganas de que el poder no nos use más a pesar de que bueno, el sistema electoral argentino esté signado por mucho voto cautivo. Tengo la esperanza, a pesar de tanto fracaso, de tanto enfrentamiento, de que en un punto dado el diálogo prevalecerá sobre la confrontación, la armonía sobre la prepotencia y la ley, sobre la transgresión.
EL ELEGIDO
Marcos Aguinis tiene 71 años que no aparenta. Flaco. Agil de movimientos. Vaqueros. Si cuadra, pulóver atado al cuello. Trato directo. Buen humor. Fina ironía. De cuna cordobesa y una profesión de psiquiatra que abandonó hace años en función de dedicarse a la literatura y el ensayo, campos en los que comenzó a ser conocido en los tumultuosos finales de los ’60 cuando publicó una novela símbolo de las utopías y denuedos por un mundo más justo en que se enfrascó toda una generación de jóvenes: “La cruz invertida”, que arrasó con el Premio Editorial Planeta de 1970.
Y con “Refugiados: crónica de un palestino”, casi en simultáneo, Aguinis hizo un inmenso aporte destinado a conocer la cruda realidad de cientos de miles de palestinos acorralados y, por entonces, sin patria.
Con los años le siguieron, entre otras obras, “La gesta del marrano”, “La matriz del infierno”, “Los iluminados”, “Carta esperanzada a un general”, “Un país de novela”, “Elogio de la culpa”, “Las redes del odio” y “El atroz encanto de ser argentinos”, cuyo segundo tomo acaba de publicar.
Peronismo
y estilos
–¿Gobierna el peronismo o estamos en el pos-peronismo, como señalan, entre otros, Ernesto Laclau y Halperín Donghi?
–Por lo menos se gobierna desde una matriz definidamente peronista, del peronismo de siempre. En los hechos, en la práctica objetiva de la aplicación o ejercicio de poder, el kirchnerismo es peronismo puro. No hay ninguna razón para estimar que con Kirchner se hayan disuelto los genes desde los cuales el peronismo percibe la política y el poder.
–Siguiendo ese razonamiento, ¿sólo se ha desmontado o no se apela a la liturgia y simbología que tanto vertebró al peronismo a lo largo de su historia?
–Es posible que esté marginada, pero en todo caso es un tema secundario ante lo que es el ejercicio mismo del poder por parte de Kirchner, que es de pura cuna peronista. En mi libro sintetizo este estilo que, mire por donde se lo mire, remite a lo estructural que, desde siempre, tiene el peronismo cuando obtiene el gobierno y maneja el poder. De eso hablan los superpoderes, los decretos de necesidad y urgencia, de tratar de constreñir y marginar de toda consideración a la oposición; la intolerancia como práctica ante lo distinto, ante aquello que no comparta. Con todo ese instrumental gobierna hoy Kirchner: peronista.
–Pero el grueso de la sociedad acompaña. Llegar al cuarto año de gobierno con casi el 60% de imagen positiva y cosechando el 50% de intención de voto en la Argentina es un hecho muy llamativo. ¿Cómo lo explica usted?
–Por el crecimiento sostenido de la economía, nada más. Por supuesto que no es poco cuando uno mira hacia atrás. Desde esa perspectiva, se está mejor. Pero, además, hay otro factor que coadyuva a favor de este estilo de ejercer el poder por parte de Kirchner: la seducción que en gran parte de los argentinos tiene lo que yo suelo llamar “el tyranno”, el hombre fuerte. Nada nuevo en esto: la historia argentina abunda en admiración al caudillo, al hombre fuerte, gritón, que se hace cargo de la vida de los demás y decide destinos y manda en términos excluyentes. En el libro digo que ese tipo de personalidad del poder fue dueño de vidas y haciendas; de sus cabelleras y rebenques descendían el bien y el mal, los premios y los castigos...
–No sé si estoy entrevistando a Marcos Aguinis o a Domingo Faustino Sarmiento...
–¡No, no, por favor! ¡A Marcos Aguinis! ¡Sarmiento... uno solo!
–Bueno, pero Kirchner no es un tirano, no sólo desde la legitimidad de su poder...
–No, no. Yo apelo a esa figura en función de señalar que una de las claudicaciones que tienen millones de argentinos cuando se los referencia desde sus percepciones como ciudadanos es la admiración por este tipo de ejercicio del poder prepotente.