Hurgar en las huellas nacionalistas y católicas de los jóvenes que años más tarde formaron la organización político-militar más poderosa de la Argentina en los años ’70 impulsó a Lucas Lanusse a indagar en las historias de vida de algunos de los representantes de la Iglesia Católica que entendieron el Evangelio como un mensaje revolucionario y de compromiso con los problemas del mundo y con los pobres.
De estos temas tratan los libros escritos por este abogado, nacido en 1970 y sobrino nieto del ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse, “Montoneros. El mito de sus 12 fundadores” y “Cristo revolucionario. La Iglesia militante”, publicados en el 2005 y el 2007 respectivamente.
El historiador estuvo hace unos días en Neuquén y presentó su nueva investigación en la biblioteca de la Universidad Nacional del Comahue. Esta es parte de la charla mantenida allí con “Debates”.
“Me volqué a la investigación histórica – y en especial a los años ’70– como una manera de encontrar una identidad, como si se tratara de un acto de rebeldía contra ese ambiente socioeconómico en el que me formé, donde los setenta se vieron desde una visión uniforme”, aclara Lucas Lanusse. De inmediato, recuerda que el primer libro que leyó en relación con la temática fue “Montoneros. Soldados de Perón”, de Richard Gillespie, regalo de su abuelo, es decir, del hermano de quien en mayo de 1973 debió entregar la banda presidencial a Héctor Cámpora.
En un primer momento, Lanusse pensaba escribir “un gran libro sobre la época, una versión acabada de los ’70 que pusiera fin al debate”. Dejó de lado semejante pretensión cuando, decidido a investigar, percibió que sabía poco y nada sobre los orígenes de Montoneros, su conformación como organización político-militar y su primer año de vida.
“Los montoneros eran bastante más que doce”, advierte Lanusse, quien de algún modo refuta la parábola bíblica: “No fueron los doce apóstoles, fueron al menos unos sesenta militantes”.
“Se formaron –agrega– a través de la confluencia de varias experiencias similares de diferentes lugares del país –por ejemplo, Grupo Santa Fe, Grupo Córdoba y Grupo Sabino, entre otros– y ese proceso se inició bastante tiempo antes del secuestro de Aramburu, el 29 de mayo de 1970. Esos grupos tenían contactos orgánicos al menos desde 1968 y la integración de todos en una única organización comenzó a principios de 1970. Eran el emergente de un movimiento social y político bastante extendido”.
El historiador aclara que el secuestro y ejecución del ex presidente fue “tan espectacular” y marcó tanto a la sociedad, “que impidió ver qué había por afuera y por detrás de ese hecho”. Y agrega que precisamente esto es lo que hace que otros historiadores de la época reduzcan sus visiones sobre las causas, formación e impacto de Montoneros.
En “Cristo revolucionario. La Iglesia militante”, Lanusse se ocupó de retratar las historias de vida de nueve curas y una monja que formaron parte de una corriente cristiana convertida a la militancia política y revolucionaria que se conoció con el nombre de Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Con una prosa ágil, Lanusse bucea en los pliegues de sus biografiados, con los cuales traza un recorrido que va desde el ingreso en la vida eclesiástica, los años de formación y la tarea pastoral, la militancia política, los conflictos con la jerarquía, la cárcel y la salida de la Iglesia hasta la persecución y el exilio, en escenarios tan diversos como un barrio popular en Buenos Aires, una villa miseria en Neuquén, un pueblo en Chaco, una universidad en Roma o París o un seminario en Córdoba o en Mendoza.
Aunque muchas personas de su entorno familiar y profesional intentaron disuadirlo de que no se metiera con la Iglesia, el historiador prosiguió movido, más allá de la importancia histórica de esta corriente, por un interés personal en el tema que no le resulta fácil explicar. Sin embargo, reflexiona: “Fui bautizado a los dos meses. Luego tomé la comunión, me confirmé, estudié en un colegio católico... es decir, la Iglesia estuvo desde siempre en mi vida. El hecho de haber sido educado en el catolicismo dejó en mí inquietudes y dudas: cómo es esto de que la Iglesia se ocupa de la salvación eterna, lo de las llamas del infierno, la moral del mundo, etcétera”.
“Yo estudio una corriente revolucionaria proveniente del cristianismo que cobró un importante protagonismo durante las décadas del ’60 y del ’70. Esto se tradujo no sólo en la radicalización de muchas organizaciones laicas y en la conformación del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, por ejemplo, sino en el surgimiento de agrupaciones por fuera de la Iglesia institucional pero muy influidas por el ‘cristianismo revolucionario’, como fue el caso de las guerrillas de Montoneros y Descamisados”.
Guillermina Hagen, Miguel Mascialino, Domingo Bresci, Rolando Concatti, Elvio Alberione, Héctor Galbiati, Pepe Serra, Rubén Dri, Juan Ferrante y Alberto Sily son los nombres de los diez religiosos (algunos de ellos aún pertenecen a la Iglesia institucional) que Lanusse eligió para dar cuenta de esa corriente cristiana que entregó su palabra y su acción en pos de una lucha política contra la injusticia, la pobreza y la violencia en una época marcada por la esperanza y el dolor.
“Se trata de la vida extraordinaria, jalonada de debates internos entre la política y la religión, entre el temor y la culpa, entre la muerte y el exilio o el abandono de la misión elegida, entre la militancia y la doctrina, entre el amor divino y el humano, entre la violencia y la oración, entre el deber y la fe”, como definió la periodista María Seoane el eje del libro “Cristo revolucionario”. La experiencia de entablar relación con estos “verdaderos ejemplos de compromiso y coherencia” le permitió a Lanusse no sólo encontrarle más sentido al Evangelio o al mensaje de Cristo desde la visión de quienes llevaron su legado cristiano a la pasión militante sino también encontrar diferencias entre ellos en algunos aspectos.
“Había muchos sacerdotes tercermundistas que eran peronistas y otros que no lo eran –explica Lanusse–. Algunos decían que eran peronistas porque Cristo había enseñado que había que estar con el pueblo, que era la postura de Carlos Mugica. Entre los que eran peronistas estaban aquellos ‘movimientistas’, los que acataban el liderazgo de Perón y más tolerantes con los otros sectores del movimiento como ‘la burocracia’, y del otro lado, los que sostenían que todo lo que era burocracia estaba contaminado y que había que construir desde las bases”.
Lanusse, quien no tiene reparos en confesar que forma parte de una generación escéptica e individualista, advierte que a través de la escritura de sus libros logró canalizar su “militancia” y rescata aquella generación comprometida con su tiempo “porque, al margen de aciertos o errores, tenían esa idea de que el mundo realmente se podía cambiar y además pusieron manos a la obra para hacerlo, actuaron en consecuencia, y esto no era poca cosa, a diferencia de lo que sucede hoy, cuando a duras penas uno puede cambiar su vida, su trabajo...”. Comenta que su próximo libro le dará sentido a “Montoneros. El mito de sus 12 fundadores” porque “trataré de explicar los motivos del crecimiento excepcional que tuvo Montoneros en 1973, que lo convertía en conductor de importantes sectores del peronismo”.
Para Lanusse, es “estúpido” plantear un cierre en relación con el debate de los años ’70 “porque hay miles de desaparecidos y miles de familiares que aún no encontraron los cuerpos de sus seres queridos... y no los van a encontrar nunca. Es lógico que se siga hablando de ese tiempo porque el mismo país que generó una guerrilla también generó el Proceso”.
Cura obrero en Neuquén
Uno de los capítulos de “Cristo revolucionario” está dedicado al cura Héctor Galbiati quien, a instancias de monseñor Jaime de Nevares, llegó a Neuquén en enero de 1965. Nacido en 1926 en un pequeño pueblo de Lombardía –ubicado en una zona de montaña cercana a la frontera de Italia con Suiza–, a los veinticuatro años se había ordenado sacerdote en la diócesis de Casale Monferrato.
Una noche de 1964, después de una de las sesiones del Concilio Vaticano II, conoció a monseñor Jaime de Nevares, por entonces obispo del Neuquén, quien necesitaba un cura diocesano. Héctor aceptó ese cargo sin saber siquiera dónde quedaba Neuquén. De Nevares quería que se hiciera cargo de la parroquia de Villa La Angostura pero el joven cura tenía otros planes: “Monseñor, yo no quiero estar en una parroquia. Mi idea es vivir con los pobres, trabajar con ellos...”. “Se instaló en Bouquet Roldán –relata Lanusse–, una populosa villa miseria de la capital de la provincia. Como ya no usaba sotana, al principio nadie se dio cuenta de que era cura. En las primeras semanas se dedicó a poner en condiciones una capilla de adobe que había en el lugar. Al tiempito, los vecinos comenzaron a acercarse y a darle una mano. Desde entonces, Héctor pasaría a ser el ‘Tano’. Aquello fue el comienzo de una estrecha relación que se prolongaría por espacio de veinticinco años”.
“El pueblo debe ser el artífice de su porvenir, en verdadera libertad y sin manoseos interesados”, reflexionaba en 1970 después de conocer un decreto del gobierno provincial encabezado por Felipe Sapag en el que se pretendía erradicar las villas de emergencia con el objetivo de construir viviendas nuevas en reemplazo de las de adobe, que el sacerdote consideraba “una injusticia disfrazada de bondad”. El “Tano” renunció como miembro de la cooperativa de viviendas que había impulsado y formado junto con otros vecinos del barrio Bouquet Roldán con el objetivo de adquirir tierras para construir sus casas. En una de las reuniones con Sapag, el sacerdote expresó: “El paternalismo, las cosas hechas ‘desde arriba’, pueden resultar un eficaz paliativo para alguna necesidad concreta, pero condenan a los pobres a esperar que venga alguien a solucionarles los problemas, en lugar de hacerlo por su cuenta. De esa manera, en definitiva, se los está condenando a permanecer eternamente en su condición, aun cuando de vez en cuando se les tire alguna migaja”. (P. M.)