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Domingo 22 de Abril de 2007
 
 
 
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  MATANZA DE ESTUDIANTES
  Los difusos límites entre la locura y la razón
Los locos y los cuerdos. La razón y la sinrazón. La bendita cuestión de los límites. ¿Hasta dónde llega el reino de la cordura y hasta dónde el delirio y la irracionalidad? Una trama compleja que hace a lo humano en instancias límite, una cuestión en que el poder siempre talla desde sus necesidades.
 
 

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En el habla de todos los días, la palabra “loco” ha de ser una de las más escuchadas, seguramente. La usan los jóvenes para reconocerse como pares, la emplean las personas para descalificarse unas a otras, la encontramos cuando hay que describir algo creativo, algo fuera de lo común.
Y lo curioso es que mencionamos un término que define a personas enfermas.
“De tontos, sabios y locos todos tenemos un poco”, dice la sabiduría popular. También de poetas. Así que fragmentos de locos tenemos, hecho comprobable varias veces en nuestras vidas cuando nosotros mismos nos sentimos y nos pensamos como con algo de locura dentro nuestro.
Y allí está la Psiquiatría, disciplina médica que lleva casi dos siglos ocupándose de enfermedades mentales, clasificaciones, tratamientos y definiciones. A tal punto que no hay telenovela de la tarde sin un psiquiatra o un sacerdote como personajes. A ellos –a sus palabras– se los ubica en la historia televisiva como portadores de la razón, casi del justo medio. Pero está casi cantado que, cuando los enredos y desenredos del culebrón trepan alto, aparece un médico o un psicólogo que restablece la tranquilidad y el buen tino del entramado novelístico. Y –ni qué decirlo– les transmite a los atribulados televidentes algo de la tranquilidad propia del “que sabe”, del que no se deja enredar, del que reinstala la razón.
Porque de eso parece tratarse uno de los temas de la locura, los locos y los cuerdos. La razón y la sinrazón. Y la bendita cuestión de los límites: hasta dónde llega el reino de la cordura y hasta dónde el delirio, la irracionalidad.

RAZONES PERDIDAS Y NUNCA
ENCONTRADAS DEL TODO
 
En la Argentina esto tiene una cierta tradición cultural. Uno de los debates más profundos del siglo XIX tuvo por contrincantes (¡y vaya si lo fueron!) a Sarmiento y Alberdi. Para el primero, el valor más importante de la cultura y de la vida humana era la racionalidad, el reino de la razón, que el positivismo filosófico tan arraigado en el pensamiento argentino entronizó como la culminación de la producción humana. Alberdi criticaba duramente esta idea, a la que mostraba como un prejuicio transformado en religión laica: para él era la productividad lo que cambiaba individuos y sociedades. La productividad estaba ya entonces atada a la noción de progreso histórico.
En Sarmiento, la racionalidad resultaba hasta indicador de avance histórico, en el sentido del proyecto de organización nacional consagrado hacia el 1880. Y lo que se oponía a la fundación de ese naciente Estado burgués quedaba adscripto a la irracionalidad. De tal modo, los pueblos originarios que resistieron la ocupación de sus tierras por el ejército nacional, los gauchos que desconfiaban del progreso que se les vendía y las provincias interiores desplazadas por el liberalismo portuario fueron siendo arrinconados en la sinrazón. Poco a poco, también esa sinrazón se presentó como una rémora para el progreso y la civilización, o lo que como tal se mostraba.
Resultaba necesario que el Derecho y los códigos (intentos de fijar normas y límites para el funcionamiento social) discriminaran lo que se podía y lo que no se podía, lo que se debía y lo que no se debía. En nuestro país, los siglos XIX y XX muestran un enorme esfuerzo por clasificar los fenómenos de la vida humana, tratando de ubicarlos en función de esa exigencia. El Derecho pasó a tener requerimientos muy fuertes hacia la medicina: ésta, en tanto ciencia del hombre, debía decirle qué pasaba con las personas sujetos de Derecho. En nuestro país, la Psiquiatría resultó hija de la medicina legal, que no habitaba los hospitales sino los estrados judiciales.
Así, los psiquiatras pasaron a ser aquellos que en el plano de la racionalidad determinaban quién quedaba en el terreno de la normalidad y quién en el de la a-normalidad. Este fue un fenómeno fundacional de la sociedad argentina moderna. Suele repararse poco en que, en otro terreno, el educativo, también el poder estatal exigió una institución escolar y maestros ligados al dictado, la custodia y la actualización de la norma. Nuestros maestros se llamaban normales, y las escuelas que los formaban recibían el mismo nombre. ¿Por qué? Porque su creación estuvo determinada por la necesidad de hacer de la educación formal un instrumento de creación de la sociedad proyectada luego de finalizadas las luchas intestinas que abarcaron casi todo el siglo XIX.
De modo que irracionalidad –a-normalidad– y locura fueron con el tiempo términos intercambiables y surgió la cuestión de qué hacer con eso que quedaba afuera de lo comprensible, que no encuadraba en los dictados de la razón y escapaba a las normas. Sucedió no sólo con los enfermos mentales. El mismo criterio se aplicó a quienes transgreden leyes o a quienes no resultan encuadrables en las arbitrarias currículas escolares, a los que se llamó “alumnos diferenciales” y, más tarde, con la misma carga prejuiciosa: “especiales”. ¿Diferentes de qué? ¿Diferentes de quién? Arbitrarias y subjetivas clasificaciones siguen aún hoy dictando “quiénes quedan adentro” y “quiénes afuera” de la vida social “normal”. Esta necesidad “racional” de clasificar lo inclasificable originó las instituciones de encierro, de depósito y de clausura. Manicomios, cárceles, cotolengos, escuelas diferenciales, “hogares” de niños o ancianos surgen de esta lógica según la cual quienes no entran en la norma deben ser excluidos de la sociedad, que así dice cuidar a sus minusválidos. Con los años transcurridos, cabe hacerse varias preguntas: ¿la sociedad defiende o se defiende de los locos, “niños-problema”, viejos abandonados, personas incursas en delito, discapacitados, etc.? ¿Los resultados que esas instituciones pueden hoy mostrar son coherentes con los enunciados por los que fueron creadas? ¿Cuáles son hoy esos resultados y por que están cristalizadas en el tiempo?
Pero en el pensamiento ha quedado consagrado que quien no calza en la norma dictada para todos por igual (sabemos que en la práctica las normas no son iguales para todos) es pasible de ser excluido. Por supuesto que, con cierto timbre hipócrita en el enunciado, eso se hace “por el bien” de los futuros discriminados. Este enunciado nacido de la beneficencia (tanto confesional como laica) es todo un valor por el que vivimos en un orden social en el que existen estamentos de poder que se arrogan la facultad de decidir “lo mejor” para los otros. Y la norma, no los seres humanos, está por encima de todo.
Dicho pensamiento ha chocado ya fuertemente con las ideas que nos ha permitido descubrir la ecología. Hace cuarenta años, Pichon Rivière llamaba la atención en nuestro país sobre la relación entre ecosistemas y subjetividad humana. Porque, si algo resulta absoluto en la naturaleza, es la diversidad, no sólo la biodiversidad, cuyo desconocimiento y violación está llevando al planeta a su ruina veloz, sino también la socio-diversidad y la diversidad humana. Es quizá lo más rico que caracteriza a nuestra condición de personas y entra en violenta colisión con aquellos criterios impuestos sobre la base de modelos de normalidad que no resisten el menor análisis científico, resultando fuente habitual de caprichosas decisiones del poder. ¿Cuáles son hoy las razones científicas que habilitan la continuidad inmutable de los manicomios? ¿Por qué se sigue utilizando la clasificación de “niño-problema” (o sus sucedáneos), cuando el conocimiento científico serio sigue mostrando que tales situaciones resultan imposibles de entender al margen del funcionamiento de familias y escuelas? ¿Por qué sigue cristalizado un régimen carcelario que a nadie reeduca?
Y aquí llegamos a la gran paradoja de ver que un orden basado en el reino de la razón sostiene por la fuerza del poder un pensamiento e instituciones basadas en la irracionalidad y en la negación sistemática del conocimiento científico actualizado. Una ciencia que, en abstracto, fue sostenida desde el siglo XIX contra los dogmas confesionales, hoy es desmentida por la supervivencia de concepciones, abordajes e instituciones carentes de toda racionalidad. En virtud de ello es que el poder garantiza esa continuidad, basado en la lógica de su violencia. Y de esto todos tenemos noticias diarias: sobran las denuncias periodísticas sobre las míseras condiciones de los eufemísticamente llamados “hogares” de niños, cárceles, manicomios, “hogares” de ancianos, etc. El reciente informe del CELS/Human Right Watch, que da cuenta de la situación general de los DD. HH. en nuestro país, resalta descarnadamente el espanto de estas instituciones sin que se note esfuerzo alguno desde el poder para revertir la situación.
Pero esa violencia institucional ha construido un discurso legitimador. Las nociones de peligrosidad, incurabilidad, irracionalidad, misterio e incomprensibilidad de la locura han configurado el sello del estigma social y la justificación deshumanizante de la exclusión social. La noción de “alienado” tiene, justamente, ese origen: es otro, un algo diferente de la condición humana, que adquiere esa calidad como sello definitivo. El diagnóstico pasa a ser un nuevo estado –incluso desde el Derecho– y los diagnosticados, una propiedad de la Psiquiatría y de su institución vergonzante: el hospicio.
Sin ánimo de consolarnos, debemos decir que esta descripción es, también, una pintura de nuestros tiempos y otros mundos. El pre-juicio –es decir, aquello que está antes del juicio y del conocimiento– suele tener buen oficio para adosar clasificaciones unidas por el temor al misterio, a lo irracional, lo desconocido y lo diferente. ¿No será un verdadero “loco” el homicida múltiple de Virginia, el de los 32 muertos tallados como muesca en su fusil, seguramente “asiático” como su figura humana? Asesino, parece que asiático (no tendría ojos azules entre sus inexistentes largos rizos blondos), no sería difícil que tenga antecedentes psiquiátricos. Y en caso contrario hasta sería útil proporcionarle alguna historia clínica truculenta. Cualquier cosa sirve para que esa sociedad, aterrada por el mismo poder que dice proporcionarle seguridad, no se ponga frente al espejo de sus espejismos y asuma la realidad de ser la nación portadora del nuevo orden mundial basado en la violencia sistemática.
Gabriel García Márquez describió como nadie esta cuestión en uno de sus “Doce cuentos peregrinos”, el titulado “Yo sólo vine a hablar por teléfono”, en el que la carrera social del loco (como la llamó Franco Basaglia) queda determinada no por criterios vinculados con la persona sino por adscripciones arbitrarias a clasificaciones inmutables, que hacen del individuo “un caso” y de su subjetividad, un objeto. Así, la ayuda, el acompañamiento y la solidaridad (raíces etimológicas de la palabra “cura”) son reemplazados por una obsesión clasificatoria que sólo parece descansar cuando el ser humano queda encasillado y su cerebro, supuesto monopolizador de la vida psíquica, es “atendido” con diversas sustancias que hacen tratable al intratable. Un experimento ya clásico, efectuado por especialistas en psicofármacos, ha mostrado con microscopía electrónica de alta resolución que las sacralizadas neuronas cambian su actividad y hasta su morfología interna cuando el investigador le pronuncia al investigado la palabra “love” (amor). Como para pensar que ambos –investigador e investigado– son seres humanos cuyos requerimientos suelen ser tapados por rótulos, anaqueles clasificatorios y drogas encubridoras.
No puede separarse la noción de locura que el discurso del poder acuñó de la institución que ese mismo poder organizó para segregar y negar la transgresión presente en la enfermedad mental. Porque esa institución corporiza el castigo prometido al diferente: su exclusión final, sin tiempos ni objetivos. Aunque hay que incluir otra vez la dimensión de la realidad: los manicomios no son para los “locos”, son para los locos pobres.

 

 

   
JORGE LUIS PELLEGRINI
Psiquiatra
Especial para “Río Negro”
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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