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Domingo 22 de Abril de 2007
 
 
 
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  Matanza de estudiantes
  Las señales que dejó Cho Seung-Hui
La locura del joven surcoreano que mató a 32 personas en la Universidad de Virginia y luego se suicidó no se desencadenó de un día para el otro. Detrás dejó una serie de textos perturbadores que bien podrían haber sido escuchados antes para evitar esta tragedia, la más grande de los Estados Unidos.
 
 

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ho Seung-Hui, el joven surcoreano de 23 años que mató a 32 personas en la Universidad de Virginia y luego se suicidó, dejó una nota en su cuarto en la que escribió: “Ustedes me obligaron a hacer esto”. ¿Cómo escuchar esta última frase de un sujeto a punto de cometer una masacre para luego encontrar su muerte? Si rápidamente lo catalogamos de sin-sentido, estamos eludiendo lo que esa frase tiene de apelación a los otros.
¿Por qué dejar una nota que se sabe que sólo será leída post-mortem? ¿Qué nos quiere decir ese joven, adolescente aún, al que todos describen como “solitario” y que escribía cosas que ahora todos re-significan como anunciando lo que después se consumaría?
Ya nunca lo sabremos con certeza, pero creo que no podemos eludir su interpelación.
Desde sus inicios, el psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la violencia se encuentra en el núcleo mismo de lo humano. En el devenir de su obra, Freud produce un concepto inédito e impactante: la pulsión de muerte. De esa manera puede dar cuenta, entonces, de la existencia de lo que el psicoanálisis considera lo más verdadero de toda violencia: en su vida, el sujeto no busca esencialmente su bien ni el del otro sino que está regido por el propósito de alcanzar un goce más allá de todo bienestar, armonía o equilibrio, pero que sólo es absoluto en la muerte. La agresividad revela así la existencia de una tendencia antagónica con la búsqueda de la autoconservación. Profundamente “insensata”, la pulsión de muerte es, sin embargo, indisociable de la lógica del orden simbólico.
El reinado de la ley y el símbolo le da a la palabra la función de anudar los lazos entre los hombres. Pero la capacidad “pacificadora” de la palabra es limitada porque ella es causa del equívoco, del eterno malentendido, de la inevitable aparición de un goce irreductible a la palabra, que genera un antagonismo irresoluble entre los hombres, una imposibilidad de armonía que es de hecho el verdadero motor de la historia.
Los “excesos” de la Primera Guerra Mundial condujeron a Freud a impugnar toda ilusión de equilibrio en la vida humana y a advertir la aparición sin tapujos de la otra cara de la historia, la que expone al desnudo la violencia y el terror.
Esta faz de la historia, que es concebida habitualmente como una “anormalidad” dentro de un devenir normal, constituye lo más próximo de la verdad que la habita, verdad que se oculta tras la ilusión que la presenta como el desarrollo del saber, de la moralización creciente, del progreso hacia el respeto creciente, de la búsqueda incansable de hacer realidad un ideal de paz permanente. La visión freudiana –inconciliable con toda ideología del progreso continuo y uniforme hacia estados de mayor perfección y bienestar– denuncia la fragilidad de esas creencias.
Para Freud, la historia “real” es la historia de las migraciones, de la circulación intensa entre los pueblos, de las invasiones y, sobre todo, la historia en que todo establecimiento de un lazo entre los hombres, es decir, toda conquista de amor entre ellos, sólo puede consolidarse a condición de que la agresión sea conducida al exterior. Dirá Freud: “Siempre es posible ligar en el amor a una multitud de seres humanos, con tal que otros queden afuera para manifestarles la agresión”.
Es así como para Freud la cultura se convierte en la organización simbólica de la vida humana, que procura lograr una regulación de la misma intentando de un modo hasta cierto punto infructuoso hacerla compatible con el mantenimiento de los lazos sociales.
Cho se suicidó dejando detrás una serie de señales y textos perturbadores que prueban que su locura no se desencadenó de un día para el otro. Su profesora de Filología Inglesa, Lucinda Roy, estaba tan perturbada por las cosas que escribía en sus ejercicios literarios que en varias ocasiones fue a hablar con la dirección de la universidad para advertir que era un joven con problemas serios. Según Roy, sus textos eran “macabros y retorcidos”; “era evidente que tenía un problema con el sexo y la autoridad”.
En las dos piezas de teatro que escribió para sus clases, el guión gira en torno de cómo matar a uno de los personajes principales. Una de ellas, “Richard Mc Beef”, es la historia de un chico de trece años que odia a su padrastro, llamado Dick. “Lo odio, Dick debe morir”, dice el personaje acusando a su padre de ser como un cura católico paidófilo que quiere abusar de él. Y agrega que mató a su padre para poder tener relaciones sexuales con su madre. El joven amenaza a su padrastro con una sierra eléctrica.
La universidad se negó a intervenir, afirmando que Cho tenía derecho a la libertad de expresión.
Curiosa libertad ésta, que termina excluyendo y segregando un desesperado pedido de ayuda de un sujeto que se siente amenazado por el goce más siniestro que existe para todo humano: el goce incestuoso.
Es la función simbólica, el lenguaje, lo que rescata al sujeto de este riesgo siempre presente, función encarnada en las instituciones y los líderes sociales que deben sostener la confianza en el significante, en la palabra.
Una sociedad que ha vivido en guerra la mayor parte del tiempo desde que declaró su independencia, en donde es común que a los adolescentes en sus cumpleaños se les regalen armas que pueden ser compradas en el supermercado más cercano y a precios accesibles, en donde los niños en las escuelas no pueden mostrase afectuosos con sus maestras ya que esto es considerado un síntoma patológico y la terapéutica más frecuentemente utilizada en los tratamientos psicoterapéuticos –inclusive en niños y adolescentes– es la medicación, ¿podemos pensarla como una sociedad proveedora de esta confianza en el significante?
Cuando la palabra deja de representar el sostén simbólico, puede ocurrir que sobrevenga en el sujeto la vivencia del más absoluto desamparo.
“Ustedes me obligaron...”. Cuando la demanda de auxilio no es escuchada, el sujeto se siente cada vez más hostigado por un otro imaginario al que le atribuye una intención agresiva y que puede encontrar su resolución, como en este caso, en la violencia más extrema para acabar con esa amenaza imaginaria. Pero esta agresión dirigida aparentemente a otro tiene un carácter suicida, pues al atacar esa imagen que se confunde con el yo, este mismo se asesta la agresión.

RUBEN SZERMAN  Psicólogo

Sentido en el sinsentido

 

El ser humano tiende a buscar sentido, a entender, a veces hasta en lo inexplicable. Ver a este joven con ascendientes coreanos viviendo en un país que hasta hace aproximadamente un año tuvo una hipótesis bélica sobre Corea por su política atómica no debe ser sencillo. Menos aún en un estado como el de Virginia y en una universidad tan cruzada con lo militar. ¿Pero esto explica esta reacción?
Tender a ver ambos actos agresivos transformando a uno en la causa del otro –las muertes en el dormitorio como una hipótesis más de “emoción violenta” y, luego, ante la desesperación que implica lo sucedido, decir “Me voy, pero me llevo a unos cuantos de mis posibles verdugos”– sigue siendo querer imponer un sentido a un sinsentido, así como usar las famosas explicaciones sociológicas –una sociedad que imbuye al ciudadano común de esta posible soberbia de sentirse más por portar armas, que introduce una naturalización de la muerte violenta en todos los medios de comunicación desde la más temprana infancia, que legitima algunas violencias como justas y otras no: la CIA, por el bien de los norteamericanos, todo lo puede y es natural reaccionar con violencia ante estas malas violencias–.
Ni siquiera nos sirve saber que es algo reiterado en el pueblo norteamericano, que en 25 oportunidades ha visto repetidos estos hechos. No nos tranquiliza, porque en menor escala se ha dado en muchos otros países. Ni siquiera es fácil imaginarse el momento: ¿fue realmente una implosión antes de la explosión o meramente fue un norteamericano (con apariencia asiática) que sacó un juguete y se puso a jugar a lo cowboy? Lo cierto es que no hay una explicación fiable: ni la misma hipótesis de “pulsión de muerte”, que Freud alguna vez enarboló para encontrar sentido a otro sinsentido para aquellos tiempos, como fue el nazismo, nos alcanza. Lo único sensato es aceptarlo como inexplicable.

JORGE CARRI  Psicólogo

¿Qué es el mal?

“La pregunta ‘¿Qué es el mal?’ es incontestable porque lo que tendemos a calificar de ‘malo’ o ‘malvado’ es, precisamente, la clase de elemento negativo que no podemos entender ni, tan sólo, expresar con claridad, y aún menos explicar a nuestra entera satisfacción. Llamamos ‘mal’ a esa clase de hecho negativo por la misma razón por la que nos resulta ininteligible, inefable e inexplicable. El ‘mal’ es aquello que desafía y hace añicos esa inteligibilidad que hace que el mundo sea habitable. Podemos decir que es un ‘delito’ porque disponemos de un código legislativo que todo acto delictivo vulnera. Sabemos que es ‘pecado’ porque tenemos una lista de mandamientos cuya desobediencia convierte a los infractores en pecadores. Recurrimos, sin embargo, a la idea del ‘mal’ cuando no somos capaces de señalar la norma que ha sido infringida o saltada al producirse el acto para el que tratamos de hallar un nombre apropiado. Todos los marcos que poseemos y usamos para inscribir en ellos y tramar historias horrendas que nos resulten comprensibles (y que, de ese modo, nos lleguen ya desactivadas, desintoxicadas y domesticadas o, lo que es lo mismo, nos resulten ‘llevaderas’) se desmoronan y se deshacen cuando tratamos de estirarlos para dar cabida a las obras y actos negativos que denominamos ‘malos’ o ‘malvados’, debido a nuestra incapacidad para exponer el conjunto de normas que dicho ‘mal’ ha vulnerado.
“De ahí que tantos filósofos hayan abandonado todo intento de explicar la presencia del mal por considerarlo un proyecto sin esperanza de éxito y se hayan conformado con un simple enunciado de hecho, un ‘hecho bruto’, por así llamarlo, un hecho que ni pide ni admite mayor explicación: el mal es. Sin decirlo con tantas palabras, relegan el mal al turbio espacio de los noumena de Kant (que no sólo nos son desconocidos sino que además son incognoscibles), un espacio que elude la posibilidad de examen y se resiste a la articulación discursiva. Alejado a distancia segura del territorio de lo comprensible, el mal tiende a ser invocado cuando insistimos en explicar lo inexplicable”.

(Extracto del libro “Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores”, de Zygmunt Barman, Editorial Paidós, colección Estado y sociedad; Buenos Aires, 2007, páginas 75 y 76. Barman es catedrático de la Universidad de Varsovia y autor, entre otros libros y ensayos, de la “Ambivalencia en la modernidad”, escrito con K. Tester.)

   
   
 
 
 
Diario Río Negro.
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