Néstor Kirchner termina su mandato manejando una inmensa cuota de poder. Lo acumuló a lo largo de cuatro años, más como necesidad urgente de reconstruir el espacio presidencial que por dictado de un proyecto largamente ponderado.
A lo largo de este lapso todo ese proceso ha cosechado desde la ciencias sociales reflexiones y análisis de lo más disímiles por parte de intelectuales y catedráticos. Apreciaciones que ahora, en tiempo de salida de lo que no es aventurado definir como el primer turno de Kirchner en la Rosada, siguen centrándose fundamentalmente en los estilos que aplica el mandatario en su larga carrera por sumar y sumar poder.
Lo que sigue es un repaso de sólo algunas de las opiniones más autorizadas sobre el tema en este tiempo.
Luego de una beca de seis meses en Alemania, en agosto del 2003 Beatriz Sarlo manifiesta su agrado por las primeras medidas adoptadas por Kirchner, en el poder desde mayo. Dice estar “sorprendida por esta aceleración que le imprime a la cosa pública y por la acumulación de gestos que, es cierto, tienen mucho de simbólico”. Aclara inmediatamente: “Argentina los estaba necesitando: su convocatoria a los organismos de derechos humanos y a distintas personalidades de la franja progresista... Me parece que Argentina necesitaba refrendar una vez más el compromiso del Nunca Más”.
En esas declaraciones formuladas a “La Nación”, Sarlo acota: “Está quedando de manifiesto que el único conglomerado político que puede gobernar a la Argentina es el peronismo. Al parecer, los únicos que pueden establecer gobierno, en el sentido de hacer que sus programas tengan alguna aproximación con sus prácticas políticas, son los peronistas. Menem hace una revolución conservadora profundísima en la Argentina; es el país horrible, a mi juicio, que hemos heredado. Duhalde, cuando tenía todas las oportunidades en contra y cuando casi nadie creía en él, logra establecer gobierno durante casi dos años. Sobre Kirchner todavía no podemos pronunciarnos, pero lo que parece quedar claro es que la única suma de voluntades y aparatos políticos de muy diversa naturaleza que puede establecer gobierno en Argentina está, por el momento, sólo en el peronismo”.
Pero guste o no, desde su cuna el peronismo es una realidad muy específica en la política argentina. “Un bloque de sentidos y de prácticas diferente a otros bloques. Es una realidad distintas de otras realidades, históricamente predominantes por su magnitud, adherencia y pasividad”. Y esa realidad posee características propias. Siempre se ha visto como el “hacedor” y el “realizador principal de la historia argentina”, sostiene el sociólogo Sergio Labourdette en su libro “El menemismo en el poder”.
Es esta particularidad que lleva al sociólogo Juan Carlos Torre a señalar que el peronismo es fundamentalmente una “práctica de poder” antes que cualquier otra consideración. “Los radicales conocen la ley, el peronismo el poder”, dice.
Ex catedrático en Oxford, profesor de la Universidad de San Pablo, Torre es sin duda uno de los más rigurosos investigadores del sindicalismo justicialista. Admite que “en tanto fenómeno político, cultural, el peronismo se ha enfriado”. Pero mantiene intacta su percepción de cómo ejercer el poder. “Le viene de lejos, de los mismos escritos de Juan Perón sobre el tema: conseguir, acumular y preservar poder”. En esa práctica, “jamás se somete a los valores”.
De ahí en más, el peronismo marchó hacia el exceso en el manejo del poder. Es en este campo donde Kirchner es una definición acabada de un peronista total.
“Su política de crispación no ayuda”, sentencia Torre.
Y llega el ajuste de mira de Beatriz Sarlo sobre el estilo del presidente. Apunta a su discurso. Hace tiempo que lo encuadró como “intolerante”. Y entonces se pregunta: “¿Por qué Kirchner no debería hablar del modo en que lo hacen los dirigentes de la oposición o de los dueños de los diarios?”. Y se responde: “Porque el lugar presidencial es ejemplar y único institucionalmente; no puede ser usado para peleas de compadrito, como si la defensa de los intereses del pueblo habilitara, no para ser decidido al enfrentar problemas, sino para mostrarse brutal en cualquier circunstancia, incluso en cuestiones menores que podrían ser encaradas por cualquiera de los apóstoles que lo rodean”. Pero en consonancia con la sentencia de que en política ningún discurso es neutro, Beatriz Sarlo sostiene que la intolerancia verbal del presidente “no oculta un pensamiento plural que no sabe encontrar expresión adecuada, sino que pone de manifiesto su ausencia y debilidad de convicciones democráticas”.
La palabra, siempre la palabra. La pobreza se come la palabra. La política y la cotidianeidad, la deshacen.
Como filósofo y ensayista, Santiago Kovadloff acumula, a modo de capas geológicas, años de investigación y reflexión sobre palabra y política. Desde su perspectiva, el “gran político es esencialmente un integrador, una persona sinfónica que inscribe en los intereses de la República el de cada sector particular. Y su fin no es la hegemonía del mandante, sino la del Estado”.
Anclado en ese convencimiento, entiende que “si hay algo que no se le puede negar a Kirchner es que es un realizador de poder”. Pero a partir de ahí Kovadloff plantea la duda en términos de valor cívico-republicano: “¿El problema es si la concreción del poder está al servicio del afianzamiento de la democracia o, en cambio, en busca del afianzamiento de la hegemonía personal?”.
Kovadloff se aproxima a una respuesta desmenuzando con paciencia el estilo del presidente de organizar y reproducir poder. Entonces encuentra tres Kirchner que se complementan:
• Kirchner antropofágico: apunta siempre a devorar toda disidencia interna y externa. El verticalismo sobre el que descansa la eficacia de su gestión exige un caudillismo ubicuo, asentado en la preeminencia de un enunciado excluyente.
• Kirchner conservador: el presidente lidera un gobierno profundamente signado por la dimensión temperamental por sobre lo conceptual. De hecho descansamos sobre los atributos y las limitaciones de un perfil muy temperamental.
• Kirchner timbero: actúa con capacidad de apuesta. No se le puede negar esa virtud. En parte, él ha saneado la intrascendencia en que estaba sumida la investidura presidencial, pero ha reducido todo el sistema político a su figura.
Pero a medida que se consolidó Kirchner en el poder, las observaciones sobre su estilo y formas de ampliar y reproducir consenso, fueron más exigentes en materia de definir puntualizaciones de ese proceso.
En el libro “El Presidente Inesperado”, de José Natanson –un vademécum de opiniones sobre el presidente–, el sociólogo Ricardo Sidicaro sostiene que la novedad de Kirchner “es que ha conseguido hacer una política de la época de los individuos. Oferta cuestiones que tienen que ver con valores distintos: a unos les oferta justicia, a otros planes de ayuda, a otros ciertas ideas sobre un futuro progreso. Se ha adaptado, saliendo de la tradición populista, a una sociedad mucho muy fragmentada y construida en términos de individuos. Esos es nuevo, es una ruptura con el discurso peronista”.
Profesor en la Universidad Di Tella y autor de varios trabajos entre los que se destacan “Entre la equidad y el crecimiento” y “El ciclo de la ilusión y el desencanto”, en este caso escrito con Lucas Llach, el economista Pablo Gerchunoff cree que el estilo “no tiene importancia en la política. Podemos llamarla la hipótesis del saco desabrochado. Cuidado con juzgar a Kirchner por una retórica política que él necesita. No veamos sus labios, veamos sus hechos. Y sus hechos tienen claros y oscuros, pero no se puede pintar una cosa nítida donde quede opacado lo esencial por el hecho de que no guste el discurso”.
Ponderado a la hora de la reflexión profunda y ajeno a toda la certidumbre tajante tan típica de los argentinos a la hora de mirar la política, Natalio Botana en tramo de su flamante “Poder y Hegemonía” analiza la confrontación como estilo político. Y dice: “Kirchner representa la estabilidad económica de corto plazo más la confrontación volcada hacia el pasado y actualizada en el presente”.
Pero inmediatamente advierte: “Lo curioso del caso es que la confrontación no ha pagado mal por ahora si nos remitimos, por ejemplo, a los índices de popularidad del presidente en las encuestas. ¿Signo de que hay una apetencia en la sociedad por la apetencia del conflicto? O más bien, ¿señal de que más allá del desborde verbal, lo que importa es la estabilidad económica?”.
Opiniones y dilemas en un país donde la política siempre fue más atizada por lo emocional que por exigencias de racionalidad.
Política después
de los partidos
“La fortaleza de los partidos políticos ha sido considerada un signo distintivo de la vigencia de la democracia”. Con esa afirmación Isidoro Cheresky presenta su más reciente compilación: “La política después de los partidos” (Prometeo, Buenos Aires, 2007). Seguidamente, nos recuerda: “Los partidos políticos no nacieron con las democracias”.
Antes bien, su origen pertenece al tiempo de los regímenes del sufragio restringido, adecuado al modelo liberal burgués de los gobiernos representativos del siglo XIX. Dos siglos más tarde, los partidos políticos dejaron de ser los exclusivos organizadores de la vida política: “Son más bien un recurso instrumental, eventualmente sustituibles”. Fenómeno mundial y local, los partidos políticos con los que la Argentina supo reconocerse ya no son lo que fueron y la era K promete pronunciar aún más esa mutación, cuando no de agonía.
Cheresky es autor de los dos primeros capítulos de esa obra colectiva, continuadora de otros dos trabajos indispensables para entender la experiencia reciente de nuestra democracia electoral. “De la ilusión reformista al descontento ciudadano” (2003) y el “Voto liberado” (2004).
En esta obra, Isidoro Cheresky asume el doble relato del balance minucioso, de la “interrogación” y la precaución que el analista del presente debe tener frente a una escena en movimiento, en este caso la expuesta por el “tiempo K” que aún debe completar su ciclo.
En cambio, en el capítulo que lo continúa, Hugo Quiroga asume una reflexión diferente, asumiendo el riesgo de quien cree que ese tiempo ya está clausurado. Bajo el título de “La arquitectura del poder en un gobierno de la opinión pública”, Quiroga parte de una visión critica del “decisionismo” imperante en Argentina y en particular del estilo K de poder, que construyó como propio el “decisionismo presupuestario” para consolidar un esquema de clientelismo estatal. Los partidos o lo que queda de ellos y las administraciones provinciales y municipales son sus primeras víctimas. De allí que en esa arquitectura cuenten sólo “expresiones electorales” –el equivalente mutante de los partidos políticos– y sus hombres políticos a modo de “candidatos itinerantes”. Preocupado por la construcción del poder en democracia, para el filósofo la política de este tiempo niega la deliberación y ese decisionismo, que no abandona la emergencia, pone en jaque al Estado de derecho y a la salud de la República.
“La política después de los partidos” resulta un preciso y actualizado análisis de nuestro régimen político. Fundamentalmente por lo que dejó el comportamiento ciudadano en el turno electoral del 2005 . Para ello se abordan algunos escenarios claves de Buenos Aires –La Matanza, Morón y La Plata–, también lo acontecido en Santiago del Estero, Rosario, Santa Fe, Mendoza y Capital.
Asimismo, en el libro, el tiempo político de signo K es entendido como el laboratorio que combina los elementos de la actual democracia de audiencia: liderazgo de opinión, voluntarista y movimentista, conforme a una ciudadanía “liberada”, exigente y volátil que se ha desentendido de los partidos. Sin embargo, parece haber perdido de vista que ese laboratorio había sido montado en los lustros inmediatos al retorno de la democracia. Por ello, el presidente “inesperado” que es Néstor Kirchner, sin ser el responsable de una política sin partidos, parece haberla heredado y ser, en su estilo, su gran beneficiario.
GABRIEL RAFART