Natalio Botana nos ha acostumbrado a reflexionar la política argentina ajeno a todo prejuicio sobre éste o aquel actor o éste o aquel proceso. Ese prisma es su compromiso permanente, más de cuarenta años de singular trayectoria sujeta a esa exigencia.
Lo demuestra claramente cuando explora al peronismo. El es un no peronista, no un antiperonista.
Avanza en su interpretación buceando en la historia como un todo. Mirarla como lo que es: una continuidad en la que el entrelazamiento de hechos, decisiones, vigencia y dialéctica de ideas siempre debe ser computado para no caer en la satanización de esto o de aquello.
En esa distancia, en ese alejamiento de todo determinismo, es que el sistema reflexivo de Natalio Botana adquiere su más estimulante jerarquía intelectual. La más seductora. La que más ayuda. Ayuda a pensar nuestra Argentina en términos, casi, de “señores, todos tenemos que ver con todo”.
No se trata, para Natalio Botana, de disolver culpas o responsabilidades.
Se trata simplemente de no excluirse alegremente de culpas y responsabilidades.
Es desde esa libertad intelectual que Natalio Botana se niega, ya escribiendo, ya en sus clases y conferencias, a hacer de la política y su historia un territorio poblado de buenos y malos. Es un hombre culto, con obligaciones docentes asumidas con integridad moral. Jamás se permitiría ligerezas en la materia que forma parte de la argamasa más central de su obligación intelectual: acicatear el espíritu no en función de la verdad absoluta, excluyente, terminante. Nada de eso.
Lo demuestra en una aún muy crocante nota publicada en “La Nación” el 18 de este mes (“Pasado y presente del peronismo”), dedicada a analizar la decisión judicial de investigar el accionar de la Triple A. “En gran medida –dice Botana– prevalece en el peronismo una matriz atinente al ejercicio del poder que le ofrece una reserva de orden y estabilidad”.
Pero advierte a renglón seguido: “Para ello es necesario el control del Estado nacional y el de la mayoría de las provincias. Ese control hoy existe, apuntalado por el superávit fiscal y por las leyes que habilitan una administración laxa de esa formidable masa de recursos. Un orden hegemónico con mayor o menor respeto a las libertades públicas según sea la provincia de que se trate, que, si bien expulsa de su seno a prominentes seguidores (nunca definitivamente), atrae otros actores o ‘recicla’ a los antiguos de acuerdo con la pauta ideológica de la nueva situación”.
Es desde todo andamiaje de reflexiva adultez que el politólogo e historiador acaba de publicar un excelente libro: “Poder y hegemonía. El régimen político después de la crisis”, editado por Emecé.
Hegemonía. Objetivo en la construcción de poder político que tanto signa la vida institucional del país. Asumir el ejercicio del poder llevándolo a las orillas del autoritarismo. O transformándolo en tal.
Una constante en nuestra historia: “Oscilar entre la hegemonía y la ingobernabilidad”, sentencia Natalio Botana.
Estos acechos y concretas realidades en la vida institucional del país desvelan desde siempre a Natalio Botana. Mira la historia y mira la construcción de procesos que lograron o intentaron ser hegemónicos y detecta entonces todas las claudicaciones que para el ejercicio de la ciudadanía conlleva ese tipo de práctica del poder.
El país sin ciudadanos o con ciudadanos a medias sobre el que tanto insistiera Ezequiel Martínez Estrada, incluso en términos de extrema elocuencia descalificadora.
–La hegemonía es inherente al poder –le dice en reportaje Natalio Botana a “La Nación”. Luego, acota:
–Desde Bush, que tras el 11 de setiembre limitó los derechos y las garantías constitucionales, y Chávez, con su intención de perpetuarse en el poder, hasta lo que sucede hoy en el país, los poderes ejecutivos intentan su supremacía. Lo logran frente al derrumbe del sistema de partidos, los frenos legislativos y judiciales y un rol pasivo de la ciudadanía. La tendencia hegemónica recorre gran parte de nuestra historia.
Ya en su flamante libro, Natalio Botana proyecta su mirada sobre esa historia y ese presente sin ánimo de buscar razones que fundamenten culpas unilaterales. Ya en el muy bien trabajado prólogo al libro –prólogo que en sí mismo es casi un breve ensayo– advierte que “la política nos indica que las hegemonías no nacen por generación espontánea sino que resultan de un derrumbe del sistema de partidos o de una larga demora en esta materia. Como ha indicado Giorgio Alberti, estos fenómenos son también producto de una carga de ‘dificultades históricas’ que llevamos a cuestas y que han impedido consolidar entre nosotros el circuito de la representación política. En su lugar, hemos echado mano a los sustitutos del ‘movimiento’ y de los lazos clientelísticos entre los líderes y sus seguidores, dos elementos indispensables para entender un campo de continuidades mucho más firme de lo que habíamos imaginado en 1983”.
Natalio Botana no ignora que la hegemonía es –siempre– un anhelo del poder. Un deseo que serpentea en la historia universal de mil maneras. Una aspiración más o menos expresada, pero consustancial a todo poder. Y el poder –como le confesara François Miterrand a Elye Wissel– “siempre es peligroso, no tanto por lo que debería encarnar sino por lo que concretamente suele encarnar en su práctica concreta”.
Resulta además muy interesante cómo Natalio Botana analiza la conformación del andamiaje hegemónico que domina el sistema político argentino hoy, una estructura de poder germinada en mucho –según el politólogo– en el interior del país. “Sobre 23 provincias más una ciudad autónoma que componen el mapa federal del país, hay nueve provincias en las cuales, desde 1983 y con referencia a la elección de gobernadores, nunca hubo alternancia entre el partido del gobierno y un partido de oposición: son Formosa, Jujuy, La Pampa, La Rioja, San Luis, Santa Cruz, Santa Fe, Neuquén y Río Negro. En esta lista hay una sola de las provincias llamadas grandes (Santa Fe); el resto está integrado por distritos pequeños que, con excepción de Neuquén en manos de un partido provincial (Movimiento Popular Neuquino) y Río Negro bajo égida de la UCR, pertenecen al justicialismo. Sumando a Santa Fe hay por ahora siete provincias justicialistas sin alternancia. Este es el juego de la periferia electoral, reducida en población, sobrerrepresentada en el Senado y en la Cámara de Diputados, pletórica de empleo público y de planes sociales, donde sin fraude ni intervenciones federales se ha erigido un nuevo régimen de gobiernos electorales”.
Y así se fue, al menos en la transición, estructurando la cultura hegemónica que domina el sistema político argentino.
Pero claro está y en esto Natalio Botana es en su libro definidamente terminante: no hay hegemonía posible sin disposición presidencial a darle forma y ejercerla sobre el conjunto. Es asegurando desde distintos planos de la vida institucional ese liderazgo como la hegemonía se afirma.
Pero advierte, sin embargo, Natalio Botana: “Pero de allí a fundar una hegemonía...”
De su largo paso hace ya muchos años por la Universidad de Lovaina, tiempo en que en corridas a París tuvo el placer de escuchar a Raymond Aron –para quien el hegemonismo era la antesala de la parálisis de la política– y por su pertenencia a la complicada Argentina, Natalio Botana tiene larga experiencia en materia de las enfermedades que desvirtúan el ejercicio del poder y debilitan la institucionalidad de un país. “Desde luego, no hay hegemonía personal capaz de encolumnar definitivamente las diversas tendencias justicialistas (el autor aborda el tema desde el escenario nacional), hay un largo trecho erizado de dificultades. No sólo por las sorpresas que encierra la democracia sino también por los retos políticos e institucionales implícitos en cualquier gestión de gobierno en América Latina. En las actuales circunstancias de América Latina no hay personalismo que resista. Los presidentes entran con alborozo al recinto del Poder Ejecutivo y salen de él salvo excepciones como la de Ricardo Lagos en Chile, expulsados, rengueando, con magullones, o sobreviven como en Venezuela, pero partiendo en dos a la sociedad”, sostiene Botana.
En otro tramo del libro avanza, en tren de esclarecer conductas de conjunto, sobre el déficit mayúsculo de todos los que condicionan la construcción de una república plena: la ciudadanía fiscal.
Si hace tres años, en Cipolletti, en conversación con este diario Natalio Botana, a la hora de hablar de pensadores argentinos, admitía estar “un poquito” más cerca de Domingo Faustino Sarmiento que de Juan Bautista Alberdi, ahora en su libro, al abordar la falta de conducta fiscal, uno se encuentra con mucho del valor que el autor de “Las Bases” daba a esta cuestión como elemento organizador de una república (ver recuadro).
Natalio Botana desmenuza todo ese entramado desde insistir con solidez en que el Estado “no es una entelequia sino un complejo institucional sostenido por la obligación política”.
Una de las tantas obligaciones que sustentan la salud de una república que los argentinos aún se deben.
Como lo demuestra Natalio Botana en su atrapante y más flamante libro.
Si todos roban...
“Cuando el contrato de la ciudadanía fiscal se rompe por alguno de sus extremos –el del contribuyente y el del Estado– o por ambos, el compromiso público capaz de sostener una república se desploma. Tal ruptura puede producirse por muchas causas. Las más importantes derivan siempre del incumplimiento del Estado por mala gestión, ausencia de control, clientelismo y corrupción, o bien por el hecho muy sencillo de que una porción de los contribuyentes se convierte en evasor. Esta última actitud puede originarse tanto en una impugnación lisa y llana del concepto de obligación política como en el efecto pernicioso que ejerce una presión fiscal exagerada. En ambas hipótesis, la injusticia es la misma: el tramo de contribuyentes que pagan y cumplen con la ley soporta sobre sus espaldas a los que no pagan.
“Volvemos al tema de los que están adentro y los que están afuera. Después de tanto andar dando vueltas a la noria, nuestra sociedad está fragmentada, no tanto según aquella distribución clásica de roles sociales, impulsores, con el auxilio de la educación, de la movilidad ascendente, sino de acuerdo con el corte que separa de un tajo los tipos de empleo y los tipos de conducta fiscal: en una y en otra dimensión están los de adentro y los de afuera, pero mientras en general los trabajadores informales configuran el sector más postergado de la sociedad junto con el contingente de los desempleados, los contribuyentes que evaden sistemáticamente sus obligaciones no están ubicados en los márgenes ni en la franja que apenas consume los productos de la canasta familiar.
“La dicotomía no deja entonces de impactar la sensibilidad ciudadana, sólo que, en el primer caso, se perjudican los de abajo y en el segundo, se beneficia un amplio conglomerado de habitantes ajenos al comportamiento leal de quienes sí asumen sus deberes con el fisco. Este choque de conductas tampoco constituye en la Argentina una novedad. Viene de lejos y no ha dejado de conformar una pintoresca corte de vividores, por lo común jactanciosos de su pericia para eludir preceptos legales. En otros tiempos, a esta suerte de personaje se lo llamaba rastacuero. Ahora, la atmósfera de la época absorbe o, al menos, difuma sus facciones. Además, el rastacuero sabe que, cuando las papas queman, vendrá en su ayuda algún caso de corrupción política que sirva para justificar su propio desdén: si todos roban, no seré yo quien tenga que pagar”. (Extracto de “Poder y hegemonía”, páginas 120 y 121)