| Desde el annus terribilis de 1994, en el cual se conjuntaron el alzamiento zapatista en Chiapas, los asesinatos del candidato presidencial del PRI y uno de sus principales consejeros y una profunda crisis económica, México no había atravesado una etapa tan turbulenta como los 10 primeros meses de 2006. A una campaña electoral marcada por la guerra sucia entre los candidatos, la intervención ilegal del presidente y la polarización extrema de la sociedad, le sucedió un acre conflicto poselectoral encabezado por Andrés Manuel López Obrador, quien quedó en segundo lugar en los comicios por menos de 250.000 votos. Pero mientras éste y sus aliados perseveraban en sus protestas y se apresuraban a tomar el Zócalo de la ciudad de México, una revuelta aún más radical se incubaba en la capital del estado de Oaxaca. Como todos los movimientos que terminan por convertirse en noticia, éste tuvo su origen en un conflicto en apariencia menor: la exigencia de los miembros de la sección 22 del sindicato de maestros para ser “rezonificados”, es decir, para que sus salarios fuesen semejantes a los de las zonas más ricas del país. Las quejas de los profesores oaxaqueños no podían resultar más inoportunas: opacadas por las campañas, sus demandas fueron desdeñadas por el centro y desoídas por el gobernador del estado, Ulises Ruiz, uno de los últimos sátrapas del Partido Revolucionario Institucional. Amparándose en la tradición autoritaria de sus predecesores y en la indiferencia tanto del gobierno federal como de la opinión pública, Ruiz decidió lidiar con los maestros como solían hacerlo los políticos del PRI en sus mejores épocas: sobornando, amenazando y al final reprimiendo sin tregua a quienes cuestionaban su autoridad. Frívolo y soberbio, Ruiz no se dio cuenta de que la brutalidad policíaca sólo lograría recrudecer las protestas, y pronto los maestros se vieron reforzados por un contingente de grupos y organizaciones de variado cuño (entre los que figuran, sin duda, simpatizantes de la guerrilla), cuya meta común pasó a ser, por supuesto, la cabeza del sátrapa. Ruiz respondió con más represión, convencido de que el conflicto poselectoral que atravesaba el país distraería la atención de sus maniobras y lo protegería de cualquier intento de remoción. Las condiciones estaban dadas para que Oaxaca se convirtiera en la metáfora extrema del México actual. Primero, porque su capital es ya una anomalía: una hermosa ciudad colonial, paraíso de los turistas, cuyo desarrollo está a años luz con respecto al resto del estado. Segundo, porque se trata de una región que, pese a los cambios experimentados en las últimas décadas, se ha conservado bajo el férreo control del PRI. Y, tercero, porque la sección 22 del sindicato de maestros mantiene una tensa relación con la dirigencia nacional dominada por Elba Esther Gordillo, acaso la mujer más poderosa del país, recientemente expulsada del PRI y artífice, gracias a su nuevo partido, Nueva Alianza, del ajustado triunfo de Calderón. Para entender lo que ocurre en Oaxaca se vuelve necesario desmenuzar el laberinto de complicidades tejidas entre todos estos actores. Tanto el gobierno federal como el PRI –o esa pléyade de caudillos que administran las ruinas del PRI– son los responsables directos de que la situación se haya degradado hasta extremos inauditos. El conflicto se ha saldado ya con las vidas de 14 personas –debo repetirlo, porque en México nadie parece escucharlo: 14 personas–, todas ellas (salvo un periodista estadounidense) miembros de la pleonástica Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca o APPO, es decir, de los rebeldes. Decidido a pasar a la historia como un demócrata intachable, Fox prefirió esperar hasta el último momento antes de intervenir para no “mancharse las manos de sangre”. Su ansia de pasar a la historia le ha cobrado su peor factura: por acción u omisión, su gobierno es el primer responsable de estas muertes. Temeroso de que la posible remoción de un gobernador sirviese como antecedente para echar a Felipe Calderón (tal como ha anunciado López Obrador), el PAN también se decantó por la no intervención en el conflicto, con los resultados ya vistos. El caso del PRI es más obvio: tras su descalabro electoral, sus huestes se aferran con uñas y dientes a sus últimos resquicios de poder. Esta avidez criminal, sumada a la ausencia de un auténtico líder en sus filas, ha provocado la denodada resistencia de Ruiz a abandonar su puesto. Por último, Elba Ester Gordillo se ha convertido, de nuevo, en la única beneficiaria del caos: Oaxaca le garantizó que el gobierno de Fox comprometiese 41.000 millones de pesos (unos 3.000 millones de euros) para la “rezonificación” de los miembros de su sindicato; gracias a ello, la sección 22 decidió regresar a clases luego de cuatro meses de huelga, por más que muchos maestros no hayan avalado la decisión de sus dirigentes. Oaxaca como espejo del país. Una región pobre dominada por una élite irresponsable y venal. Un presidente pusilánime, sólo preocupado por su fama futura (y sepultándola por ello mismo). Un partido en el poder a la defensiva, solitario y amedrentado. Una izquierda fanática que parece ansiar el fracaso del gobierno sin pensar en los costos para la población. Un sindicalismo autoritario y monolítico. Una dirigente magisterial que, por despecho, sigue haciendo lo que se le antoja con el país. Un PRI moribundo, incapaz no sólo de renovarse sino de poseer una mínima coherencia. Un gobernador corrupto y mendaz que busca la impunidad a cualquier precio. Una guerrilla sin programa que se aprovecha del descontento popular. Una sociedad cada día más cansada y, por ello mismo, cada día menos civilizada. Una clase política corrupta e ignorante. Y, como de costumbre, unos cuantos muertos, anónimos y olvidados, caídos sin ninguna razón. Oaxaca como metáfora. Oaxaca como vergüenza. |