| La identidad radical en sus orígenes marca un reiterado rechazo al acuerdo, al que despectivamente definía como contubernio. Consideraba que el poder, a pesar de ser uno de los medios más eficaces para hacer práctico un programa, no es el fin; el radicalismo no acepta el concepto de que el fin justifica los medios. Ese enaltecimiento de los fines, esa renuncia a medrar con las propias razones para subsistir, definieron su perdurabilidad en el tiempo; es el rechazo a cualquier atisbo de inmoralidad o componenda o a cualquier claudicación ética. La doctrina del radicalismo rechaza los pactos, los entendimientos, los acuerdos con intención puramente electoralista, por eso la intransigencia y el antiacuerdismo forman parte de su tesoro doctrinal. Cuando Alem sentenció, “en política, como en todo, se hace lo que se debe y, cuando lo único que se puede hacer es malo, no se hace nada”, en una sola frase lapidó a los que conciben la política como oportunismo, orientó a hacer de la política una manera de dar de sí y no de recibir para sí, transigir es inaceptable, indudablemente la mentalidad política del fundador del radicalismo aglutinaba purismo, probidad y obstinación, en su espíritu germinaba una insoslayable repulsa al acuerdo. Esta posición se explicitaba más tarde en la Declaración de Avellaneda ( 1947) al sostener “nuestra oposición a que la Unión Cívica Radical concierte pactos o acuerdos electorales, nuestra convicción de que no debemos participar en gobiernos que no hayan surgido de nuestras propias filas”. Estos postulados provocaron adhesiones y desencuentros en el radicalismo a lo largo de su historia, ocurrieron profundas divisiones desde los acuerdistas del contubernio y los personalistas de Yrigoyen, desavenencias por posicionamientos antagónicos como los propuestos por los forjistas, Lebensohn, Larralde y la escisión de 1957 entre la UCRP y la UCRI. La intención acuerdista en sí no es repudiable, por el contrario es laudatorio que la sociedad se afane por entenderse. Pero cuando el acuerdo se plantea con el único interés de alcanzar un éxito electoral, sin un respaldo de coincidencias ideológicas para hacerlas realidad en la función de gobierno, si su finalidad se reduce a la apetencia de disponer de los cargos públicos para obtener el poder que emana de su pertenencia y el objetivo apunta sólo al usufructo de unos pocos, esa acción peca de mezquindad. El radicalismo ha dado clara muestra de altruismo y grandeza cuando integró la Asamblea de la Civilidad, La Hora del Pueblo y la Convocatoria Multipartidaria, los acercamientos consistían en sumar fuerzas, en procurar el logro del retorno de la democracia, proponía una reconciliación de las mayorías populares. Los tiempos modernos y las circunstancias han diagramado escenarios cambiantes. Hoy a un año de las elecciones, el radicalismo no tiene, por primera vez en su historia, candidato presidencial propio. Y las convenciones provinciales y nacional deberán decidir el apoyo sobre dos probables postulaciones pertenecientes a su principal adversario político opositor, el Partido Justicialista, situación extraordinaria que puede derivar en un nuevo cisma dentro del radicalismo. La disyuntiva planteada deja dos posiciones: la conducción del Comité Nacional que pretende erigirse en único juez y acérrimo custodio de los principios del radicalismo, pero sin analizar los fundamentos de la caída estrepitosa del gobierno nacional en el 2001, su implicancia partidaria y su repercusión en la sociedad. Mientras que la otra corriente afronta la lucha de seguir custodiando las últimas trincheras de poder con el que cuenta el partido en los Estados provinciales y municipales. Sin necesidad de ser un eximio analista político se concluye en que la única posibilidad de supervivencia del partido, en tanto y en cuanto no se renuncie a los principios, estará con esta segunda opción. El fenómeno de la globalización mundial, a la que tampoco es ajena la política, ha contribuido a confundir las fronteras ideológicas y ha posibilitado la alternativa de constituir frentes, uniones, concertaciones, acuerdos, movimientos, bloques, alianzas, coaliciones u optar por las fórmulas transversales, que privilegian el beneficio inmediato de la contienda electoral. No puede construirse una homogeneidad de ideas o pensamientos a través de estas fórmulas; no existe un cause común de principios, son sólo baldosas o fragmentaciones de distinto color que no responden a una plataforma o a una estructura única con objetivos claros y definidos, los únicos beneficiados de estas circunstancias son los fariseos mercaderes de la política que, con su fragilidad o escasez de conducta, se constituyen en funcionales a cualquier agrupación que les satisfaga su apetencia personal. Si de la crisis se puede rescatar una oportunidad , la Convención Radical, órgano supremo del partido, tiene la gran responsabilidad de dignificar a la política, rescatar la vergüenza, la honorabilidad, la ética y los principios que muchos guardaron en el baúl de los recuerdos. Son tiempos de análisis para detectar las causas del fenómeno políticamente degenerativo que llegó a las filas radicales. Tiempos de debate, reflexión, raciocinio, cosmovisión política serán necesarios para arribar a una salida que permita dignamente seguir reafirmando la identidad partidaria. Días de utilizar la dialéctica como un verdadero arte de razonar, que se practique la cuota de altruismo necesaria, el desprendimiento noble y un esfuerzo supremo de cara al futuro. “Que se rompa, pero que no se doble”. |