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Domingo 10 de Septiembre de 2006
 
 
 
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  CRISIS EN LA UNC
  Es la hora de poner la página en blanco y alejar el prejuicio
Está en juego la supervivencia de nuestra Casa de Altos Estudios. La solución pasa por generar actitudes francas, desprovistas de sospechas y preconceptos sobre la opinión diferente que tiene cada una de las partes interesadas.
 
 

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Mucho antes de que la FUC decidiera ocupar facultades e impedir actividades académicas, la Universidad del Comahue se dirigía hacia un callejón sin salida. Las tomas sólo contribuyeron a acelerar el proceso.
Semejante afirmación se funda en un diagnóstico que deslicé hace algún tiempo por las páginas de “Río Negro”(1). La universidad argentina en general, no sólo la UNC, luce una debilidad que la coloca frente al riesgo de extinción: su incapacidad para garantizar umbrales mínimos de conocimiento.
Dentro de sus fronteras podemos hallar alumnos brillantes, profesores sobresalientes, graduados destacados, proyectos de extensión valiosos o programas de investigación innovadores. Pero es altamente probable que el egresado típico de una casa de altos estudios de nuestro país desconozca muchos de los basamentos de la disciplina en la cual se diplomó.
Así, sin satisfacer la más elemental de sus misiones, resulta ilusorio suponer que estas instituciones podrán desempeñar con efectividad otros papeles que solemos asignarle. Por ejemplo, constituir sujetos críticos, impulsar la movilidad social, alimentar el complejo científico-tecnológico, realizar aportes en materia de asistencia social y fortalecer la competitividad empresarial.
A pesar de todo, la “calidad educativa” no suele tener prioridad en el escenario político de las universidades. No ocupó lugar destacado, salvo excepciones, en la agenda de quienes compitieron en las últimas elecciones celebradas en el Comahue ni en los reclamos de la Federación Universitaria. Y cuando adquiere relevancia, su protagonismo tiende a diluirse bajo el peso del clientelismo que fomentan ciertas autoridades, la maraña burocrática, la inercia organizacional, las decisiones cotidianas de los consejos directivos y los intereses particulares.
Nada sorprendente en contextos desprovistos de una visión estratégica capaz de generar consensos mínimos y servir de guía para la acción. Por aquí tendría que comenzar la reconstrucción; por una etapa cuyos objetivos trasciendan las rivalidades y metas de corto plazo. Todo debe ponerse en tela de juicio en un marco donde se respete el derecho a opinar, trabajar y estudiar.
DEMOCRATIZACION

Debemos discutir acerca de las formas de gobierno y la democratización, aunque sin circunscribirnos al número de representantes por claustro. Un plan de democratización necesita contemplar mutaciones significativas, digamos, en el funcionamiento de las asambleas con el fin de evitar tanto su manipulación arbitraria como su dudosa transparencia. Nadie en el mundo universitario desconoce las convocatorias sorpresivas, la ingerencia de personas ajenas a la vida académica, la prolongación de las reuniones durante intervalos y hasta horas extravagantes, los aprietes físicos, las agresiones verbales y las decisiones adoptadas sin recuento ordenado de votos.
Con tales reglas de juego se alienta casi exclusivamente la actuación de quienes califican como “militantes vocacionales”. Quedan fuera del circuito –aparte de los reticentes– aquellas personas que necesitan trabajar además de estudiar, los alumnos que pretenden una combinación más equilibrada entre horas destinadas al estudio y tiempo de militancia y el grupo interesado en vías menos contaminadas.
El desafío consiste en promover, no sólo en el claustro estudiantil, la participación masiva para minimizar las posibilidades de adoptar medidas que sólo satisfagan el interés de sectores o agrupaciones minoritarias.
Ahora bien, un proceso de enseñanza-aprendizaje participativo no habilita a los alumnos para establecer criterios que exigen saberes especializados -como los referidos a contenidos curriculares, planes de estudio o programas de materias específicas- aun cuando debe reconocerles el derecho a opinar y elegir entre cátedras alternativas para preservar la diversidad ideológica o la multiplicidad de enfoques didáctico-pedagógicos.
Será inevitable volver sobre el tenor de la ley de Educación Superior, cuyas normas aparentemente concitan tan pocas adhesiones que cualquiera se atreve a pronosticar su reemplazo. Sin embargo, existe poco margen para forjarnos expectativas halagüeñas respecto de las consecuencias de su eventual derogación.
Dicha ley es apenas un símbolo: la decadencia de la educación universitaria empezó antes de su sanción, continuó durante su vigencia y posiblemente se prolongue después si conservamos el actual estado de cosas. Efectivamente, en el interior de cada organismo poco cambió desde que fuera publicada en el boletín oficial.
¿Qué hacer entonces con la acreditación? Seguro hay opciones intermedias entre su rechazo total y la aceptación incondicional, trabajando dentro de los límites legales al mismo tiempo que se proponen alternativas y se explotan sus ventajas para impulsar reformas. Es erróneo suponer que habrá universidades de primera y establecimientos de segunda debido a la acreditación, o en todo caso únicamente por ella, pues esa diferenciación se dirime en el mercado cada vez que compañías privadas u organismos públicos demandan los servicios de un buen profesional.
Los mecanismos de marras pueden ofrecer, como interpretaron numerosas facultades de todo el país, chances de operar sobre las debilidades de cada unidad académica. Hay docentes que permanecen en sus cargos sin ponerse a prueba mediante concursos periódicos, hacen mínimos esfuerzos para actualizar materiales didácticos, demuestran desinterés por la capacitación continua y no contribuyen con publicaciones de ninguna índole.
El discreto encanto del puesto asegurado, por falta de revalidaciones más frecuentes, y los desincentivos vinculados con aquellos comportamientos suelen representar un freno poderoso para el esfuerzo y la innovación. Obstáculos que, según indican las apariencias, no despiertan excesivas preocupaciones mientras esas cátedras puedan ocultarse tras el velo de exigencias académicas muy moderadas.

REVULSION

Independientemente de los planteos de fondo, la iniciativa de tomar facultades carga con dos contradicciones mayúsculas. La de peticionar mayores dosis de democracia recurriendo a metodologías teñidas de autoritarismo; en un régimen imperfecto pero democrático al fin. Y la de pujar por la educación pública lesionando bienes públicos.
Incluso así, los recientes acontecimientos podrían convertirse en factor clave para el futuro si se aprovecharan como revulsivo con el objeto de impulsar un profundo debate, encaminado a regenerar los cimientos mismos de la universidad y alumbrar una estrategia transformadora. Estrategia que debería asentarse en una finalidad irrenunciable para cualquier institución dedicada a estas funciones -la calidad educativa- y en dos condiciones inherentes a la universidad pública -la igualdad de oportunidades y el respeto por la libertad de expresión-.
Pocas respuestas serán encontradas, no obstante, mientras persistan las acusaciones recíprocas y las disputas para dirimir qué sector salió mejor parado de la última crisis. Pongamos la página en blanco: el replanteo impostergable debe abordarse con el desprejuicio propio de una buena experiencia de enseñanza-aprendizaje.
La supervivencia está en juego.


(1) “Mi Universidad... (Mi país)”; edición del 12 de junio de 2002.

   
ALFREDO O. ZGAIB
azgaib@yahoo.com.ar
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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