| Cuál es tu impresión respecto del lugar que ocupa el periodismo hoy? ¿Cómo ves su preparación frente a la realidad y en cuanto a lo que se transmite de la realidad? –Para empezar bien te diría que me parece que el nivel del periodismo en la Argentina está en uno de sus momentos mínimos, un mínimo históricos. Yo no recuerdo haber leído tan mal periodismo en la Argentina como el actual... desde que empecé a hacerlo hace más de 30 años. No sé por qué se da. En el caso del periodismo escrito, los medios incentivan muy poco el buen periodismo. Tienen el problema de que quieren competir con los medios audiovisuales y eligen competir de la peor manera posible, o sea imitándolos. En vez de acentuar la diferencia, lo que sólo el texto puede hacer, tratan de parecer radios o programas de televisión impresos con infografías, con textitos cortísimos, con muchos dibujitos, con mucha cosa que termina no siendo ni chicha ni limonada. Por otro lado, en general el compromiso de la prensa con los poderes políticos y económicos ya es casi chiste. Entonces esa mezcla de desinterés por la forma y sumisión en el fondo es un papel explosivo, hace que el periodismo argentino esté en su mínimo histórico en cuanto a calidad. –¿Y cómo encuadra esta situación del periodismo dentro de la realidad social? –Me parece que el periodismo en Argentina tuvo una época de sobrevaloración en los noventa, en que nadie parecía interesado en oponerse al modelo del uno a uno menemista, y algunos periodistas y algunos periódicos encabezaron esa oposición dedicándose mucho a uno de los temas posibles que era la corrupción. Para mí fue un error, pero bueno esa es otra discusión. Lo cierto es que esa decisión hizo que algunos periodistas estuvieran entre las muy pocas voces que se alzaban contra el gobierno de Menem y produjo una especie de identificación muy fuerte de sectores grandes de la población con esos medios, con esos periodistas... Lo cual a mí me parecía una lástima porque ese es un rol que no debería tener ningún periodista ni ninguna otra persona por sí misma, es un rol que a mí me gustaría que cumplieran sectores sociales y sectores políticos. –Pero el periodismo ocupó ese rol debido a que las instituciones que lo debían ocupar no lo hacían. –Si un pueblo está indignado con un gobierno debería hacerse cargo de eso y hacer algo al respecto, no regocijarse porque papá periodista o papá juez se ocupan de eso. En los noventa se dio; entonces se sobrevaluó al periodismo porque ocupó ese lugar social que otros no ocupaban en oposición a un gobierno que estaba destruyendo a la Argentina. –¿Y por qué considerás un error el acento puesto en la denuncia de la corrupción? –Porque lo importante del gobierno de Menem no fue que fuera corrupto, con la corrupción se pueden hacer cosas muy distintas. Lo significativo es que, entre otras cosas gracias a la corrupción, consiguió convertir a la Argentina en un país infinitamente más injusto de lo que era antes de empezar. Consiguió consolidar el proceso, que iniciaron los militares en el 76, de creación de un país con ricos muy ricos, pobres muy pobres y grandes injusticias y desigualdades. La insistencia en la corrupción en un punto fue nociva, yo estoy seguro de que todos lo hicieron con la mejor voluntad, pero hizo que mucha gente se satisficiera en eso... Y mientras pasaban esas cosas, que eran muy menores, el cambio de estructura extremo que hubo en la Argentina pasaba inadvertido. –¿A qué atribuís eso que en tu criterio fue un error del periodismo? ¿Falta de visión? –No, los periodistas hicieron su trabajo que era tratar de ver si en la valija de Amira Yoma había lo que tenía que haber. Lo que pasó fue que el resto de las fuerzas sociales y políticas no hicieron lo que tenían que hacer. –Faltó ejercicio cívico y militancia. ¿Cómo ves hoy la militancia social, si es que la hay? –Para que estemos todos mejor se dispersa en infinidad de esfuerzos, de los más interesantes en muchos casos, pero que no encuentran un eje común, un cauce común que los potencie. Muchas veces da la sensación de que no hubiera demasiado movimiento en ese sentido por la falta de esa homogeneidad o de esa síntesis que le podría dar el hecho de tener un modelo común y un objetivo común, cosa que sí existió durante todo el siglo XX hasta los setenta, pero falló y se perdió. Cuando existía la idea de que si se militaba de tal o cual manera se iba a conseguir cambiar esta sociedad, era mucho más fácil saber lo que había que hacer cuando uno quería hacer algo. Ahora es mucho más etéreo, es una época de búsqueda en la que mucha gente trata de encontrar maneras de hacerlo y, en ese sentido, es mucho más interesante y también muy frustrante. Creo que es de esos momentos cuya importancia vamos a entender bien dentro de 10, 20 ó 30 años. –¿Tenés alguna percepción de que exista un avance o estamos perdidos? –De esa sensación de estar perdidos es de donde salen cosas nuevas; las sociedades no soportan estar perdidas mucho tiempo, entonces buscan encontrar nuevos ejes y nuevos proyectos. Pero esas cosas no se hacen en los tiempos que uno querría, los tiempos históricos son siempre más largos de lo que a uno le gustaría. –¿Esto lo ves limitado a la Argentina, extendido a Latinoamérica o difundido a un nivel más global? –No, eso pasa en casi todos lados. Hace poco estuve haciendo un trabajo para Naciones Unidas que me llevó a países muy raros: desde Moldavia, al este de Europa, hasta Zambia (Africa oriental), España, Francia, El Salvador, Holanda... lugares muy disimiles y muy raros. Y todo el tiempo yo pensaba “pero ¿será cierto que lo único que quiere –toda la gente que tenía entrevistar– es tener un trabajo, estar segura de que va a comer dos veces por día, funcionar bien dentro del modelo?”. A mí me parece que no, pero me parece que no está claro qué otra cosa podrían querer, entonces estamos en ese momento en el que no se sabe qué querer, que es lo más difícil. Pero teniendo en cuenta que el modelo anterior de qué y cómo querer funcionó tan mal y dio resultados tales como el stalinismo, el maoismo y todo ese tipo de cosas, me parece interesante que haya una búsqueda de una cosa nueva. Si uno lo piensa en términos personales es desesperante pero así son los tiempo históricos. –¿Qué estabas haciendo para la ONU? –Una publicación que me encargaron sobre jóvenes y migración... contar historias de jóvenes migrantes o afectados por la migración en todos estos países. Me llevó a ver cosas, en muchos casos, muy espeluznantes: chicas vendidas como prostitutas o muchachos refugiados de guerra en Costa de Marfil o estos africanos que tratan de entrar a España en los botes... Cosas terribles. –¿Cuál es la mejor formación para un periodista, pasar por una escuela de Comunicación o ser una persona culta?... Robert Cox dice que para ser periodista no es necesario estudiar periodismo. Sólo se necesita cultura. –Yo soy un poco antiguo y cuando empecé a hacer periodismo no había escuelas de periodismo; realmente no sé cómo funcionan ahora y sería presuntuoso de mi parte hablar de eso. La formación que a mí me gusta para un periodista es leer mucho, antes que nada, y tratar de entender un poco cómo funciona el mundo. Para eso, uno puede estudiar cosas muy variadas, puede leer en casa cosas muy variadas y después la formación técnica del periodista es algo que se aprende en tres meses de trabajo, que es lo que supuestamente las escuelas también te ofrecen. El aprendizaje técnico de la profesión es algo relativamente simple, el problema es saber ver el mundo, tratar de entenderlo y saber contarlo después para lo cual hay que aprender y leer mucho. El ELEGIDO Martín Caparrós orilla el metro noventa y tiene el talento que es propio a los espíritus inquietos. Nació en el 57 y se estrenó de periodista saliendo de la adolescencia, en el 73. Periodista de libreta diaria en el bolsillo trasero, Martín Caparrós es viajero incansable. Un explorador de lo que define los “suburbios del mundo”, esa franja donde el sistema muestras las lacras que produce. Culto. Sólida formación intelectual. Pasión por el manejo de ideas antitéticas. Siempre con un dejo de timidez a la hora de desplegar sus reflexiones, quienes han sido sus compañeros en redacciones reconocen la inmensa generosidad que tiene a la hora de transferir experiencia y ayudar a los colegas que se inician en el oficio. Estudió Historia en La Sorbona. Y mientras estuvo exiliado fue pergeñando su libro de mayor trascendencia: “La Voluntad”, tres tomos que, escritos junto a Eduardo Anguita, recorren la historia de la militancia política en la Argentina de los 60 y 70. Obra ejecutada mediante un despliegue de material recogido con minuciosa paciencia y rigor y que agotó sus tres primeras ediciones en un mes. “Palabras sin sentido fuerte” –¿Como percibís que se expresa este momento social en la literatura, sobre todo en Argentina y Latinoamérica? –Nunca supe hacia dónde iba la literatura en ninguna parte pero... Se habló de literatura latinoamericana y, en general, se hablaba de una literatura un poco telúrica y rural. Incluso los supuestos grandes ejemplos de esa literatura todavía en los sesenta, donde hubo el último gran movimiento, era así. Gabriel García Márquez es eso, Juan Rulfo es eso, Alejo Carpentier bastante, y eso hacía que en ese sentido la literatura argentina estuviera alejada de la latinoamericana, eran como dos campos radicalmente diferentes. Ahora la narrativa latinoamericana se ha vuelto mucho más urbana y en ese sentido estamos más cerca, porque la argentina siempre fue una narrativa más urbana. –¿Qué querés decir con eso de “una narrativa mucho más urbana”? –Ahora estamos más integrados dentro de la narrativa latinoamericana, así como estamos más integrados dentro de América Latina en la medida en que nos hemos convertido en un país lamentablemente latinoamericano, con desigualdades más marcadas. Yo suelo pensar que lo que pasó en Argentina fue un proceso brutal de latinoamericanización, en el mal sentido de la palabra. Pero lo que veo al mismo tiempo, quizás esto sea injusto, es que en buena parte de la narrativa latinoamericana que se está produciendo ahora se ha perdido la ambición por escribir en el sentido fuerte de la palabra. Se cuentan cosas, se componen libros que en algunos casos se venden bien y algunos se traducen, pero no veo esos grandes esfuerzos por decir: “Bueno, he escrito algo y agárrense. Después de leer esto a ver qué hacen”. Esta cosa que era muy notoria sobre todo en los cincuenta y sesenta parece que se perdió, y es una lástima porque creo que para hacer productos fácilmente consumibles hay profesiones mucho más rentables que la narrativa. –¿Puede que exista una correlación con la desorientación social? –Yo no sé con qué tiene que ver; me parece que, por un lado, hay como el establecimiento de un cierto mercado organizado por las editoriales que suponen que sus consumidores son idiotas, que los lectores son idiotas, y tienen mucho miedo de darles algo que pudieran no entender o tener que hacer un esfuerzo para entender. Y supongo que los escritores de alguna manera nos acomodamos a eso. –¿Y a vos te pasa eso? –A mí un poco me pasa... Hace 15 días estuve en la Feria del Libro en Lima y estuve con varios amigos narradores de distintos lugares. Escuché un par de presentaciones, charlamos y, cuando volvía en el avión, me agarró como un ataque y pensé: “Qué mediocres que somos”. |