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Domingo 06 de Agosto de 2006
 
 
 
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  ENTREVISTA: HORACIO GONZALEZ, SOCIOLOGO
  “La democracia alfonsinista era de algún modo patológica”
El gobierno de Raúl Alfonsín procuró nutrirse de contenido intelectual mediante una permanente consulta con distintos planos del pensamiento, un tema central que da forma a las reflexiones que aquí vuelca Horacio González.
 
 

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Cómo se da el vínculo entre los intelectuales y el alfonsinismo?
–Para eso habría que hablar del discurso con Alfonsín en Parque Norte. Fue excepcional, quizás uno de los grandes discursos de los ochenta. Capaz de abrir una época nueva, la idea de que lo democrático era el poder del discurso, crear una doctrina y un nuevo sujeto, como se decía. Tuvo dos grandes partes: la que escribieron Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola, sobre todo De Ipola, vinculado al tema de la democracia con reglas, unas constitutivas y otras normativas. La democracia concebida como un conjunto de reglas. Las normativas eran las que, con el acatamiento común, permitían la vida social, a través de acuerdos, consensos, definidos siempre como verdad, y las constitutivas eran algo así como la garantía final, la regla que pensaba las reglas. Lo escuché por radio y primero me asombró, porque había leído en la revista “Punto de Vista” algo muy parecido, en un artículo creo que de De Ipola. Yo venía de votar a Luder, pero con ese discurso tuve el sentimiento de que ahí había algo fuerte, que era un grupo de intelectuales que proponía palabras y textos que se querían fusionar con la fuerza política del presidente. También me parece interesante que de algún modo con ese acto el partido radical volvía a acercarse al yrigoyenismo moralista.
–Además de la democracia con reglas, ¿aparecen otros conceptos?
–Sí, la idea de una democracia entendida como fundadora. Creo que en eso lo criticábamos nosotros, si no recuerdo mal, por la contradicción que había entre poner reglas universales y el hecho de necesitar la garantía de un fundador, que sería Alfonsín. Pensábamos que para cumplir una regla que hiciera a todos iguales no tenía que haber fundador. Si había fundador era la regla, más un elemento superior a la regla. Hay que aclarar que, en todo caso, todos más o menos fuimos alfonsinistas pero un poco con la idea del peronismo. Esa fue la excepcionalidad alfonsinista: reiteraba la democracia de iguales y la hacía parecida a la fundación peronista, que tenía algo que estaba por detrás o fuera del sistema y venía a salvarlo. Entonces todas esas discusiones, en los términos de Alfonsín, rescataban todo lo que el peronismo no había podido dar o había fracasado, en nombre del fundador. Digamos que, en forma tibia, el alfonsinismo venía a proponer lo mismo pero con una sociología o una semiología que, con buen tino, hizo caminar paralelamente al moralismo radical. Era muy interesante ver a Alfonsín que iba a hacer discursos en los suburbios, con estilo criollista: “¡Tenemos que ser corajudos y defender las reglas constitutivas y normativas!”, es decir, utilizaba la jerga del político de tribuna popular pero con matices sociológicos y lingüísticos. Recuerdo eso, que la discusión giraba sobre la búsqueda de un lenguaje a utilizar para recuperar el “legado”, digamos, popular, nacional, tomando el problema del peronismo, que incluía la idea de un fundador, mientras se decía que la democracia era eliminar esa idea y aceptar un conjunto de reglas... pero ahí aparecía el problema: quién la constituía. Por eso la regla constitutiva era una especie de idea sistemática de la sociedad. De todos modos un gobierno, digamos, de sociólogos, no pudo ser porque no pudo constituir en su nombre una democracia por encima de la lucha política real: se tomaban cuarteles, el sindicalismo actuaba de manera imprevisible... se desafiaba al fundador, que se terminó convirtiendo en una figura política más. O sea, la democracia alfonsinista era de algún modo patológica. Al mismo tiempo con una autoconciencia utópica, en tanto que intentó hacer un balance del terror y dar por terminada esa época, y a su vez proponiendo un cambio de ejercicio en la práctica política y discursiva, importando la idea de que la democracia era un diálogo entre normas de nivel diferente.
–¿Se retoma alguna idea previa al 76?
–No, porque casi no existía una idea de democracia como tal. Estaba subordinada, como en el leninismo. Había quizá por ahí un recuerdo del maoísmo, que era el de la democracia como una suerte de alianza de clases que, previamente descartada la burguesía, vinculaba al proletariado con los intelectuales, el campesinado... pero de la historia clásica, nada. En el peronismo había una idea democrática en la fuerza de la movilización colectiva, como forma de aludir a lo colectivo popular... Lo que ocurre fundamentalmente es que para el 83 y 84 comienza a sustituirse la idea de revolución por la de democracia y la discusión de la época era el acceso del socialismo a la democracia. Fue volver un poco a la discusión de la socialdemocracia de principios del siglo XX, en el sentido de que democracia y socialismo no son lo mismo pero no pueden existir separados. De modo tal que lo que no reaparece con fuerza es la idea de revolución nacional de las décadas anteriores. En ese marco la crítica al absolutismo ético de Guevara, que desarrollan José Aricó y otros, hace aparecer a la democracia salvando al socialismo y al socialismo salvando a la democracia. También en su libro sobre Marx y América Latina, se podría decir que deja entrever una suerte de promesa latinoamericanista, asunto no del todo desligado al interés que había tenido fugazmente por el montonerismo del 73. Pienso que, en el fondo, su preocupación fue pedirle a Alfonsín la idea de un movimiento histórico que juntará la veta radical, la venta peronista y la socialista. Por otra parte hay que recordar que había una tensión importante entre el pensamiento de (Juan Carlos) Portantiero, que hablaba de la democracia como una articulación de fuerzas, que prácticamente la hace sinónimo de democracia participativa, y el de Aricó que, como dijo Del Barco, concebía a la democracia como un hecho moral, sugiriendo una definición fuera de toda discusión politológica.
–¿Qué otras ideas circulaban?
–Toda la politología de la época recaía en el concepto de transición, concepto de gran fama pero más bien pobre, en tanto que exige saber a dónde se origina el nuevo tiempo y hasta dónde se quiere llegar. Alfonsín lo cultivó e incluso se podría decir que su gobierno fue una transición... hasta que se empezó a resquebrajar. En ese sentido la palabra ‘democracia’ a veces tiene cierta virtud teórico-comprensiva, digamos, que la hace añorable y defendible, pero en su sordo imperio, a veces opaca el debate de la historia y los nombres que realmente tuvo y los recuerdos del pasado que cíclicamente se vuelve a enfrentar. Por otro lado, el tema del adiós al peronismo era un tema fuerte. Parecía que para volver viva a la democracia se tenía que dejar de escuchar la palabra peronismo.
–¿Cómo se transcurre entre el alfonsinismo y el menemismo respecto a la idea de la democracia?
–Menem instala la idea del mercado. Con el alfonsinismo todavía no operaba como el gran regulador de la acción política. Si bien el alfonsinismo tenía, con Rodolfo Terragno, sus indicios de modernización, de la privatización con el control de la acción de oro, el 51% del Estado... frente a esas decisiones que hoy se podrían pensar como ingenuas todos nos escandalizábamos. Por eso cuando viene Menem quedamos descolocados. Apareció alguien que, como una prueba de la maleabilidad de los rótulos, se decía peronista y nos dejó a todos en la obligación de reconocer que Alfonsín, de alguna manera, era todavía parte del último capítulo de una forma del Estado argentino. En términos de construcción política da la impresión de que la historia argentina no se ha movido del lugar en que la puso el proyecto de Alfonsín, que fue hacer un movimiento como el anterior, aceptando en una porción muy grande la experiencia popular anterior pero presuntamente despojada de sus aristas más despóticas o las destinadas a pactar con las fuerzas más terribles de la política argentina.

EL ELEGIDO

Horacio González es profesor en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Sociólogo egresado de esa Casa de Estudios, tiene sólida proyección en el mundo intelectual argentino desde su reconocida capacidad para explorar la realidad nacional desde posicionamientos siempre muy bien argumentados.
–Será una biblioteca dentro de otra biblioteca –fue la ironía con la que un íntimo amigo suyo reaccionó el día que a González lo designaron director de la Biblioteca Nacional.
A lo largo de la dictadura militar, estuvo exiliado en San Pablo, tiempo que aprovechó para consolidar su formación en el campo de la ciencias sociales.
Hoy, a su tarea académica y su labor de funcionario nacional, González suma decidida dedicación al estudio de las ideas políticas en Argentina. Dirige también “El ojo mocho”, revista de análisis social e ideológico.
Como bien señala “La Intemperie”, la pregunta “por el papel de los intelectuales en la vida política es una forma de reflexionar sobre el modo en el que se formulan, se sugieren distintos proyectos de país, diferentes formas de considerar el poder y el gobierno y de entender la sociedad”.

De don Raúl al poder de K

–¿Se podría hablar entonces de semejanzas entre Alfonsín y Kirchner?
–Por distintas razones los derechos humanos les ofrecieron a ambos un campo novedoso. Respecto al kirchnerismo pienso que encontró el movimiento pendular al cual pertenecería. La novedad de los derechos humanos y el desenfado en el lenguaje para hablar de economía y otros temas por un lado y, cuando el péndulo vuelve, la invitación a participar en formas tradicionales de hacer política. Por eso se da que, con las instituciones políticas ya constituidas, comenzaron con una suerte de piqueterismo espontáneo y terminaron con una relación piqueteros-Estado no querida previamente por ninguno de los dos. En ese sentido el kirchnerismo repone una invitación a la sociedad más bien a la manera del 45, con ciertos sectores populares movilizados a través de una ilusión de autonomía. Este gobierno tiene variantes que son democráticas y al mismo tiempo se distancia del deseo de constituir un ideal atado a reglas ciudadanas. Parecería que se está instalando la idea del “sujeto social popular”, traído como gran dinamizador de la historia a los moldes de la ciudadanía y encerrado en esos moldes. En el debate de los ochenta muchos considerábamos –y de ahí la distancia con Alfonsín– que el molde ciudadano agota todas las energías de carácter movilizador, plebeyo. La intranquilidad, que proviene de una vida popular desbordante en su movilización, se diluye cuando es capturada por la idea de ciudadanía. También es cierto que la idea de ciudadanía en sí misma no deja quieta la sociedad, la coloca frente a movimientos electorales y frente a cierto esquema participativo, pero siempre dentro de un orden. En cambio la experiencia del piqueterismo conlleva la idea de un pre-ciudadano que, a costa de no serlo, conserva el dominio de toda su marginación social, por lo tanto su carácter más utópico y transformador. En el kirchnerismo no hay una teoría de la ciudadanía que resuelva la distancia entre el piquetero y el ciudadano, ya que su condición peronista le impone al Estado una suerte de derrame piquetero en su interior. El kirchnerismo no se anima a refundir todo en la idea de ciudadanía, y esto porque todavía es hijo del 2001 y el 2002, los años de la gran desventaja estatal. Quiere reformular el Estado pero no deja de hacerlo a través de la tolerancia a que permanezcan figuras que se consideran piqueteros. El kirchnerismo es la tolerancia a todo eso y justamente a eso obedece su originalidad.

“Río Negro” agradece a “La Intemperie” la autorización para publicar esta entrevista.

 

   
Sergio Schmucler
Revista “La Intemperie”
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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