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Domingo 30 de Julio de 2006
 
 
 
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  A 40 AÑOS DE LA NOCHE DE LOS BASTONES LARGOS
  Cuando los brutos descargaron su odio contra la inteligencia
La intervención a las universidades nacionales, decidida por el dictador Juan Carlos Onganía, es a la historia argentina una de las expresiones más graves e infames que haya generado el autoritarismo que tanto nos define como país.
 
 

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Hace cuatro décadas, los golpistas de aquella “revolución” que se calificaba como argentina dictó el decreto-ley que intervenía las universidades.
Un mes antes, el 28 de junio a las 5:30 de la mañana una delegación militar y de miembros de la Policía Federal había desalojado al presidente Illia y a algunos de sus colaboradores que se encontraban en la Casa Rosada. Nuestro país comenzaba a deslizarse peligrosamente hacia el abismo de violencia y dolor en el que caería en el futuro.
Con la pretensión de constituir una “revolución que tiene objetivos pero no plazos”, y otorgando al engendro jurídico denominado Estatuto de la Revolución Argentina, jerarquía equivalente a la Constitución Nacional, el gobierno surgido del golpe clausuró el Congreso Nacional, las legislaturas provinciales y prohibió las actividades de los partidos políticos.
La mesiánica misión que se autoasignaron los golpistas, según consta en el Acta  de la Revolución Argentina, era la de: “Consolidar los valores espirituales, elevar el nivel cultural, educacional y técnico… y afianzar nuestra tradición espiritual basada en los ideales de libertad y dignidad de la persona humana, que son patrimonio de la civilización occidental y cristiana”.  Detrás de ese enunciado se escondían intenciones que iban a marcar en forma indeleble nuestra historia.
 En lo económico, más allá de sus alardes nacionalistas, la Revolución Argentina significó un importante proceso de extranjerización y concentración de la estructura productiva. En lo intelectual y en lo educativo, la intervención de las universidades y la represión desatada en ellas mostró el carácter reaccionario y retrógrado de un gobierno que quedó como un estigma en la conciencia de muchos que miraron con indiferencia, y algunos hasta con entusiasmo, cómo se desplazaba al gobierno constitucional del presidente Illia. La realidad de las universidades públicas fue caracterizada por los golpistas y sus aliados como “un foco de disolución ideológica, una trinchera más de la guerra fría, un frente interno donde se oculta el enemigo”.
A partir de esta definición y en virtud del decreto-ley de intervención de las universidades, se dio por terminado el período de cogobierno y autonomía; pero también en ese momento se estaba clausurando una etapa sobre la que hay coincidencia general acerca de que constituyó un tiempo excepcionalmente fructífero para la ciencia, el conocimiento y la educación superior de Argentina.
El hecho emblemático del atropello fue la “noche de los bastones largos”, el 29 de julio de 1966, cuando la policía  reprimió y detuvo a numerosos docentes  y estudiantes de varias facultades de la Universidad de Buenos Aires que resistían pacíficamente la arbitrariedad de la decisión gubernamental.
El ámbito donde la violencia policial alcanzó su máximo fue en la Facultad de Ciencias Exactas, en la cual se hizo salir a docentes y estudiantes a través de una doble fila de policías federales que los pateaban y los golpeaban ferozmente con sus bastones. Mario Fonseca, tal el nombre del oscuro general que comandaba a la policía, no fue un buen ejemplo de defensa de los valores cristianos cuando a los gritos ordenó: “Sáquenlos a tiros, si es necesario. Hay que limpiar esta cueva de marxistas”.
El resultado inmediato fue la detención de cientos de personas lastimadas por el accionar de los represores, pero la consecuencia siguiente fue el alejamiento de miles de docentes y científicos. Muchos de ellos, expulsados y perseguidos por izquierdistas en nuestro país, partieron a seguir sus carreras científicas en universidades de Estados Unidos, Canadá y de países europeos. Como se ha señalado acertadamente, muchos de los supuestos comunistas fueron recibidos con los brazos abiertos por universidades extranjeras de países desarrollados de cuya vocación capitalista no se puede dudar.
El decano de la Facultad de Ciencias Exactas de aquel momento era el doctor Rolando García, destacado epistemólogo que fue uno de los más importantes discípulos de Jean Piaget. Por supuesto Rolando García renunció y debió exilarse. Tiempo después diría  que “lo que querían romper no era cabezas, era el nuevo escenario de la ciencia, porque sabían que conducía a un tipo de país totalmente distinto”.  Su vicedecano era otro intelectual eminente: Manuel  Sadosky, notable matemático y responsable de la importación de la primera computadora universitaria (la mítica “Clementina”). El “maestro” Sadosky sufrió el amargo sabor del destierro no sólo después de aquella noche, sino también cuando años más tarde la Triple A de López Rega lo obligó a exiliarse nuevamente durante el gobierno de Isabel Perón.
Entre las víctimas del proceso abierto con “la noche de los bastones largos” no hubo distinciones; hasta profesores de universidades extranjeras que desarrollaban actividades en la Facultad de Ciencias Exactas fueron golpeados y detenidos. Warren Ambrose, profesor de Matemática del Massachussets Institute of Technology (MIT), detenido también aquella noche, hizo pública su condena a los hechos y anticipó en una carta que: “Esta conducta del gobierno, a mi juicio, va a retrasar seriamente el desarrollo del país, por muchas razones, entre las que se encuentra el hecho de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”.
De la mano de la dictadura de Onganía, acompañado por sectores conservadores de la sociedad argentina (dentro de los cuales deben incluirse muchos de los que suelen llamarse liberales) la actitud científica y crítica fue arrojada por las ventanas de las universidades; se estaba haciendo espacio para que la mediocridad tomara su lugar.
Nuestras universidades comenzaron entonces una etapa de ausencia de un proyecto de construcción del ámbito indispensable de pensamiento científico que coadyuvara al desarrollo de la sociedad de la cual se nutre y a la cual se debe.
La llegada del peronismo al poder, en 1973, no fue una fase de recuperación de aquella universidad perdida en el 66. En el marco de las contradicciones entre peronistas de izquierda y de derecha, la llegada de Ivanissevich al Ministerio de Educación supuso la permanencia de las intervenciones y las persecuciones ideológicas. En la UBA, la gestión de Ottalagano (que no dudó en salir en la tapa de una revista con una mano en alto  afirmando que era fascista) anticipaba lo que sería la universidad de la dictadura que gobernaría desde 1976.
A partir de 1983, con la recuperación democrática, se inició un proceso normalización y reinstitucionalización de las universidades. Sin embargo a más de veinte años de aquel momento, nadie puede ignorar las dificultades de todo tipo por las cuales atraviesa el sistema universitario.
La crisis y la decadencia de las instituciones argentinas se reflejan crudamente en la universidad y seguramente no se superará al margen de lo que ocurra en el conjunto de la sociedad.
En la búsqueda de explicaciones para la caída de la universidad argentina, el ministro Filmus recientemente ha expresado que si hubiera que poner una fecha “para el inicio de esa caída, sería 1966, con la noche de los bastones largos. Ese fue el momento en que se empezó a desvalorizar la inteligencia”. La historia muestra que ello es así y que las consecuencias fueron realmente graves.
Sin embargo, esto no puede explicar la incapacidad que hemos puesto de manifiesto para superar las tinieblas que durante muchos años envolvieron nuestras universidades, con gobiernos que las consideraron casi como instituciones peligrosas. El oscurantismo reinó durante mucho tiempo, pero ello obviamente no puede ser la única explicación de los problemas del presente.
La ausencia de una discusión seria sobre el rol de la educación superior, sobre la importancia de la universidad como ámbito de excelencia académica y de compromiso social, sobre la obligación de los universitarios de utilizar eficientemente los recursos, sobre la imprescindible erradicación de prácticas políticas que terminan negando la democracia universitaria; en síntesis, la ausencia de una mirada responsable sobre la realidad y necesidad de transformación de nuestras universidades es un dato lamentable de la actualidad.
Alguna vez hemos dicho que el 29 de julio de 1966 la represión a estudiantes, docentes e investigadores encontró a buena parte de los argentinos más preocupada por discutir la derrota de la selección nacional de fútbol en el Mundial de Inglaterra que por comprender lo que estaba sucediendo. Esa actitud perversa e irresponsable tuvo su castigo en los dolores que padecimos posteriormente.
Hoy, mientras la más grande universidad nacional parece estar camino a su “eutanasia institucional” y muchas otras se debaten en situaciones críticas, un nuevo Mundial parece servir para que buena parte de la sociedad argentina y de sus dirigentes (¡y lo que es peor, buena parte de sus universitarios!) siga más entretenida por comentar el “cabezazo de Zidane a Materazzi”, que por preguntarse qué se puede hacer por nuestras universidades.
¿Cuál será el castigo que nos espera por este nuevo síndrome de irresponsabilidad?

 

 

 

   

ALFREDO FELIX BLANCO Especial para “Río Negro”Profesor del Departamento de Economía y Finanzas. Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional de Córdoba.

   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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