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Domingo 18 de Junio de 2006
 
 
 
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  CAMPAÑA DEL DESIERTO
  Respuesta lógica a la necesidad de conformar el Estado-Nación
Para el autor de esta nota, “la mal llamada Conquista del Desierto” es la consecuencia de una determinada concepción de Estado a la que le resulta inconcebible que pueda existir, dentro del territorio de la Nación, cualquier otra soberanía que sea ajena a la que le es propia al mismo Estado, o sea una cuestión concreta de poder.
 
 

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La mal llamada “Conquista del Desierto” es uno de los momentos claves del proceso de incorporación de los aborígenes que habitaban el sur de nuestro país y se inscribe dentro de un contexto mayor que se vincula con el propio devenir de la sociedad y el Estado en la Argentina. En este sentido resulta evidente que la resolución de la cuestión indígena se produce en el marco del proceso de construcción de una sociedad capitalista y de consolidación del Estado nacional principalmente en cuanto a su autoridad y soberanía.
Si tenemos en cuenta que en el pensamiento de la elite gobernante el concepto de Estado aparece asociado al de Nación y que, además, siguiendo el modelo norteamericano sólo se concibe a la nación soberana, resulta inconcebible que pueda existir dentro del territorio de la Nación otra soberanía extraña al propio Estado. Dicho de otra manera, resulta inaceptable para esa misma elite que una parte del territorio que se consideraba parte de la Nación no estuviera bajo la férrea autoridad del Estado ya que, como advierte Manuel Pizarro, ministro de Justicia, Instrucción y Culto del presidente Roca, “el territorio, como la ciudadanía, como la nacionalidad es uno solo”.
Pero también la equiparación de la Nación con el Estado significa que dentro de la misma no se puede tener derechos políticos, es decir ser ciudadano, reconociéndose como parte de una nacionalidad diferente o a partir de una representación político-jurídica institucionalizada por pertenencia étnica, ya que la concepción decimonónica del Estado burgués es fuertemente unificadora y a la vez negadora de la diversidad sociocultural interna.
De tal manera entonces que todas aquellas manifestaciones socioculturales que contradigan o no estén incluidas en este modelo –y el componente aborigen no lo está– deben desaparecer a favor de esta característica principal que ofrece la Nación-Estado como modelo único de civilización y que es la homogeneidad cultural.
Por lo tanto las políticas implementadas en esta etapa se relacionan con esta realidad y, aunque generan ríspidas discusiones fundamentalmente con la Iglesia, las mismas no van a variar. Esto se debe a que la elite gobernante, ante el principal interrogante planteado acerca de quién debía civilizar a los indígenas y cuáles eran los métodos adecuados para cumplir con esa finalidad, tiene una respuesta inapelable: sólo el Estado es quien puede llevar a cabo esa misión y, para ello, en esta primera etapa de confrontación, resulta el Ejército el instrumento estatal más idóneo para unificar el territorio y el sistema de distribución el método más adecuado para la incorporación de los aborígenes sometidos. Ambos son importantes porque garantizan de una sola vez dos necesidades vitales que tiene el Estado-Nación en construcción: la homogeneización territorial y cultural.
De esta manera el destino final de las comunidades indígenas queda atado, por lo menos hasta la finalización de la campaña militar, a las decisiones que toma el mando militar que considera a estos no sólo un producto del desierto, salvaje y bárbaro, sino también un enemigo peligroso, al cual hay que derrotar y reducir. Por lo tanto el sistema de distribución empleado (es decir el traslado, desmembramiento y posterior reparto de las familias aborígenes en diferentes destinos lejos de la frontera) resulta, para esta mirada militar, totalmente conveniente ya que hace desaparecer al indígena como producto de incivilización y a la vez como posible contrincante bélico.
La tesitura impuesta por esta mirada explica, en gran parte, el porqué de los fracasos de otros intentos alternativos de asimilación como los llevados adelante por los misioneros salesianos. Del mismo modo también explica por qué las comunidades indígenas que tenían un trato pacífico y eran aliadas de las autoridades o se habían presentado voluntariamente recibían el mismo trato que los que habían resistido férreamente el avance militar.
Los resultados de esta política son conocidos: la desestructuración y dispersión de la sociedad aborigen con su secuela, para los que lograron sobrevivir, de pérdida de identidad cultural, de miseria y de marginación, situación que aún hoy no se ha podido revertir.

 

¿Dónde estaban las mujeres durante la campaña?

Un relato histórico conforma una visión el mundo. Convengamos esta premisa o punto de partida. Nos posibilitará hacer un cuestionamiento, tangencial por razón de espacio, a las interpretaciones sobre la denominada Campaña del Desierto, donde las mujeres si por algo parecen destacarse es precisamente por su ausencia. Sobre ellas hay escasos datos. Son un número en la "chusma" que huía o era apresada; y salvo alguna excepción nada se dice de las fortineras.
 ¿Por qué no existen datos abundantes sobre el conjunto femenino, que siempre conforma grosso modo la mitad de una población? ¿Qué hicieron las indígenas cuando la guerra arreciaba? ¿Desaparecieron las mujeres que diez años antes poblaban los acantonamientos de la frontera?
Si se tiene voluntad de investigar, hay que buscar las respuestas en la documentación anterior y posterior a la Campaña y entender la ideología de la época. La guerra contra los indígenas se hizo avanzado el siglo XIX. Acción e interpretación fueron signadas por el mismo entramado histórico. Ese era el tiempo en que se ensalzaba el “progreso” científico y económico, la construcción del estado liberal y nacional, la educación masiva, la unificación legal gracias a la sanción de los códigos. El eje vertebral era la relación sociedad civil/ estado. El ciudadano se identificaba con la nación. Sólo los varones eran ciudadanos, por ser capaces de defender el territorio patrio. Ese era el ciudadano soldado del ideario liberal republicano.
Entonces no hubo sitio ni real ni simbólico para las mujeres. No eran ciudadanas. Consolidado el orden burgués el antiguo pensamiento eclesiástico del concilio de Trento se actualizó, reforzó y revitalizó. Actualización que retrotrajo a la arena filosófica los discursos que aludían a la inferioridad femenina. La menor fuerza física se entendía en el plano moral como “imbecilidad” o “incapacidad”. Para no caer en la “liviandad” necesitaban ser regidas y corregidas.
En Europa este pensamiento halló un buen campo de cultivo entre los burgueses que anhelaban diferenciarse del bajo pueblo y de la nobleza. Y en América, a pesar de no existir ya estamento nobiliario, se vivió como distinción social. La estricta moral burguesa obligaba al orden familiar, a cuya cabeza debía situarse el marido y padre de familia. El orden privado –compuesto por tantas esferas privadas como varones casados existieran– era la garantía necesaria del orden público. Este es el espíritu del Código Civil francés, redactado en tiempos de Napoleón Bonaparte. También el del Código Civil argentino. En él las mujeres casadas se convirtieron en menores de edad sometidas a la patria potestad del pater familiae quien, según la ley civil y la ley penal, disponía de las personas y los bienes de aquellos que estaban bajo su mando y, bajo determinadas condiciones siempre fáciles de probar, era capaz de decidir sobre la vida y la muerte de todos ellos.
Si este fue el marco ideológico jurídico se entiende por qué las mujeres no fueron consignadas en los documentos de la Campaña. No hay que pensar que estaban fuera de la historia. Y de hecho, y a pesar de la ideología rectora, no lo estuvieron.
No hay historias o historiografía neutras. Se trabaja a partir de documentos del pasado siempre cargados de significados. La Campaña del Desierto tuvo lugar en un tiempo en el que las mujeres fueron deslegitimadas del derecho a ejercer y jugar en el espacio del poder social, público o privado. Por ello salvo casos excepcionales no hay datos ni sobre las fortineras que acompañaron las distintas divisiones, ni sobre las indígenas que debieron soportar el peso de la guerra.
Si la historia se escribe sin crítica de los documentos caemos siempre en el mismo camino recorrido hasta hoy: en la historiografía oficial y en la no oficial, cuando las mujeres no están ausentes, son presentadas como víctimas sin voz y voluntad, seres “sacrificados” que aceptaron sin más el destino que se les impuso.

 

 

   

ENRIQUE MASSES
Especial para “Río Negro”  Profesor en Historia de la UNC.

MARIA E. ARGERI
Especial para “Río Negro”Grupo de Estudios Políticos
Universidad Nacional del Centro de la

   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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