Fue un sábado de un diciembre antiguo cuando Vendedor llegó al Bar de los Sábados con dos valijas hechas con cuero de pelota y una bolsa enorme tejida con hilos de red de arco visitante. "Me dijeron que ustedes se juntan cada semana para intercambiar debates y emociones de fútbol", afirmó, vertiginoso como buen vendedor, antes de que alguien amagara con hacerle una pregunta. No frenó: "Mi oficio es vender artículos de fútbol, con fútbol o para el fútbol, así que creo que puedo serles útil". Enseguida percibió la cara hinchada del Gordo, un símbolo entre los parroquianos del bar, le aseguró que se le notaban los problemas intestinales y metió la mano derecha en una de las valijas. De memoria atrapó una caja de saquitos de té digestivo preparados con césped de canchas viejas y, casi sin permitir que el Gordo respirara o reaccionara, se la vendió.
De allí en adelante, Vendedor no faltó jamás. Venía un rato en la mitad de la tarde, cruzaba las puertas del Bar de los Sábados como si siempre fuera local, se aseguraba alguna venta y se iba hacia algún rumbo contando sus billetes módicos. Una vez por mes, el Alto le compraba perfumes con aroma al fin de un domingo de fútbol y el Roto le encargaba cuadernos hechos con papelitos tirados en las tribunas de Argentina para llevárselos como obsequio a sus sobrinos. Nadie olvidaba que, en un enero tórrido, el Pibe, un romántico, le había pagado bien por una pieza mayor: una cortina diseñada con cordones de los botines de muchos punteros derechos, que le regaló a su novia en el tercer aniversario. Vendedor no conseguía clientes en cada intento pero, acaso para que nunca se fuera con los bolsillos vacíos, los mozos del bar le soltaban diez monedas a cambio de unos escarbadientes tallados sobre la madera de algún poste izquierdo famoso, que enriquecían la escasa vajilla del lugar.
En el final de cierto setiembre, alguien le dijo a Vendedor que era capaz de vender de todo. Él respondió con pura seriedad: "Todo no. Esto que tienen ustedes, cada sábado, cada conversación, cada memoria, cada instante de bar, ni se compra ni se vende: sólo se siente". Después, hundió el brazo en su bolsa de hilos de red y ofreció unas gotas de lluvia dulce que, tomadas con fe, reabrían el apetito de gol de los delanteros que andaban en mala racha.