Ese 8 de diciembre fue distinto. Fernando se había mudado pocos días antes a la chacra. A pocos metros de su casa estaba la del encargado, Mariano, un chileno mal arreado pero simpático. Tenía tres hijitos y a la Juana, como llamaba a su mujer. Ese diciembre Mariano andaba contento. Había cobrado su aguinaldo y se disponía a armar el primer árbol de Navidad de su vida.
Fernando vio salir a la familia para el pueblo, bañada y cambiada como si fuese domingo. Sobre el mediodía regresaron con algunas bolsas y un pinito artificial. Era pequeño, medía cerca de un metro.
El patrón los vio venir por el camino, sonrientes y apurados. Salió al patio para saludarlos. Hablaban todos al mismo tiempo. Los nenes, atropellados, le extendían las bolsas a Fernando para que viese su contenido: bombitas de colores, guirnaldas, una estrella y pedacitos de algodón que simulaban la nieve de las navidades boreales. Mariano, por su parte, le contó que armaría el pino ese mismo día porque -le habían dicho- "así marcaba la tradición".
Antes de seguir camino, el encargado le pidió a su patrón que le prestara un cable para conectar las luces del pino. Mientras lo buscaba, la Juana le contó a Fernando que la noche anterior, durante la cena, se habían peleado discutiendo dónde iban a poner el pinito. Los chicos querían que estuviese en su dormitorio; la Juana, en la cocina, y Mariano terminó decretando que iría afuera, así podían verlo todos, principalmente él, que pasaba todo el día a la intemperie.
Cable en mano, siguieron camino a toda velocidad. Fernando los miraba desde la ventana de su cocina. Parecían tremendamente felices armando y desarmando el pino una y otra vez hasta que se les vino la tarde y se convencieron de que armarlo así o asá era igual; la cosa era encender las luces inmediatamente después de la puesta del sol.
Al llegar la tarde la obra estaba casi terminada. El pino, totalmente sobrecargado, quedó en una mesita, debajo de un sauce, como a tres metros de la casa y adentro del gallinero. A Mariano se le ocurrió que allí estaría a salvo y a la vista de todos.
La familia se quedó mateando hasta que avanzó la noche. Los habitantes de la casa, debido a la euforia, estaban totalmente convulsionados: los perros ladraban sin parar, los gatos se metían en las bolsas del mercado que habían quedado vacías y el gallo y las gallinas se acercaban entre distraídos y curiosos al objeto que, por un mes, adornaría el gallinero.
Cuando bajó el sol todo estaba listo: el patio regado, las animales alimentados y los nenes sentaditos uno al lado del otro, esperando. Mariano llamó a Fernando y a la cuenta de tres encendió las luces del pinito. Todos aplaudieron y se quedaron cerca de una hora disfrutando del espectáculo.
La fiesta tapó el malestar del gallo que, adormilado, desplegó sus alas y emitió un sonido ronco y extraño. De un brinco subió a la mesa donde estaba el pinito, hizo algunos movimientos como picotazos y lanzó un potente quiquiriquí.
Todos rieron como locos y festejaron al animal.
Ya con la noche cerrada, el patrón se despidió y los nenes, en su primer día de vacaciones, se quedaron hasta tarde jugando en el patio gallinero.
Mientras hubo bullicio no se notó, pero cuando todo estuvo en silencio, descubrieron que el gallo estaba completamente despierto y cantor. Las luces prendían y apagaban y él cantaba y cantaba.
Mariano, que había escogido con esmero el sitio para el árbol, parecía no estar dispuesto a cambiarlo de lugar. "Ahí lo ven todos -insistió- y el gallo canta hoy porque no está acostumbrado, pero ya se va a acostumbrar".
No valieron los pedidos de la Juana ni los del patrón para que cambiara el pinito de lugar. Allí estuvo hasta la Noche de Gallo y allí permaneció hasta el 6 de enero, día estipulado para guardarlo hasta la Navidad siguiente.
Finalmente, los que terminaron acostumbrándose a escuchar al animal durante toda la noche fueron los habitantes de la chacra. La terquedad de Mariano se impuso. Fernando le pidió que pensara en el gallo, exhausto cuando llegó la Navidad. Pero nada. Todos los días Mariano le decía "Ya se va a acostumbrar, ya se va a acostumbrar". Para la noche del 24, el animal emitía un sonido débil, lastimoso, y hacía días que ni siquiera intentaba subir a la mesita. Se lo veía tambaleante y había perdido por completo esa imponencia de los buenos gallos. Aquella noche emitió soniditos entre largas pausas hasta que empezó a clarear. Después, el silencio fue total.
SUSANA YAPPERT