"Pasaba los domingos sola o, si tenían la fortuna de ir juntos a algún acto del Partido, a algún encuentro, o baile, o fiesta, o reunión de discursos, él ya no iba como antes hacia ella, iluminándola, sino con la mirada vuelta hacia sí mismo, hacia algo que estaba más allá o más acá y que la excluía. No se trataba de otra mujer, eso lo sabía: había entendido que una sola le había echado los brazos al cuello y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Y, aunque era evidente que Vittorio todavía la apreciaba, la deseaba, la disfrutaba como algo exclusivamente suyo, lo perdía igual, día a día, en manos de esa otra cosa, celosa amante, que se lo iba arrancando parte a parte, sin misericordia.
"Era tanto más terrible que no fuera una mujer a la que tolerar o clavar las uñas en los ojos, alguien con quien medirse o compararse, sino una rival invisible, intocable y que, de morir, de no existir más, de desaparecer -esto era lo peor-, se lo llevaría consigo para siempre.
"Había empezado, así, a odiar secretamente a la Revolución, que tan engañosamente le había acercado a Vittorio y ahora se lo quitaba sin esfuerzo, en un mismo acto de magia; a odiarla en silencio y con todo su ser.
"Fue entonces, mientras lavaba en la fábrica, mientras malamente volaba en las alas blancas del jabón para olvidar -y ya ni le hacían bromas sus compañeras, ni le prestaba atención- que imaginó que dejaría de estar sola si tenía hijos, los hijos de Vittorio; que así lo atraía de nuevo al cuarto donde alguna vez le había susurrado al oído.
"¡Hijos, hijos contra la Revolución! Los veía estirar ya las manitas, casi tocarla en el vuelo, o volando a su lado, pequeñas, redondas, tibias nubes de algodón y ojos alegres. Un hijo que podría llevar oculto en sí misma, creciendo, volando en círculos allí adentro, a salvo de la otra, escondido de ella: un diminuto agente secreto, infiltrado en el reino de la Maldita".