Uno
Si es posible pensar que la literatura argentina comienza con "El matadero" y que con "Facundo" y "Martín Fierro" completa la épica de los orígenes, también se puede proponer que la relectura que hizo Carlos Alonso del relato de Echeverría es la brutal recreación de una historia que nunca se clausura en el país.
En esa serie de dibujos sólo hay dos colores: rojo y negro en diferentes tonos, dos colores que nunca dejan de estar asociados a las guerras, a las luchas, al derramamiento de sangre y a la muerte y que son recurrentes en la Argentina desde sus comienzos. Nunca la historia fue fácil, siempre fue injusta y cruenta con los débiles, los proscriptos, los derrotados. A los vencedores les quedó el bronce ecuestre, también siempre.
Echeverría utilizó en su relato términos que nunca se dejaron de emplear en la literatura política: "picana", "gringo", "cajetilla", "unitario", "federal", "salvaje", "daga", "mueran", "vivan", "domar", "degollar". Alonso, poco más de un siglo después -las ilustraciones son de mediados de la década de 1960-, puso su mirada en la historia y así planteó el eje del problema: la hacienda bonaerense, el manejo de la aduana y la representación popular. En Echeverría y en Alonso la discusión se plantea por el modelo de país y así va más allá de lo literario en uno y de lo pictórico en otro; es una pregunta por el fundamento del país. Como hoy.
Dos
"El matadero" es el relato de la muerte de un unitario a manos de un grupo -una patota- de federales encargados de la faena de novillos en la ciudad de Buenos Aires hacia 1830. Hay dos hechos que transcurren en paralelo; el primero es la falta de hacienda para satisfacer la demanda de la población en tiempo de cuaresma, una liturgia respetada durante el predominio del católico restaurador y en medio de una inundación que impide la normal llegada de animales. Ese primer acontecimiento prefigura el segundo, que consiste en la transposición de esos elementos a la lucha entre las facciones, como si fuera una sublimación al revés. La patota mazorquera encuentra y humilla al unitario en lo que constituye una suerte de devolución de gentilezas: los bárbaros ocupan el lugar de bárbaros, en donde los ubica Echeverría. Es el dilema entre alpargatas y libros y un malentendido que lleva dos siglos, por lo menos o al menos, un ciclo de ese relato.
Tres
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 $ y los huevos a 4 reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero, en cambio, se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuervas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes, que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito, y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Cuatro
La carne, un tema. "El matadero", los cuerpos lacerados por los tormentos y la hambruna -"Hay que comer", título de una muestra de 1965- son una materia en la obra de Alonso. Justamente hace un año, el artista se refería al tema de la carne en una entrevista publicada en el suplemento "Radar", de "Página/12". Se trata de "un símbolo que determina la economía y termina siendo clave en el comportamiento de las personas y de las clases sociales", explicaba entonces. Así, el relato fue el punto de partida para descubrir "nuevos escenarios" donde se desarrolla la política argentina. Ese descubrimiento, logrado mediante la lectura por fragmentos, le permite describir comportamientos de los grupos sociales, cómo se ubican en un conflicto y cuáles son sus elementos significativos. En el caso de los federales del cuento de Echeverría, la sangre se confunde con el punzó de la divisa federal y el color negro se identifica con los hábitos eclesiásticos, defendidos por el gobierno rosista. Pero una operación más: el rojo deja de ser emblema federal para teñir la escena donde transcurren la faena de los animales y la "faena" del unitario: una a cielo abierto, la otra en una casi mazmorra. Y el negro tiñe el cielo, ominoso, amenazante.
Cinco
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la plaza del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad. El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sur de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular, colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí termina y la otra se prolonga hasta el este. Esta playa, con declive al sur, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge en tiempo de lluvia toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto, hacia el oeste, está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.
Seis
Alonso explica que "El matadero" fue un libro que "me abrió toda una perspectiva en cuanto a la lectura de la realidad. Al tener que ilustrar un libro se produce una lectura de otro orden, fragmento por fragmento, detalle por detalle, para ahondar y generar una forma adecuada de reproducción. Uno se convierte en una especie de arqueólogo, de paleontólogo, en busca de los signos que provoquen el dibujo, la imagen. Ilustrar un libro no es tanto poner en imágenes los textos sino descubrir nuevos escenarios, cosas que no están allí explícitas. El comportamiento de la sociedad en ese momento, por ejemplo: los barriales, los repartos de achuras, los perros, los pobres". En rigor, el artista se convierte en arqueólogo que parte de los objetos cotidianos, de los mudos testigos del horror y de los impotentes protagonistas de los hechos: las reses; las negras y mulatas que merodean y hurgan en busca de algún sustento; los perros hambreados y hambrientos; los chicos, cuya vida vale tan poco entonces como hoy, al punto que uno queda decapitado y el relato apenas se detiene. Todo, salvo el unitario, es sórdido, cruel, bizarro. El rojo punzó es rojo sangre, de nuevo aunque al principio, sólo de animal. Todavía no hay cabezas de caudillos exhibidas en picas; no se llegó al degüello de soles en la tarde, como espejo del degüello en las pampas... La virilidad se muestra con los atributos más obvios: el puñal; los testículos de un toro que parecía novillo pero no lo era; un juez que ejerce su poder sin posibilidades de negación. Todo es la Argentina en su comienzo: las guerras civiles que nunca terminan, que continúan por años y siglos.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, entilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero: y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita...
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La Mazorca con él.
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
-¿A que no te le animás, Matasiete?
-¿A que no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado; prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de 25 años, de gallarda y bien apuesta persona, que mientras salían en borbotones de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistolas de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
(...)
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! ¡Siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte!
-Degüéllalo, Matasiete; quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Mejor es la resbalosa.
-Probaremos -dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
-"¡Mueran!" "¡Vivan!" -repitieron en coro los espectadores, y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento, como los sayones al Cristo.
Siete
Para Alonso, "la violencia está en sus cuadros como forma de reflexión acerca de su capacidad destructora. Hay otro tipo de violencia, más estética", asegura, que "en mi caso apunta más a un exorcismo, a intentar borrarla. Siempre lo sentí así. Y sigue siendo indudable que después de 'El matadero', de 'La guerra del malón' y del Proceso seguimos aprendiendo sobre el dolor y la muerte. Siempre vamos detrás. Son las muertes violentas las que de alguna manera producen en la sociedad la necesidad de cambios, las grandes reflexiones y rebeliones". En lo artístico, Alonso cita a autores como León Ferrari, "donde la violencia ejercida por ciertos poderes oscuros, o por la Iglesia, produce también en sus obras unas reflexiones. Están, además, los pintores más sociales, en un sentido más bien latinoamericano, como el grupo Espartaco, por ejemplo, con Ricardo Carpani, Juan Manuel Sánchez, Mario Mollari, que tratan de reencontrar una imagen militante, diría, unidos de pronto a la CGT de los argentinos, a la vanguardia obrera y revolucionaria, a la transformación de la sociedad para el socialismo, y tratan de descifrar y descubrir el mundo de la explotación del hombre o las rebeliones populares".
Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
-Éste es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el juez-. Ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuenta ¿Por qué no traes divisa?
-Porque no quiero.
Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
Ocho
Cuentan que después del asesinato del Che Guevara en octubre de 1967, Carlos Alonso pintó un retrato del muerto con la bandera argentina en el fondo.
La imagen del guerrillero se recorta sobre una bandera argentina. Alonso le regaló a Omar Cáceres, también pintor, docente de Bellas Artes y colaborador suyo, el cuadro.
Pero Cáceres le dio a la hija de Alonso, Paloma, ese cuadro, para que lo tuviera en su departamento. Un día de comienzos de 1977, una patota de la ESMA derrumbó la puerta de ese departamento, secuestró a la chica y se llevó el cuadro como botín de guerra.
Alonso exiliado, su hija desaparecida y el cuadro del Che, durante dos años en los depósitos de la ESMA, hasta que en 1979, el cuadro apareció para la venta en la galería "Renacimiento".
Pero Omar Cáceres se enteró de que estaba a la venta el Che pintado por Alonso y fue a verlo. Como era el propietario legal de la obra y podía demostrarlo pudo recuperar el cuadro. Luego se lo dio a Aleida Guevara, la hija del Che, cuando ella visitó Buenos Aires.
Nota: los textos en bastardilla pertenecen a "El matadero", de Esteban Echeverría. Las citas de Carlos Alonso son de las entrevistas realizadas por Cecilia Ivanchevich y Ángel Berlanga.
GERARDO BURTON
gburton@rionegro.com.ar
CARLOS ALONSO