"¿Qué objeto más digno se le presenta al hombre que la felicidad de sus semejantes?"
(Manuel Belgrano)
Un día más sin agua en uno de los tantos barrios del oeste neuquino abrumados por los chispazos de infierno del calor y la sequía.
La gente ya no sabe qué hacer.
En la casa de Cacho, que es una de las que se alzan más alto sobre el frágil terreno, mezcla de arena, tierra y pedrerío, parece que hasta el aire se cuarteara como papel en el fuego.
La piletita de lona que alguna vez recibió a sus hermanitos se retuerce ahora ignorada, como el cuero de un sapo que deja su envase curtido, contra el yuyal del fondo. Ya no habrá forma de arreglar sus rajaduras.
De tanto en tanto alguno de los chicos la redescubre, cuando busca una pelota enganchada entre sus pliegues, o si algún bicho que persiguen la elige como escondite.
A Cacho le duele la espalda más que otras veces. Le parece que hoy cargó más bolsas de cemento y cal que nunca y que levantó más baldes que en todos los días de un año juntos.
La madre se fue hace rato en busca de agua. Se llevó a los tres más chicos, "para que duermas algo", le dijo. En la casilla quedó él con los otros tres, más grandes y menos ruidosos. Una de ellos, Melissa, le ceba mate; los otros inspeccionan un celular que dicen haber encontrado en la calle. Del artefacto brota una música metálica, los chicos se ríen. Cacho les dice que se vayan "a joder afuera con esa huevada".
Si pudiera se tomaría un río de cerveza helada y si de la manguera saliera agua la pondría media hora sobre su cabeza, a la que siente hirviendo.
Más tarde va a pasar el Lucho a buscarlo en la bicicleta. Quiere que lo acompañe al centro "a boludear" un rato. Cacho recuerda que tendrá que pasar por el gomero a ponerles aire a las ruedas de la suya, que están casi en llanta. Le dijo que sí al Lucho, que irían, pero que primero se haría una buena siesta para reponerse de la changa. Y sería cuando la mamá volviera, para no dejar a los hermanos solos.
Los chilliditos del celular se oyen más lejanos, como salpicados; parece que le hicieron caso los vaguitos nomás y andan jugando afuera.
Adormilado ve a Melissa, que ya no matea. Sentada en el único sillón, se dedica a coser una pollera (el otro moblaje lo compone un par de sillas de plástico, más dos cajones que, con su propia cama incluida, hacen las veces de asientos). No es fea su hermana, aunque, igual que su mamá, parecen muchos más años que los que tiene.
Un precario cable, colgado de la red principal, provee de luz y a la vez inseguridad a la vivienda. Por culpa de una de esas deshilachadas conexiones se quemó la casilla de su primo, dos cuadras más abajo, y se llevó la vida de la beba recién nacida.
Se despierta ahora con los insultos de la madre que vuelve con los bidones vacíos. No hay caso: ni una gota en ningún lado. Ella les grita a los chicos y se enoja ya por cualquier cosa. Pero Cacho la prefiere así, furiosa y no llorando como casi todas las noches, cuando hay poco o nada que comer. Cuando eso pasa, siente que los puños se le cierran solos y no sabe cómo hacer con tanta tristeza que se le cierra en el pecho como un nudo.
Cuando Lucho llega se van directo a lo de Mario, el que arregla gomas y tiene el compresor para inflar las ruedas. De allí bajan al centro volando. La avenida Novella los recibe y ellos la cruzan riendo. De allí, a seguir derecho o tomar la Godoy por el asfalto o, si no, cortar por las de tierra para llegar en una media hora a ese otro lugar tan distinto del suyo.
El panorama va cambiando y hasta los árboles parecen más verdes.
Ya recorren las calles céntricas y también las aledañas. Irán hasta el río por la Olascoaga, sorteando los gestos de hoscos automovilistas a quienes les pasan raudos por el costado.
Luego, de vuelta a casa, sobre el empinado itinerario que los devolverá al oeste, comentan sobre las mujeres que admiraron en el balneario y deciden volver con la malla el fin de semana para meterse en el río.
Cansados, pedaleando lentamente, pasean los ojos por los amplios y nítidos jardines de las lujosas casas en donde los regadores derrochan el agua infinitamente.
Uno de los chorros, que excede la vereda y los moja al pasar, les refresca los rostros y ellos lo festejan como chicos.
Se maravillan con los coches y las todoterreno flamantes, "poderosas naves" como las llama el Lucho, que esas mansiones guardan y ríen comentando sobre todas las chicas que entonces los mirarían y a quienes llevarían a pasear en ellas.
Después siguen, siempre entre bromas, el esforzado regreso cuesta arriba.
Van soñando con esos vehículos coloridos, brillantes, y también con esos hogares y esas vidas tan lejanas.
Ese mundo inasible que -como un eclipse, un arco iris o una estrella fugaz- se les regala de vez en cuando a la distancia.
ALEJANDRO FLYNN
alflynnar@yahoo.com.ar