"¿Qué enfermedad tengo? pregunté incorporándome.
"El profesor me miró como si yo fuera un objeto, como si ni siquiera hubiera oído mi pregunta, con la atención puesta en otra parte. Se acercó a la ventana y contempló el cortafuegos, aquel muro revocado de argamasa, todo lo que me era dado ver de los edificios inmortales de Florencia. Se encogió de hombros levemente, como si discutiera consigo mismo. Luego se dio la vuelta, se quitó las gafas y, sosteniendo el estetoscopio en la mano, me dijo con calma:
"Creo que será mejor hablarle con sinceridad. Su enfermedad no es un mal común, pero un día llegará a curarse. Tiene que hacerse a la idea de... se interrumpió.
"Los tres, el médico asistente, la enfermera y yo, el paciente, dimos la impresión de retener el aliento.
(...)
"¿Qué tengo? insistí.
"¿De qué le serviría saber una palabra latina? contestó con paciencia. No es una enfermedad frecuente.
"Pero me obstiné ¿qué enfermedad tengo?
"La palabra que la designa no es más que una palabra, sólo eso. Ha preguntado si he tratado muchos casos así prosiguió, con la testarudez de quien siempre dice la verdad y no se resigna a dar una respuesta ambigua. Pues no muchos. Entre quince y veinte a lo largo de treinta años... Esbozó una sonrisa triste y pudorosa.
"¿Y se han curado? pregunté.
"Asintió muy serio.
"Muchos se han curado.
"¿Del todo?
"Nos miramos fijamente. Sostuvo mi mirada, pero al final desvió la suya".
(Extraído de "La hermana", pág. 125)