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Sábado 07 de Julio de 2007
 
 
 
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  Un placer; una maldición
 
 

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Hace poco me enteré de que el primer eslogan de la Coca-Cola en Portugal, allá por los años ’20, decía así: “Primero extraña. Después es extrañable” y de que fue ideado nada menos que por Fernando Pessoa, cuando era redactor publicitario.
Podríamos decir que eso es oficio. Pero algo más que oficio, algo inasible que llamamos poesía, es escribir: “No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”, como también escribió Pessoa, en lugar de decir: “Me siento insignificante, pero sin embargo tengo grandes esperanzas”.
Y oficio poético involuntario, por ejemplo, es decir “El destino está congestionado”, que podría ser el verso de un espléndido poema, como descubre Esteban Peicovich en sus extraordinarios “Poemas plagiados”. Sin embargo no, “El destino está congestionado” es lo que dice una compañía telefónica cuando las líneas están saturadas.
En cambio –señala Peicovich–, no revela ningún oficio escribir: “pulóveres para niños de lana”, “camas para matrimonio de bronce” o “sillas para niños plegables”, como salió en un anuncio de compraventa del diario “Clarín”.
Lo que pasa es que, si las palabras son imprecisas, si resultan enrevesadas, los ojos del lector deberán volver sobre ellas. Henry James, el autor de “Otra vuelta de tuerca” y varios relatos memorables, llamó “especificación endeble” a esta malograda escritura.
Según Stephen King, que de este oficio sabe bastante, escribir es seducir. Pero también aclara que antes que nada hay que leer mucho y escribir mucho, que no hay ninguna manera de saltearse esto. Y sí, el oficio de escribir se adquiere escribiendo y sobre todo leyendo. Hoy se practica en los talleres de escritura, pero durante muchos años los escritores, desde Roberto Arlt hasta Osvaldo Soriano, se formaron en las redacciones.
Sábato escribía para las revistas “Leoplán”, “Vea y Lea” y “Mundo Argentino” y, a Borges, Natalio Botana le exigía publicar un cuento en “Crítica” cada quince días. Ada María Elflein tenía la obligación de escribir un cuento semanal para el diario “La Prensa”. Esta exigencia es formativa. ¿Por qué? Porque se escribe por encargo y con tiempo limitado, como en un taller de escritura, y otra cosa muy importante: el espacio también es limitado, uno no puede irse en palabras.
Escritores como Chejov y Edgar Poe sobrevivieron escribiendo cuentos para diarios y revistas. También Hemingway encontró “un lenguaje nuevo” cuando aprendió a escribir “sin relleno, ni adjetivos ni adverbios; sólo sangre, huesos y músculos”, como él mismo definió, trabajando como redactor en el diario “Kansas City Star”. En cada uno de los escritorios, el jefe de Redacción había dejado un cartelito. Decía: “Escriba con frases claras y concisas, no se haga el artista” y, según el autor de “El viejo y el mar” y “París era una fiesta”, fueron las mejores reglas que aprendió sobre el arte de escribir.
Raymond Chandler –padre del legendario detective Marlowe– reflexionó que cuando un libro, cualquier clase de libro, llega a cierta intensidad de realización artística, se vuelve literatura. Qué subjetivo, ¿no? Me recuerda a Edward Sapir, un famoso lingüista quien, obligado a precisar qué es la literatura, escribió: “Cuando la expresión es de extraordinaria significación, la llamamos literatura” y agregó: “No podría detenerme a precisar qué tipo de expresión es lo bastante ‘significante’ para merecer el nombre de arte o literatura. Por lo demás, no lo sé exactamente, tendremos que emplear el término ‘literatura’ dando por supuesto que todos saben lo que significa”, lo que nos remite a la frase de Benedetto Croce: “El arte es aquello que todos saben qué cosa es”. Ambas “no definiciones” hablan de lo subjetivos que son ciertos conceptos.
Entonces, esa intensidad de realización que según Chandler define a la literatura, puede ser según él “cuestión de estilo, de situación, de personajes, de tono emocional, de idea, o media docena de otras cosas”. También, este autor, que elevó el menospreciado género policial a la categoría de literatura (por más impreciso que siga resultando el término), observó que “lo más durable en lo que se escribe es el estilo y el estilo es la más valiosa inversión que puede hacer un escritor con su tiempo”.
 En cambio, Erskine Caldwell, autor de la famosa novela “El camino del tabaco”, era más pragmático. Para él, el talento estaba en el ritmo y los problemas más sutiles empezaban en la puntuación.
Isaak Babel, el autor de “Cuentos de Odessa”, coincidiría con esto, porque le hace decir a uno de sus personajes: “Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde”.
El estilo es una proyección de la personalidad, y obviamente hay que tener una personalidad antes de poder proyectarla. “Pero si uno la tiene –advierte Chandler– sólo puede proyectarla en el papel pensando en otra cosa”, y tal vez esto es lo que insinúa misteriosamente en su diario de escritura la brasileña Clarice Lispector cuando se aconseja a sí misma “escribir distraídamente” porque, volviendo a Chandler, “la preocupación por el estilo no lo producirá y ninguna cantidad de corrección y pulido tendrá efecto sobre el sabor de lo que una persona escriba”.
Según él, es más bien la cualidad de su emoción y percepción y sobre todo la capacidad de transferirlos al papel lo que hace de alguien un escritor o escritora, en contraste con la cantidad de gente que tiene emociones igualmente buenas y percepciones igualmente agudas pero no logra transmitirlas.
Y como dijo otro Raymond, esta vez Raymond Carver, acerca del estilo, “…se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro…”.
También, hablando de estilo, Chandler (que fue muy plagiado) decía que “…si uno tiene un estilo, no se lo pueden robar. Como regla general, sólo pueden robar los defectos…”, escribió y agregó perversamente que “…la mayoría de los escritores tiene el mismo ego de los actores, pero sin su encanto físico...”.
Pero volviendo al oficio de escribir, lo cierto es que la única manera de adquirirlo es escribiendo. Lo importante es un espacio de tiempo, unas horas por día en que uno no haga nada más que escribir. No debe hacer ninguna otra cosa como leer, escribir cartas, resolver crucigramas, etc. Escribir o nada. Dos reglas muy simples: a) no es obligatorio escribir; b) no se puede hacer otra cosa. El resto viene solo. A Chandler le funcionaba.
Decía Isak Dinesen, autora de la novela autobiográfica “Out of Africa” (“Africa mía”), que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación.
Y en el libro “Ser escritor”, Abelardo Castillo afirma que en cuarenta años de literatura aprendió que corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística sino un trabajo espiritual, y recuerda que Borges le confesó que detestaba “Hombre de la esquina rosada” porque en ese cuento había escrito la palabra “cuchillón”. También dice Castillo que en general “...cuesta tanto trabajo escribir una gran novela como una novela idiota. El esfuerzo, la pasión, el dolor, no garantizan nada...”. Es desagradable, agrega, pero es así y aconseja a los novatos a meditar en eso.
Pero las opiniones de los escribas sobre sus colegas merecen un capítulo aparte. Lope de Vega no vaciló en pontificar que “...ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote...”. Lord Byron le escribió al poeta James Hogg que Shakespeare: “...no tenía imaginación para sus historias, ninguna en absoluto. Tomó todas sus tramas de novelas antiguas y las montó en forma teatral, con tan poco esfuerzo como el que usted y yo necesitaríamos para volver a escribirlas en forma de historias en prosa...”.
También Virginia Wolf metió la pata. Después de leer el “Ulises” de James Joyce, anotó en su diario: “...acabé el ‘Ulises’ y me parece un fracaso... el libro es difuso. Es salobre. Pretencioso. Vulgar, no sólo en el sentido común sino también en el literario. Quiero decir que un escritor de primera línea respeta demasiado el acto de escribir para permitirse hacer trampas...” y en nuestros pagos, Borges y Bioy Casares consideraban a Ricardo Güiraldes y Horacio Quiroga malos escritores.
Después de tanta incomprensión, ¿qué es lo que nos impulsa hoy a escribir, en una época tan poco propicia para la escritura y la lectura...? ¿La esperanza de ganar mucho dinero? ¿El deseo de aparecer en los medios? ¿El desafío de escribir obras que sean buena literatura y al mismo tiempo entusiasmen a miles de lectores? Para mí, el oficio de escribir es partir siempre de cero. Es un camino, no una meta; tal vez, una manera de luchar contra esa muerte que se llama olvido, como dice el protagonista de mi novela “Todo eso oyes”.
También creo que la íntima convicción que Rilke le exige al joven poeta es lo que sostiene al escritor genuino: “...acaso resulte que usted sea llamado a devenir artista. Entonces tome usted esa suerte y llévela, con su pesadumbre y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa...”.
Para terminar, quiero compartir una notita que le envió Clarice Lispector al linotipista en la época en que los libros se escribían a máquina y se imprimían con linotipos: “Disculpe que me esté equivocando tanto a máquina. Primero es porque se me quemó la mano derecha. Segundo, no sé por qué. Ahora, un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si usted me encuentra exquisita, respete eso también. Hasta yo fui obligada a respetarme. Escribir es una maldición”.

(*) Luisa Peluffo nació en Buenos Aires y cursó estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Se radicó en San Carlos de Bariloche en 1977. En 1988 obtuvo la beca Creación en Narrativa otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Su primera novela, “Todo eso oyes”, mereció en 1989 el Premio Emecé. Su segunda novela, “La doble vida” (Atlántida, 1993) obtuvo el primer Premio de Narrativa, Región Patagónica, de la Secretaría de Cultura de la Nación y el premio “Ricardo Rojas” de la Municipalidad de Buenos Aires. Ha editado los libros de poemas “Materia viva”, “Materia de revelaciones” y “La otra orilla” (Ultimo Reino, 1991), que recibió el primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, y en España, “Un color inexistente” (Torremozas, 2001), que obtuvo el XVIII Premio Carmen Conde de Poesía.
En el 2005, su obra teatral “Si canta un gallo” mereció el tercer Premio del Instituto Nacional del Teatro.

Referencias
Alatorre, Antonio: “Lingüística y literatura”, México. Vuelta Nº 133/134, 1987.
Babel, Isaac: “Cuentos de Odessa”. Relatos, Barcelona. Bruguera, 1981.  
Carver, Raymond: “La vida de mi padre”, Colombia. Norma, 1995.
Castillo, Abelardo: “Ser escritor”, Buenos Aires. Perfil Libros,1997.
Chandler, Raymond: “El simple arte de escribir”, Buenos Aires, Emecé, 2002.
King, Stephen: “Mientras escribo”, Barcelona. Plaza & Janés, 2001.
Lispector, Clarice: “A descoberta do mundo”, Río de Janeiro. Nova Fronteira, 1984.
Paz, Octavio: “Versiones y diversiones. Poemas de Fernando Pessoa”, México. Joaquín Mórtiz SA, 1974.
Peicovich, Esteban: “Poemas plagiados”, Valencia. Germania, 2000.
Bioy Casares, Adolfo: “Borges”, Buenos Aires. Ediciones Destino, 2006.

   
LUISA PELUFFO (*)
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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