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Sábado 30 de Junio de 2007
 
 
 
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  Hiroshima, de la destrucción a la música
  Relatos del horror en primera persona
por KEIKO MURAKAMI
 
 

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En el año 1945, en la mañana del 6 de agosto a las 8:05, explotó la bomba atómica a 600 metros de altura, en Hiroshima.

El calor desprendido de la bomba alcanzó los 10.000ºC, la temperatura de la superficie fue de 3.000 a 5.000ºC.

Imaginen el poder de la bomba atómica, considerando que el punto de ebullición del agua es de 100ºC y el hierro se derrite a 1.500ºC.

Yo tenía 8 años de edad. Estábamos en la casa a 1,6 km del punto cero.

Mi padre era secretario general de Defensa Civil. La noche anterior los aviones estuvieron bombardeando y por ello estuvimos en los refugios hasta la madrugada. Esa noche nadie durmió bien.

Por la mañana, mi padre se quedó en casa hasta más tarde de lo usual y mi madre estaba preparando el desayuno. Yo casualmente dije que no quería ir a la escuela. Mi padre, que era muy estricto, extrañamente nos dejó faltar. Así que con mi hermano lo pasamos leyendo revistas.

De pronto mi padre gritó: "Estos no son los ruidos de los aviones japoneses, ¡Corran al refugio!".

Mi hermano y yo corrimos al refugio debajo de la casa. En ese momento sentí un gran shock. Todo se derrumbó y mi padre apareció también allí.

Nosotros estábamos debajo de la casa derrumbada y quemada. De pronto, todo quedó en penumbras. Al cabo de un rato comenzamos a ver algo de luz; nos aferramos a mi padre y logramos salir afuera.

Buscamos a nuestra madre gritando con todas nuestras fuerzas y, de pronto, algo se movió entre los restos de la casa que estaba bajo nuestros pies. Apareció mamá con nuestra hermanita, que era un bebé de 57 días de vida, entre sus brazos.

Mi madre estaba cubierta de sangre. Todo su cuerpo se hallaba lleno de esquirlas de vidrios y su ojo derecho colgaba sobre su pecho. Mi padre tomó el ojo con la palma de la mano y, al ver que ya nada podía hacer, lo arrancó y lo tiró.

El también tenía serias heridas en su hombro izquierdo. Se quitó su camisa y con ella trató de parar la sangre que brotaba.

Caminamos 300 metros hasta la orilla del río. En el camino, no encontramos a ninguna persona. Un silencio de muerte nos rodeaba, parecía como si nosotros fuéramos los únicos sobrevivientes del mundo.

Al poco tiempo comenzó a aparecer gente terriblemente quemada, con horribles heridas jamás vistas, gente con la piel derretida y colgando, gente revolcándose en el piso por el dolor, gente gritando como animales heridos y otros, en terrible estado de shock y sin poder hablar, se acurrucaban.

La mayoría de la gente estaba tan quemada que no podía reconocerse.

Mi padre pensó que mi hermanita estaba muerta. Comenzó a limpiar su cuerpito, que parecía no respirar. El quería limpiarle la sangre que la cubría, que era de mi madre, y luego cremarla pero en ese momento, cuando la lavaba en el río, la bebita lloriqueó y todos nos alegramos.

Pero no duró mucho nuestra alegría, pues ella necesitaba leche y mi madre, por el susto, ya no tenía más. Entonces mi padre encontró a una mujer que tenía su blusa húmeda de leche. Le rogó que alimentara a nuestro bebé, pero ella respondió: "Esta es la leche de mi hijo que ha muerto y no se la quiero dar a extraños"... Mi padre, bajando la cabeza, le imploró muchas veces, así como también la gente que estaba cerca. Comenzaron a decirle que su bebé no volvería nunca más pero que, si quería, podría salvar la vida de ese bebé que seguía con vida. Le pedían que por favor la salvara dándole su leche. Finalmente la mujer accedió.

Cerca de donde estábamos había un pozo de agua. Un viejo aljibe, pero no había nada para sacar agua. Entonces la gente comenzó a tirarse dentro, uno tras otro, hasta formar una montaña humana. Muchos de ellos murieron por sofocación; sólo algunos sintieron alivio a pesar de no poder moverse por la gran cantidad de personas muertas que había encima.

Ese mismo día, los gusanos aparecieron sobre los cuerpos de los muertos y sobre las heridas de la gente. Por todos lados olía muy mal.

El río se fue llenando de gente muerta, de animales, de restos de escombros, de muebles, etc. Era imposible cruzarlo.

Mi padre tenía la responsabilidad de ayudar a los ciudadanos pero, viendo la situación, desistió de ir a su trabajo para ayudar a la gente que estaba alrededor. Reunió a otros soldados y con ellos contenía a la gente diciéndole que pronto vendrían a rescatarlos. De ese modo prevenían los saqueos y los motines.

Nosotros, desde la mañana, no habíamos comido nada. Intenté comer los pepinos y las berenjenas que estaban sembrados cerca del río, pero en cuando los puse en mi boca los escupí. Luego de muchos años, me enteré de que la gente que los comió o bebió el agua murió a causa de la radiación o sufrió diferentes enfermedades.

Mi ciudad se incendió toda. Las llamas parecían tocar el cielo.

A lugar donde estábamos no llegaba nadie a ayudarnos o a rescatarnos.

A la mañana siguiente, el fuego se apagó y mi padre fue hasta lo que era nuestra casa y desenterró unos pickles (ume y rakkyo). También dejó una madera con la siguiente inscripción: "La familia Murakami está bien. Vamos a la casa de los señores Ono" como señal, por si alguien nos buscaba.

Mi hermanita fue alimentada otra vez por la señora y, en agradecimiento, mi padre le entregó los pickles. Hasta hoy la recordamos y quisiéramos saber qué fue de ella, si no se habrá enfermado por haberlos comido, ya que todos los alimentos estaban contaminados por la radiación.

Qué angustia si por ello hubiera enfermado o, peor aún, hubiera muerto...

Luego de dormir a la intemperie decidieron que mi hermano y yo fuéramos a la casa de mi abuelo en las montañas, al suroeste de Honshu. Tuve que caminar desnuda calmando a mi hermanito que lloraba todo el tiempo.

Caminábamos con los pies descalzos sobre los escombros calientes de la ciudad derrumbada e incendiada y, aunque íbamos con cuidado, a veces pisábamos cadáveres que yacían entre los escombros.

Aun ahora, a pesar de haber transcurrido 61 años desde la bomba atómica, jamás pude olvidar lo horrible que fue ese momento.

En casa de mis abuelos comenzamos una nueva vida. El era carpintero, por eso sólo tenía un pequeño terreno. Allí la mayoría de los vecinos había recibido refugiados y por ello no había suficiente comida.

Después de dos meses de la bomba atómica, comenzamos a sufrir altas fiebres, a orinar y a defecar sangre. El médico rural no sabía sobre los síntomas causados por la radiación. La medicina era escasa y lo único que pude hacer fue estar en cama.

Aproximadamente más de un mes después me recobré de la fiebre, pero el oído seguía despidiendo pus. No sabían cómo curarlo y sólo la retiraban.

Al llegar el invierno volvimos a Hiroshima y vivimos otra vez en familia.

Pude ir al hospital de la Cruz Roja. Allí me enteré de que la fiebre y el problema del oído eran efectos de la radiación.

Ahora quisiera hablar sobre mi madre. A 500 metros de donde cayó la bomba atómica estaba la escuela primaria, un edificio de concreto que se convirtió en hospital temporario para la gente con heridas graves. Allí estuvo mi madre con mi hermanita y allí recibió tratamiento. Perdió el ojo derecho y el doctor, con la mano, le quitó las astillas de vidrio. Al tiempo logró recuperar la vista del otro ojo. Tuvo suerte.

Mis padres decidieron que fuera a la escuela media cristiana. En la escuela superior me especialicé en Sociología y decidí trabajar por la paz, ayudar a las víctimas de la guerra y prevenir otra guerra.

En 1957 me gradué y comencé a trabajar en el hospital de la bomba atómica de Hiroshima.

Mi trabajo consistía en entrevistar a las víctimas

de la radiación y reportar su condición. Todos los días conocía a gente que estaba en peor condición que mi familia, lo cual me daba mucha tristeza y pesar.

En el hospital me realizaron chequeos rigurosos y los resultados dieron que mis glóbulos rojos y blancos estaban por debajo del nivel normal. A menudo sufría de mareos pero pensaba que era una condición normal de mi constitución física. Cuando me enteré de que era por la exposición a la radiación me dio un gran shock. Me hacía análisis regularmente pero nunca tuve un nivel del todo normal.

Trabajé más de un año en el hospital, pero realmente era un trabajo muy estresante y con una gran carga psicológica. Por eso lo dejé y me dediqué a la búsqueda de la belleza como estilista.

A mi madre le quedaron grandes cicatrices, por lo cual odiaba tomarse fotografías y, ciertamente, no tengo ninguna foto con ella, aunque cuando me recibí de experta en belleza la peinaba, le hacía la permanente, la teñía y la ponía bella.

Mi madre siempre estaba enferma pero, a pesar de ello, mientras crecíamos fue el soporte espiritual de la familia. Al ser una familia de minusválidos aprendimos a proteger a los débiles.

Ella repetía: "He perdido un ojo, siempre estoy enferma, pero he sido afortunada pues sólo yo en esta familia ha recibido heridas graves".

Después de la guerra, sobrevivió 36 años.

Mi hermanita era muy débil, pero milagrosamente se salvó y Dios le dio un don: fue cantante infantil, incluso soprano. Trabajó para la estación de radio de Hiroshima y muchas veces escuchábamos su bella voz por la mañana.

Cuando estaba en su primer año de la preparatoria ganó un premio como solista del coro de su escuela en una competición coral.

Luego de eso tuvo problemas de salud, su corazón y glándulas tiroides funcionaban mal, por lo que no pudo tener una vida normal.

En noviembre del 2003 mi hermana murió, a los 58 años.

Mi hermano fue bendecido con buena salud, pero tuvo que soportar el duro hecho de hacerse cargo y ser miembro de una familia formada por víctimas de la radiación. Se casó con una mujer que perdió a su padre en la guerra y tuvo dos hijos.

Mi padre murió en 1994, en la primavera, su estación favorita, pues es la época en que florecen los sakuras (las flores de cerezo) y en la que todo se vuelve rosa por sus pétalos.

En mayo del 2003, en mi ciudad, hubo una exposición fotográfica sobre la guerra de Irak, del Golfo Pérsico. Las imágenes que vi de niños heridos, el horror en sus ojos por haber perdido a sus padres, es lo mismo que yo viví en 1945. Sé que ese terrible momento jamás será borrado de su memoria, al igual que nunca lograré olvidar lo que yo he vivido tampoco. Y tendremos que aprender a vivir con eso tanto ellos como yo, con este terrible recuerdo el resto de nuestras vidas.

Cuando la bomba atómica explotó, yo tenía 8 años. Ahora tengo 70. Creo que ya soy muy vieja. Viendo la situación mundial de hoy no pararé de gritar: "Basta de guerras. Terminemos con las bombas nucleares".

 

   
   
 
 
 
Diario Río Negro.
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