No nos quedó nada, se fueron llevando todo. Llegaron a las diez en un Falcon blanco, golpearon varias veces la persiana hasta que al viejo no le quedó otra que atender. Irónica o inocentemente dijeron buen día, yo creo que lo hicieron a propósito. Por eso es que escondimos el revólver. Se acomodaron sin pedir permiso atrás del banco que siempre usó el viejo. Prendieron los Imparciales y recién después abrieron el portafolio. Ellos no podían vernos, estábamos agachados, en cuclillas detrás de las maderas apiladas que separaban al depósito. Espiábamos por entre las tablas tratando de no hacer ningún ruido, teníamos mucho miedo de que pudieran vernos. Éramos dos mocosos y pensábamos que el viejo se había entregado demasiado fácil. Lo teníamos decidido, nos esconderíamos y si era necesario utilizaríamos el revólver, o tal vez si se complicaba saldríamos corriendo. El viejo los miraba, veía cómo los dos hombres apagaban el pucho sobre el banco de madera, sobre el mismo banco que él amaba y limpiaba todos los días. No reaccionó, ni siquiera intentó impedirlo, ahí nos dimos cuenta de que se había resignado, no intentaría nada y todo dependía de nosotros y de nuestro revólver escondido entre la viruta. El viejo se sentó justo enfrente de ellos, cabizbajo, entregado, esperando la inevitable ejecución. Cuando lo vimos quebrarse, cuando apoyó su cabeza en el brazo acodado sobre la rodilla y se echó a llorar, estuvimos a punto de desenterrarlo y disparar, pero pensamos que no era el momento, o quizás el pánico adormecía ese instinto de justicia. Se nos llenaron los ojos de lágrimas, nunca lo habíamos visto llorar; las gotas caían y hacían agujeritos en el aserrín del piso. Por no hacer ningún ruido nos comíamos los mocos y dejábamos en las mangas el llanto desteñido por la mugre de la cara. Los tipos seguían apoyados en el banco, mirando al viejo que había dejado de llorar; le decían algo que no alcanzamos a escuchar, tal vez alguna otra ironía similar a la de buen día. Después revisaron todo, no tengo dudas que buscaban lo más valioso; se fijaron en el otro banco, debajo de la sin fin, atrás de la cepilladora y en el mueble donde el viejo guardaba las herramientas. El más flaco se acercó peligrosamente a donde estaban las maderas, relojeó para el depósito y pegó la vuelta. Estuvo a punto de descubrirnos, pero nos agachamos justo, terminamos enterrados en la parva de viruta. Se reunieron de nuevo detrás del banco, mientras nosotros aprovechamos para sacudirnos las mechas. El más alto volvió a prender un cigarrillo. El viejo se levantó y les alcanzó un vaso de agua; seguro lo amenazaron, lo deben haber obligado y no le quedó otra que traérselo. Al ratito llegó el primer cómplice; suponíamos que era una banda grande, saludó a los otros dos y se empinó el vaso de agua; debió haber llegado corriendo, ocultándose entre las sombras para que nadie lo viera. Conversó con los otros, lo hacían en voz baja, como para que nadie los escuchara, quizás ultimaban los detalles programando los movimientos para que nada saliera mal. De nuevo pensamos en sacar el arma y reventarlos, porque si era una banda grande seguirían llegando y después se nos haría imposible salvar las cosas del viejo; teníamos sólo tres balas. El viejo estaba a un costado, apoyado en la estantería de los clavos; él también veía como los tres conversaban. Pensamos en que si él se tiraba sobre uno, aunque sea, nosotros podríamos disparar y reventar a los otros dos, pero para eso le tendríamos que haber avisado que íbamos a estar atrás de las tablas, con el arma cargada. Nuestras ilusiones de salvarlo y de poder usar el revólver se esfumaron cuando vimos entrar a otro cómplice, éste también traía un portafolio, tal vez las armas, o por qué no la bomba. Ahora eran cuatro y estábamos mucho más asustados, nos empezaban a temblar las piernas, transpirábamos, se nos volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Sabíamos que ya estábamos como el viejo, resignados, sin posibilidades, solo teníamos que esperar el final. Entraron dos, cinco, veinte y muchos cómplices más, llenaron el galpón, se acomodaron entre las máquinas y se agazaparon para dejar al viejo en la calle. Tendríamos que haber atacado cuando eran solamente tres, haberlos reventado a balazos y esconderlos como el revólver entre la viruta. Cuando estuvieron todos, uno de los del Falcon sacó del portafolio el arma y la apoyó sobre el banco. El otro se acercó al auto, abrió el baúl, sacó el trapo enrollado en el palo y lo colocó en la puerta. Luego se apostaron detrás del banco convertido en mostrador, tomaron el arma vestida de martillo de madera, miraron al viejo, flameó la bandera roja y le remataron todo a martillazos. CLAUDIO E. ALVAREZ |