Es la batalla que quienes la pelearon se resisten a recordar. Tampoco les interesa pisar de nuevo ese suelo volcánico. Ni siquiera en homenaje a ese último instante en que partiendo dijeron: "Aquí estuve yo, aquí me colocó la historia. Aquí hice historia". ¿Volver a las playas de Normandía? Sí, claro. ¿Monte Casino? Con mucho gusto. Incluso a Las Ardenas, helado teatro de la última atropellada nazi en procura de revertir el sesgo de una guerra que ya se había perdido. Pero a Iwo Jima, ¡no! Ni siquiera el impetuoso Douglas MacArthur quería hablar de esa batalla. Nada menos que él. "Así me gusta verlos", gritaba contento cuando se encontraba con los cadáveres de los japoneses en ese palmo a palmo y milla a milla con que los Estados Unidos derrotaron a un imperio fanático en el Pacífico. Sí, nada menos que Douglas MacArthur. El, guiado siempre por su lema: "Aprendí a crecer desobedeciendo". Tan inorgánico como brillante estratega. Se hacía sus propios uniformes. Y jamás saludó con la venia al presidente de turno de los Estados Unidos. El, Douglas MacArthur, el audaz general al que Truman dejó pálido el día que lo echó por querer, en plena Guerra de Corea, invadir China. Y Douglas MacArthur devolviendo el mazazo en pleno West Point, ante miles de cadetes y oficiales, rígido y emocionados. Se iba un inmenso guerrero. Síntesis de Aníbal y Napoleón. Diciendo adiós después de mil batallas libradas en tres guerras. Y diciendo: "En la guerra, la victoria no tiene sustituto". El, que ya muy viejo, muy encorvado y acompañado sólo por el recuerdo de los ruidos de artillería, tomó una mano del presidente John Kennedy para, con los ojos cargados de historia, aconsejarle: No nos sigamos metiendo en Vietnam. El, el audaz Douglas MacArthur, jamás quiso volver a hablar de Iwo Jima. Una isla. Ocho kilómetros de largo, cuatro de ancho. Al sur del Japón. Imperceptible en la majestuosidad del Pacífico. En el medio, el monte Suribachi. La situación: Kuribayashi, el general japonés, permanecía atrincherado en túneles y cavernas en los que desplegaba 24.000 soldados. Todos muy jóvenes. Japón estaba perdiendo la guerra en aquel febrero del '45. Para entonces apelaba incluso a adolescentes. Como Hitler en Alemania. Hasta que un día desembarcaron los americanos. Así dio comienzo la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. Metro a metro. A bayoneta calada. Con lanzallamas. Cueva a cueva, túnel a túnel. Murieron 23.703 japoneses. Por el lado norteamericano, fueron 5.653 muertos, 271 de ellos oficiales. En el mar, perdieron 881 hombres y un portaviones el "Saratoga" atacado por un kamikaze. El 23 de aquel mes, el teniente Harold Schrier, al frente de un pelotón plantó la bandera de las estrellas en la cima del Suribachi. Ceniza volcánica y olor a muerte. Eso es lo que recuerdo de Iwo Jima escribiría el almirante Nemitz. CARLOS TORRENGO
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