| El título de esta historia, está inspirado en el de un cuento de Jorge Luis Borges, publicado en su libro "Ficciones", editado en 1944. Se titula "Funes el memorioso". Funes, cuyo nombre era Irineo, vivía en Fray Bentos (Uruguay), era hijo de una planchadora, María Clementina Funes, había nacido en 1.868. Era mentado por algunas rarezas, como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, sin necesidad de consultar a un reloj. Cuenta que, cuando le decían: "¿Qué hora son, Irineo?". Sin consultar al cielo, sin detenerse, respondía: "Faltan cuatro minutos para las ocho", con una exactitud cronométrica. Relata Borges que tuvo oportunidad de dialogar una noche entera con Funes. Lo hicieron en una pieza del fondo de su casa, a oscuras, porque Irineo se sentía muy cómodo en la penumbra. Entre las muchas cosas que hablaron le dijo que había ideado un sistema original de numeración, y que en pocos días había logrado llegar al veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una vez ya no podía borrársele. Con el objeto de economizar signos, ideó una disparatada forma de nombrar los números. En lugar de siete mil trece, decía Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, el ferrocarril. Otros números eran Lafinur, Otimar, azufre, los bastos. La ballena, Napoleón... En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca, las últimas muy complicadas. Dice Borges que trató de explicarle que era mucho más simple nuestro sistema de numeración, de las centenas, decenas, unidades... "Funes no me entendió o no quiso entenderme". Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos. No sólo recordaba cada hoja de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Cuenta que "había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el alborotado mundo de Funes, no había sino detalles, casi inmediatos". Dejando a Funes, puntualizo que sólo he mencionado los casos de memorias que tienen cierta relación con la historia que voy relatar de Doña Saturnina. Era una mujer que, a mediados de la década del treinta, contaba entre setenta y ochenta años (no es fácil calcular la edad de la gente de campo). Habitaba al pie de la sierra, en un paraje cercano a la localidad de San Francisco en la provincia de San Luis. Era viuda y vivía con un hijo que andaba por los cincuenta. Se llamaba Pioquinto, nombre extraído, sin ninguna duda, del almanaque: su nacimiento coincidía con el santoral del Papa San Pío V. Vivían en un rancho de gruesas paredes de adobe y techo de jarilla, barro y paja. Se dedicaban a la crianza de ganado caprino, tenían una majada de trescientas cabras aproximadamente. Ambos eran analfabetos. Pioquinto manejaba los números con un particular e infalible método, que le permitía conocer la cantidad de hacienda de que disponían y realizar la ventas de los cabritos y de los cueros que acopiaban, de los animales que sacrificaban para consumo o morían por otras causas. Para encerrar los animales poseían dos corrales de pircas (paredes de piedra colocadas en seco). Su principal medio de vida consistía en vender cabritos. La palabra correcta es cabrito y no chivito como se los denomina en la zona sur. Esa denominación corresponde a los cabríos desde que nacen hasta que dejen de mamar la leche materna, durante cuatro a cinco meses. Desde allí hasta que procrean se llaman chivos o chivas. Una vez madre o padres reciben el nombre de cabra o cabro. Se producen dos pariciones al año, en junio y noviembre. Solamente se comercializan los cabritos de dos a tres meses, cuyo peso oscila entre los cuatro a cinco kilos. Las cabritas se reservan para ser madres. Algunas son sacrificadas cuando son cabrillas, así las llaman cuando dejan de mamar hasta que son madres. La carne de cabrilla es muy sabrosa, pero la alimentación del pasto, la hace distinta a la de los inigualables cabritos mamones. Entonces el precio de los cabritos era de dos pesos, en la actualidad oscila entre cuarenta a cincuenta pesos. Por qué "Doña Saturnina la memoriosa". Pioquinto se dedicaba a cuidar la majada durante el día, cuando las cabras salían al campo para alimentarse. Los cabritos quedaban encerrados en los corrales. Como el campo no era alambrado, era necesario controlar la majada. La labor de Saturnina se hacía indispensable. Cuando al atardecer las cabras eran encerradas en los corrales, los cabritos hambrientos se precipitaban, buscando prenderse de alguna teta para saciar el hambre. No siempre el cabrito identifica a su madre, especialmente cuando son muy pequeños. Las madres rechazan a quienes no sean sus hijos y es allí donde Doña Saturnina comenzaba actuar. Conocía quién era el hijo de cada una de las cabras. Una mancha en la oreja, en la cola u otra parte del cuerpo, o alguna seña particular de los cabritos, le servían para hacer la identificación. En cuanto a las cabras las conocía a todas, como si fueran personas, incluso algunas tenían nombres. ABEL SANDRO MANCA |