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Sábado 02 de Septiembre de 2006
 
 
 
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  GÖTTLING
  La vida escrita en un papel
Esta semana falleció Jorge Göttling, el destacado periodista de “Clarín” que retrató como pocos la rutina y la vida de su ciudad. Este suplemento es un homenaje a su figura y a la de los grandes maestros del periodismo que hicieron del oficio un verdadero arte.
 
 

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por CARLOS TORRENGO / CLAUDIO ANDRADE

 

En estos años tan plenos de tecnologías, de programas de edición y diseño, el periodismo ha asistido a la desaparición de algunos de sus mayores emblemas profesionales.

No es sólo una cuestión de usos y costumbres, también de generaciones. Indefectiblemente el tiempo no pasa en vano para nadie.

Con ellos también han partido algunas certezas fundamentales en el ejercicio de la crónica cotidiana. Las más importantes indican que, en el arte de la escritura periodística, sólo es posible mejorar el estilo y la calidad leyendo buena literatura y mejor periodismo.

Porque el talento, digan lo que digan, tanto como la estupidez, puede resultar contagioso.

La partida de Jorge Göttling dejará un espacio vacío en las páginas de los diarios de la actualidad. Su nombre puede ser asociado al de otros grandes maestros del periodismo como Miguel Briante, fallecido accidentalmente a los 60 y tantos años, Feliciano Hidalgo, muerto de cáncer, fantástico entrevistador y especialista en vinos, Osvaldo Ardizone, Rodolfo Walsh, entre otros.

Ese Osvaldo Ardizone que, sobre el cierre de edición, ponía los pies sobre el escritorio y se dormía. Inexorablemente 15 minutos después se despertaba al grito de "¡La tinta llama, la verdad me convoca!", y arrancaba de nuevo.

El periodismo no se ha recuperado de esas despedidas.

Hay quien puede alegar que las mesas pobladas de animados polemistas, bohemios sabelotodos, tragalibros sin rumbo, que durante años pulularon en ciertos periódicos argentinos corresponden más a una edad dorada, una leyenda o a un tiempo que no sobrevivió a sus propias flaquezas. Sin embargo, la figura del periodista como personaje intelectual, amante de la universalidad del conocimiento que abarca desde lo académico al saber de la calle, se ha convertido en un recuerdo que luego se refleja en la ausencia de maestros en las redacciones.

Tal vez esta misma crónica suene a discurso tozudo de dos que se niegan a reconocer los cambios.

O probablemente sea una queja, un apunte que se remite al día a día de los matutinos para demostrar que no se miente al decir que falta virtud en el uso de la línea. Que la poesía y el punto de vista original se han vuelto un hecho extraño.

Hay una máxima que cae de perogrullo: los profesionales que más utilizan el lenguaje en público son precisamente los periodistas. Y el uso adecuado del texto escrito (sea en internet o en un diario en papel) exige la alimentación de quien escribe con más textos. Una palabra lleva a la otra, como un libro al siguiente.

Aún podemos encontrar a verdaderos prodigios de la línea en nombres como Manuel Vicent, Rosa Montero, Maruja Torres, históricos periodistas de "El País" de Madrid. En tanto que de este lado del Atlántico, los de Juan José Panno, Ezequiel Fernández Moore, Ariel Scher, Claudio Uriarte, no sonarán ajenos.

Es una materia del periodismo contemporáneo revindicar una forma de entender el trabajo y el desarrollo intelectual. Por años el vínculo entre la literatura y el arte en general y el periodismo fue un hecho sin discusiones.

En la pared de la redacción del "Río Negro", hay pegadas con cinta adhesiva algunas fotografías trucadas. Otras que son insólitas, una cola gorda y desparramada... otra cola que es "la cola". Abundan noticias cómicas y entre esa notable papelería resalta una columna de Jorge Göttling, "La espera del ciruja de Plaza Francia".

La pegó "la perrada", como definía el elegante Jorge Lozano a los pibes más jóvenes de una redacción.

La ubicación de la columna de Jorge Göttling, por sobre tanta chanza cotidiana, es un homenaje al periodismo que nos inspira.

Ese periodismo que Jorge Göttling lució aquella noche de primavera de un año de finales de los 80, cuando llegó al sitio cotidiano de concentración una mesa de café de Plaza Freud, miró a "la perrada" con esos ojos aguados que tanta vida definían y simplemente dijo... "Dios les permite a los hombres / soñar cosas que son ciertas". Renovó su mirada sobre "la perrada" y remató:

Borges... "Milonga del Muerto".

Luego Jorge Göttling paseó sus ojos por el resto de las mesas y casi imperceptiblemente sentenció: "Nuestras víctimas"...

Y detectó una nena desafiada por un helado que era el doble de ella. Tenaz, le daba batalla. Sus manos regordetas hincaban anárquicamente la cucharita por aquí y por allá. Y Jorge Göttling deslizó:

Se le va a caer el helado. Se ensuciará el vestidito. La madre se pondrá histérica. La nena se pondrá a llorar. El padre prenderá un pucho. "¡No te ocupás de nada!", le dirá la mujer mientras limpia a la nena, y vendrá la moza y le dirá a la nena: "No es nada, mi amor". Y si mañana no hay tema, bueno... escribiremos sobre esto.

Segundos después, a la nena se la cayó el helado. Y con maniática precisión, le siguió la seguidilla de sucesos previstos por Jorge Göttling.

Escribe Jorge Göttling en uno de los tramos de la nota que está en la redacción del "Río Negro": "Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras".

Jorge Göttling cruzó el periodismo por la senda del talento. Por la huella del estilo que hamaca reflexiones sin enojos. Sin furia. Sin querellas. Acarició las palabras y las estampó desde una consideración muy noble para con el lector. Nada de golpe bajo. Cero de grandilocuencia. Claridad. Economía de palabras.

Textos cortos. Cuanto más cortos, más sabrosos.

Jorge Göttling vio en el periodismo una inmensa posibilidad de mirar la vida desde la desprolijidad que le es consustancial.

Jorge Göttling no fue al periodismo para ser "fiscal de la República". Y pontificar desde ese aparentemente moral cetro. No buscó el bronce. Eso fue y es para mamarrachos del periodismo.

Jorge Göttling logró algo más digno. Más cristalino. Que quizá se pueda definir como "simple ayuda a pasar por esta vida".

Lo extrañaremos.

 

 

La espera del ciruja de Plaza Francia

También él es un paisaje de la ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.
Improvisa su colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche.
Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y –creemos– su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.
Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras.
Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.
Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la cadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre.
Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo.
En orfandad aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver. (Jorge Göttling)

 

Hay una tele en el living, parece casa de familia

Viven en extendida casa-chorizo de Villa Crespo. Elba, sus tres hijas y los pasantes de turno han dibujado la mejor postal de la modernidad. Lo que sobra es privacidad y lo que falta es el prejuicio. Cuatro dormitorios con cuatro televisores, cocina invicta y un baño que acumula olores, único lugar que alguna vez sirve de arena de disputa. Elba, arquitecta, comparte cama con Matías, dibujante de la edad de Sandra, su hija menor.
Sandra es artesana, hace títeres, debe tener vocación de hotelera: aloja en su cuarto temporariamente a tipos solos; se parecen entre ellos cuando los desecha. Fabiana estudia criptología, acaso devele lo que se inscribe en el nombre con el que el catastro comunal define el sitio: casa de familia, una broma, un malentendido. No trabaja, vive de becas y subsidios.
Vera, la mayor, entró en crisis hace un par de años, se recluyó en convento de novicias, pero desertó a los seis meses. Asumió sexualidad diferente; es lesbiana, se cree que está vacante, nadie conoció su habitación. A veces desaparece un fin de semana, no habla, no pregunta, tampoco contesta.
El living es entidad ausente, no hay tampoco mesa de comedor, cada uno funciona por separado. Los lazos parentales están tan averiados que ni se presienten ni se reconocen: ante un llamado telefónico, quien contesta no sabe quién está, cuándo estuvo o qué es lo que hace.
Hubo un padre debilitado, incapaz de introducir a sus hijas a la cultura, carente de imaginación, derrotado de antemano frente a esposa despectiva. Hugo aprovechó la primera oportunidad para huir, dejó el tendal. A veces, cuando el alcohol lo atora, llora en los boliches, pura actuación.
Este mes la casa cambió de aspecto. Elba despidió a Matías del laburo y de su vida. Sandra viajó a la India. Fabiana trabaja de mesera, está estudiando la cábala. Vera hizo “acting”, colocó su tevé en el living, como bandera de paz. Hugo intenta pegar la vuelta. Parece una casa de familia. (J. G.)

 

Para Severo, el lavarropas hubiese sido la salvación

El día que cumplió los 65, Severo tuvo que optar entre comprar un lavarropas o casarse con Francisca, cuya mayor cualidad era la de antiquísima concubina con cama afuera. Se equivocó, dejó el lavarropas para más adelante. Ese día, también, se jubiló. Severo es un solitario de libro, un solo de profesión, una repetición calcada de desvaídas figuras parentales. Vivió con poco, a cambio de horarios plásticos en empleo público, ninguna cuota de responsabilidad, nada de romanticismo y amigos de café. Vivía en un dos ambientes húmedo, oscuro. Lo compró con crédito otorgado por político de barrio.
Francisca era gruñona, ignorante, vieja y ácida, pero fue lo que pudo conseguir. A los seis meses de convivencia, Severo la cambió por un umbral: cuando le volvió a reprochar el ruido que hacía con la sopa, el tipo se levantó mansamente, tomó su cédula de identidad –se rescató– y se perdió para siempre. Así, tan fácil como llorar. Las lágrimas las derramó por lo que importaba, algunos discos de Agustín Magaldi, un Martín Fierro forrado en cuerina.
Paró en hoteles magros, pero o pagaba o comía. Conoció el frío del umbral, las incertidumbres de la intemperie. Se juntó con otros parias, le enseñaron mañanas de sobrevivencia y fixture de la desesperación. Supo del frío finito de la madrugada, que se mete como un cuchillo. También supo dormir con un solo ojo en los paradores, los zapatos bajo la panza, el olor denso del vaho de alcohol, sudor y mugre, que invade hasta el alma.
Esclavo de horarios, almuerzo en iglesia de Palermo, merendero en Pompeya, la cola del parador a las siete y la cena donde el ruido de la sopa era concierto. Aprendió de subsidios, de donaciones, se hizo experto en fríos que congelarían el infierno.
El sábado tropezó con un viejo cura de Soldati, que conoció en tiempos en los que aún era gente. El curita se estremeció, le consiguió changa a Severo en un lave-rap, justo hablar de la soga en la casa del ahorcado. (J. G.)

Autorretrato

• “Yo no hago ficción, no hago literatura. Soy un atorrante que a veces escribe bien”.
• “A mí sólo me ha acribillado la cédula. No tengo pensado, por ahora, diplomarme de viejo. Todavía tengo los ojos solteros, algunas pasiones intactas”.
• “Soy una mezcla de muzzarella con crema chantillí, más cerca de la muzzarella”.
• “Tengo cara de no haberme portado bien”.
• “Me gusta caminar por la cornisa. Me gustan las cursilerías porque la vida es una serie de cursilerías irreconciliables”.
• “El buen periodista es un elemento escaso en nuestro país, porque para ser un buen periodista es necesario ser un buen escritor”.
• “Tengo una relación espléndida con los lectores. Algunas minas me dicen: ‘Usted me pintó a mí y a la que pude haber sido’”.
• “Hay debilidades que sólo le pertenecen a uno”.

   
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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