Hubo una vez un balneario al que sólo llegaba un grupo de valientes excursionistas que a fuerza de intentar hacer suyo aquel escenario fueron tatuando sobre los médanos caprichosos senderos que les permitieron desembocar no sin pocos sobresaltos en la amplitud de sus playas, improvisando las primeras ´bajadas´. Un tiempo en el que sólo reinaban la inmensidad del mar y el descaro del viento patagónico, y en que la naturaleza desatada en el lugar se había convertido en el preciado secreto de una ´barra´ de jóvenes que vivían muy cerca de allí, en San Antonio, y que veían en este sitio el refugio ideal para dar rienda suelta a sus ansias de aventura.
"Puede que sea una tontería, pero si hay algo que extraño de ese tiempo es el silencio, pero el progreso es así, ahora hay tanta gente en Las Grutas, tanta cantidad de autos? Antes todos nos conocíamos, éramos como una familia que coincidía al bajar a la playa para pescar, tomar mate y ´macanear´ un poco", relata Adolfo Espinosa.
Con sus 80 años, puede darse el lujo de cerrar los ojos y silenciar por completo el ´ruido´ del progreso. Nació en San Antonio y junto a un puñado de pioneros fue parte de ese grupo de jóvenes entusiastas que sin planearlo le fueron confiriendo a Las Grutas su destino de balneario turístico, aunque para esa época ni siquiera sospechaban que el lugar pudiera convertirse en uno de los sitios de veraneo favoritos de visitantes de diferentes puntos del país.
"Éramos muchachos y para nosotros todo era un juego. Me encantaba ir a Las Grutas, con mi amigo Francisco ´Pancho´ Jugovac (un reconocido ciclista local) hacíamos el recorrido en bicicleta cada vez que podíamos, él siempre adelante sin perder el ritmo y yo siguiéndolo como podía", recuerda.
El deporte en el que nadie podía igualar a Espinosa era la natación porque desde los cuatro años, a fuerza de chapuzones supervisados por su madrina, adquirió una inusual destreza que le permitió descollar en el "Club Atlético Juventud Unida" (CAJU).
"Ahora al ver el mar me pregunto cómo tenía tanto coraje para aventurarme y nadar distancias tan grandes. Pero la juventud es así, nadie tiene miedo a los 20, y tener el cielo de frente y las gaviotas que parecían seguirme mientras braceaba me encantaba", se entusiasma.
Esa fascinación por el mar fue la que impulsó a Adolfo a querer ´alargar´ la estadía en el balneario, que por entonces no ofrecía ningún albergue para aquellos que se aventuraban a pasar jornadas que tenían que finalizar al caer la tarde.
"Eso me molestaba, por eso un día le dije a un amigo: ´Mirá, si puedo, acá me voy a hacer un ranchito, así cuando venimos podemos quedarnos más tiempo para pescar y distraernos un poco´ y así empecé a levantar un rancho con ladrillos, greda y con lo que podía, porque yo no tenía plata para destinarle pero sí mucho entusiasmo".
Ese entusiasmo no se topó con límites ni restricciones ya que por entonces "no había nada en la villa, salvo la hacienda que tenían los Tarruella, así que averigüé en la subprefectura y me dijeron que no había problema en edificar, si lo hacía a 50 metros de la costa". El lugar elegido fue el sector que hoy ocupa un restaurante del balneario, en la calle Pomona, haciendo esquina con ´El Bolsón´. "Y así, sin proponérmelo, nació ´El timón´ el primer local comercial de Las Grutas", refiere.
Textos de este suplemento: Vanesa Miyar
Fotos: Martín Brunella